– Es de confianza -dijo Chris-. Te presento a Livie.
El tío me saludó con un cabeceo y pasó de mí al instante.
– ¿Qué habéis conseguido? -preguntó a Chris.
– Me llevé este. Robert se llevó otros dos. Su madre tiene el cuarto. Este es el que está peor.
– ¿Algo más?
– Diez hurones. Ocho conejos.
– ¿Dónde?
– Sarah. Mike.
– ¿Y este? -Se agachó para mirar al perro-. Da igual. Ya lo veo. -Abrió el maletín-. Saca a los otros, ¿quieres? -sugirió, señalando a Toast y Jam.
– No irás a matarle, ¿verdad, Max? Yo lo cuidaré. Dame lo que necesito y yo haré el resto.
Max levantó la vista.
– Llévate a los perros, Chris.
Cogí sus correas de los clavos que había en la pared.
– Vamonos -dije a Chris.
No pasamos del camino de sirga. Vimos que los perros tiraban de las correas para ir hacia el puente. Olfatearon el muro, se detuvieron a menudo para bautizarlo. Se acercaron al agua y ladraron a los patos. Jam se sacudió, como si estuviera mojado. Toast hizo lo mismo, perdió el equilibrio, cayó sobre su hombro y volvió a levantarse. Chris silbó. Se volvieron, corrieron en nuestra dirección.
– ¿Y bien? -dijo Chris cuando Max se reunió con nosotros.
– Le concederé cuarenta y ocho horas. -Max abrió el maletín-. Te he dejado pildoras. Dale de comer arroz hervido y cordero picado. Media taza. Veremos qué pasa.
– Gracias -dijo Chris-. Le llamaré Beans.
– Yo le llamaría «afortunado».
Max acarició la cabeza de Toast cuando los perros volvieron con nosotros. Tiró con suavidad de las orejas de Jam.
– Este ya está preparado para ir a casa -dijo a Chris-. Hay una familia en Holland Park.
– No lo sé. Ya veremos.
– No puedes quedártelos todos.
– Lo sé.
Max consultó su reloj.
– Justo a tiempo. -Rebuscó en su bolsillo. Los dos perros aullaron y retrocedieron unos pasos. El hombre sonrió y tiró una galleta a cada uno-. Duerme un poco -dijo a Chris-. Buen trabajo.
Me saludó con un cabeceo por segunda vez y se encaminó en dirección al puente.
Chris trasladó su saco a la zona de los animales. Pasó la mañana durmiendo al lado de Beans. Me llevé a Toast y Jam al cuarto de trabajo y, mientras se distraían con un juguete, intenté organizar las cajas, las herramientas, las tablas. Cada dos por tres, tomaba nota de mensajes telefónicos. Todos era críticos, como «Dile a Chris que sí sobre Vale de las perreras de March», «A la espera en Laundry Farm», «Cincuenta palomas en Lancashire P-A-L», «Nada todavía sobre Boots. A la espera de noticias de Sonia». Cuando Chris se despertó a las doce y cuarto, ya había comprendido lo que antes no conseguía.
Me ayudaron las noticias de la BBC, cuando informaron que el Movimiento de Liberación Animal había actuado en Whitechapel la noche anterior. Cuando Chris entró en el cuarto de trabajo, estaban entrevistando a alguien que decía, con voz airada:
– … han destruido sin el menor escrúpulo quince años de investigaciones médicas por culpa de su ciega estupidez.
Chris se detuvo en el umbral con una taza de té en la mano.
Le examiné.
– Robas animales -dije.
– Eso hago.
– ¿Toast?
– Sí.
– ¿Jam?
– Exacto.
– ¿Las ratas de capuchón?
– Y gatos, pájaros y ratones. Algún poni de vez en cuando. Y monos. Montones de monos.
– Pero… es ilegal.
– ¿De veras?
– ¿Por qué…? -Era inconcebible. Chris Faraday, el más sumiso de los ciudadanos. ¿Quién era, en realidad?-. ¿ Qué hacen con ellos?
– Lo que quieren. Descargas eléctricas, ceguera, cráneos fracturados, úlceras de estómago, les cortan la médula espinal, les prenden fuego. Lo que quieren. Solo son animales. No sienten dolor. Pese a tener un sistema nervioso central como nosotros. Pese a tener receptores de dolor y conexiones nerviosas entre esos receptores y el sistema nervioso. Pese a… -Se pasó el dorso de la mano sobre los ojos-. Lo siento. Estoy predicando. Ha sido una noche larga. He de ver a Beans.
– ¿Sobrevivirá?
– Haré todo lo posible.
Se quedó con Beans todo el día y toda la noche, Max regresó a la mañana siguiente. Sostuvieron una tensa conversación.
– Escucha, Christopher -oí que decía Max-, no puedes…
– Sí -le interrumpió Chris-. Lo haré.
Al final, ganó Chris porque llegó a un compromiso. Jam marchó a la casa que Max le había encontrado en Holland Park; nosotros nos quedamos con Beans. Y cuando la barcaza estuvo terminada, se convirtió en un hogar para otros animales arrebatados en la oscuridad, el núcleo de donde Chris extraía su poder clandestino.
El poder. Cuando vimos las fotos de lo que había ocurrido en el río el martes pasado por la tarde, Chris dijo que había llegado el momento de que yo dijera la verdad.
– Tú puedes parar esto, Livie -dijo-. Tú tienes el poder.
Me resultó extraño escuchar aquellas palabras, porque era lo que siempre había deseado.
En eso, supongo, soy más parecida a mi madre de lo que me gustaría. Mientras aprendía a cuidar de los animales, asistía a mis primeras reuniones del Movimiento y me situaba en un empleo que podía ser útil para nuestro fines (era el técnico de menor categoría en el hospital para animales del zoo de Londres), mi madre ponía en marcha sus planes para Kenneth Fleming.
En cuanto supo que abrigaba el sueño secreto de jugar al criquet por Inglaterra, tuvo acceso a la brecha que buscaba en su matrimonio con Jean Cooper. Habría sido incomprensible para mi madre que Kenneth y Jean hubieran sido no solo compatibles, sino también felices mutuamente y con la vida que había forjado para ellos y sus hijos. Al fin y al cabo, Jean era inferior a Kenneth, desde un punto de vista intelectual. Al fin y al cabo, le había tendido una trampa para casarse, a la que él, al fin y al cabo, se había sometido en nombre del deber y la responsabilidad, pero no en nombre del amor. Para mi madre, estaba atado a un arado atascado en el barro desde hacía mucho tiempo. El criquet sería su medio de liberación.
No actuó con precipitación ni imprudencia. Kenneth todavía era un miembro del equipo de criquet de la imprenta, así que empezó asistiendo a los partidos. Al principio, los hombres se quedaron patidifusos por su aparición, silla plegable en mano y sombrero para protegerse del sol en la cabeza, al borde de su campo, en Mile End Park. Ella era la «Señora» para los chicos del pozo, y tanto ellos como sus familias se mantuvieron alejados.
Mi madre no se arredró. Ya estaba acostumbrada. Sabía que era una figura impresionante, con sus trajes de verano, los zapatos y bolsos a juego. También sabía que mucho más que Hyde Park, Green Park y la City de Londres separaban su vida y experiencia de las de sus empleados. No obstante, esperaba ganarse su confianza a la larga. En cada partido, iba confraternizando cada vez más con las esposas de los jugadores. Hablaba con sus hijos. Se convirtió en una de ellas, pero alejada un paso al mismo tiempo. Gritaba «¡Oh, bien jugado! ¡Bien jugado!» desde las líneas laterales, al lado de las jarras de té y las galletas que siempre traía consigo; hacía comentarios en los descansos, después del partido, o más tarde, en el trabajo, sobre una entrada especialmente buena. Los jugadores y sus familias llegaron a aceptar, e incluso desear, su presencia. Por fin, estableció reuniones regulares del equipo, alentó estrategias, espió a otros equipos y buscó consejo.
Hasta efectuó incursiones en los recelos de Jean Cooper por su presencia en los partidos. Sabía que una de las claves del futuro de Kenneth consistía en ganarse la confianza de Jean, y se dedicó a ello en cuerpo y alma. Se mostró interesada en los estudios de los dos niños mayores. Se sumergió en conversaciones sobre la salud y el desarrollo del menor, un niño de tres años llamado Stan que era lento en hablar y caminaba con torpeza, cuando ya habría debido moverse con seguridad sobre sus pies.