– Muy bien -dije-. Correr, trepar, arrastrarse, deslizarse.
Y salí como una bala, seguida de cerca por Chris, para enseñarle lo que era caz dé hacer.
Estaba poniendo a prueba mis habilidades. Ahora es evidente, pero en aquel tiempo supuse que estaba experimentando estrategias para evitar ceder ante mí. No sabía que tenía otros intereses. Durante las primeras semanas que estuvimos juntos, trabajó en la barcaza, se encontró con clientes que necesitaban su experiencia para renovar sus casas, cuidó de ios animales. Se quedaba por las noches, dedicado sobre todo a leer, si bien escuchaba música y hacía docenas de llamadas telefónicas que yo suponía (por su tono formal y las referencias a la ciudad y planos militares) relacionadas con sus trabajos en yeso y madera. Unas cuatro semanas después de recogerme, salió de noche por primera vez. Dijo que iba a una reunión (dijo que una vez al mes se encontraba con cuatro antiguos compañeros de colegio, y en cierta manera era verdad, como averigüé más tarde) y que no volvería tarde. Cumplió su palabra. Pero luego salió una segunda noche, y una tercera, en la misma semana. La cuarta, no volvió hasta las tres, y cuando entró, me despertó con sus ruidos. Le pregunté dónde había estado.
– He bebido demasiado -contestó. Se derrumbó sobre su saco y se sumió en un sueño aletargado.
Una semana después, el proceso comenzó de nuevo. Salía con sus amiguetes, dijo. Pero esta vez, la tercera noche no volvió.
Me senté en la cubierta con Toast y Jam y le esperé. A medida que pasaban las horas, mi preocupación por él empezó a disiparse. Muy bien, me dije, yo también puedo jugar. Me vestí con spandex, lentejuelas, medias negras y tacones. Fui a Paddington. Me ligué a un montador de cine australiano que estaba trabajando en un proyecto en los estudios Shepperton. Quería ir a su hotel, pero eso no me convenía. Quería llevarle a la barcaza.
Aún seguía allí, dormido y espatarrado en pelotas, con un brazo doblado sobre los ojos y una mano sobre mi cabeza, que descansaba sobre su pecho, cuando Chris llegó por fin, silencioso como un ladrón, a las seis y media de la mañana. Abrió la puerta y bajó la escalera con la chaqueta en los brazos. Por un momento, no le vi con claridad. Forcé la vista, y luego me estiré muy contenta, cuando reconocí el halo de su cabello. Bostecé y acaricié de arriba abajo la pierna del australiano. El tío gruñó.
– Buenos días, Chris -dije-. Este es Bri. Un australiano. Adorable, ¿verdad?
Me volví para darle un sobo, lo cual aumentó el volumen de los gruñidos de Brian. Me hizo un favor cuando gimió:
– Otra vez no. No puedo. Estoy hecho trizas, Liv.
Creo que ni siquiera abrió los ojos.
– Deshazte de él, Livie -dijo Chris-. Te necesito.
No le hice caso y continué con Brian.
– ¿Eh? ¿Quién? -dijo, y se enderezó sobre sus codos. Cogió una manta y la tiró sobre su regazo.
– Este es Chris -dije. Acaricié el pecho de Brian-. Vive aquí.
– ¿Quiénes?
– Nadie. Solo Chris. Ya te lo he dicho. Vive aquí. -Tiré de la manta. Brian la agarró. Con la otra mano, empezó a buscar su ropa a tientas. La aparté de una patada-. Está ocupado. No le molestaremos. Vamos. Bien que te gustó anoche.
– He comprendido el mensaje -dijo Chris-. Sácale de aquí.
Y entonces oí otro sonido, un plañido suave, y vi que Chris no sujetaba su chaqueta. Era una vieja manta marrón que envolvía algo grande. Chris lo llevó a la zona de los animales. La, cocina ya estaba terminada, al igual que la zona de los animales y el retrete, y no supe qué estaba haciendo allí. Oí el ladrido de jam.
– ¿Has dado de comer a los animales, al menos? -gritó Chris sin volverse-. ¿Has sacado a pasear a los perros? Oh, mierda. Olvídalo. Tranquilo -en voz mucho más baja-, no pasa nada. Estás bien. Estás estupendo.
Miramos en la dirección que había tomado.
– Yo me abro -dijo Brian.
– De acuerdo -dije, pero mis ojos estaban clavados en la puerta de la cocina. Me puse una camiseta. Oí que Brian subía los peldaños. La puerta se cerró a su espalda. Corrí hacia Chris.
Estaba inclinado sobre la mesa de trabajo larga de la zona de los animales. No había encendido la luz. El tenue sol de la mañana se filtraba por la ventana.
– Estás bien decía-. Tranquilo, tranquilo -con voz tierna-. Una noche movida, ¿verdad?, pero ya ha terminado.
– ¿Qué has cogido? -pregunté, y miré por encima de su hombro-. Dios bendito -exclamé, y el estómago se me revolvió-. ¿Qué ha pasado? ¿Estabas borracho? ¿De dónde ha salido? ¿Le atropellaste con un coche?
Fue lo primero que se me ocurrió cuando vi al pachón, aunque si hubiera estado menos aturdida por la bebida, habría comprendido que las suturas que corrían desde el punto situado entre los ojos del perro hasta la parte posterior de su cabeza no eran lo bastante recientes para indicar una operación quirúrgica de urgencia realizada durante la noche. Estaba tendido de costado y respiraba con mucha lentitud. Cuando Chris tocó con el dorso de sus dedos la mandíbula del perro, su cola se agitó un poco.
Aferré el brazo de Chris.
– Tiene un aspecto espantoso. ¿Qué le has hecho?
Me miró y, por primera vez, reparé en lo pálido que estaba su rostro.
– Lo he robado -dijo-. Eso es lo que hago.
– ¿Robado? ¿Eso? ¿De…? ¿Qué demonios te pasa? ¿Forzaste la consulta de un veterinario?
– No estaba en una consulta de veterinario.
– Entonces, ¿dónde…?
– Le quitaron parte del cráneo para dejar al descubierto su cerebro. Les gusta utilizar pachones porque es una raza amigable. Es fácil ganarse su confianza. Que es lo que necesitan antes de…
– ¿Quiénes? ¿De qué estás hablando?
Me estaba asustando, como la primera noche que le conocí.
Cogió una botella y una caja de algodón. Impregnó las suturas. El perro le miró con ojos tristes y nublados. Las orejas colgaban fláccidas de su cráneo destrozado. Chris cogió con delicadeza un poco de piel entre el índice y el pulgar. Cuando la soltó, la piel se quedó comprimida.
– Deshidratado -dijo-. Necesitamos una intravenosa.
– No tenemos…
– Lo sé. Vigílale. No dejes que se levante.
Fue a la cocina. Abrió el agua. Los ojos del perro se cerraron. Su respiración se hizo más lenta. Sus patas empezaron a agitarse. Bajo los párpados, parecía que sus ojos fluctuaban.
– ¡Chris! -grité- ¡Deprisa!
Toast se acercó y empujó con el hocico mi mano. Jam se había retirado a un rincón, donde mordisqueaba un trozo de cuero.
– ¡Chris! -Volvió con un cuenco de agua-. Se está muriendo. Creo que se está muriendo.
Chris dejó el agua en el suelo y se inclinó sobre el perro. Lo examinó y apoyó una mano sobre su flanco.
– Está dormido -dijo.
– Pero mira sus patas, sus ojos.
– Está soñando, Livie. Los animales sueñan, como nosotros. -Hundió los dedos en el agua y los acercó a la nariz del pachón. Se agitó. El perro abrió un poco los ojos. Lamió los dedos de Chris. Su lengua estaba casi blanca-. Sí, hazlo así. Poco a poco. Tranquilo.
Volvió a meter los dedos en agua, los alzó otra vez, miró cómo el perro le lamía la mano. La cola del perro golpeó el banco. Tosió. Chris siguió dándole agua con paciencia. Duró una eternidad. Cuando terminó, bajó el perro con delicadeza y lo depositó sobre unas mantas extendidas en el suelo. Toast se acercó para olisquear los bordes de las mantas. Jam se quedó donde estaba, mordisqueando.
– ¿Dónde has estado? -pregunté-. ¿Qué ha pasado? ¿De dónde lo sacaste?
Entonces, una voz masculina gritó desde el otro extremo de la barcaza.
– ¡Chris! ¿Estás ahí? Acabo de recibir el mensaje. Lo siento.
– Estoy aquí, Max -gritó Chris sin volverse.
Un tipo mayor apareció. Era calvo, con un parche en el ojo. Iba vestido impecablemente con traje azul marino, camisa blanca y corbata a topos. Llevaba un maletín negro de médico. Me miró, después a Chris. Vaciló.