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– Olivia era como Stan a su edad -confesó mi madre-, pero a los cinco años, no se estaba quieta en ninguna parte y habría tenido que ponerle un bozal para que dejara de hablar. -Mi madre rió con elegancia al recordar sus angustias pretéritas-. Cómo nos preocupamos por ellos, ¿verdad?

Un toque simpático, ese «nos».

Era como si aquel desafortunado día en el mercado de Billingsgate nunca hubiera existido entre Jean y mi madre. Su lugar fue ocupado por discusiones sobre el coste del cuidado de los hijos, sobre el notable parecido de Jimmy con su padre, sobre el instinto maternal de Sharon, que empezó a demostrar el mismo día que Jean llegó a casa con el pequeño Stan del hospital. Mi madre evitó cualquier tema en el que Jean se hubiera sentido inferior. Si iban a ser cómplices en el renacimiento personal de Kenneth, tenían que ser iguales. Jean tendría que acceder a la larga a lo que antes era impensable, y mi madre era lo bastante lista para saber que solo podría ganarse la aceptación de Jean si esta pensaba que la idea era suya, al menos en parte.

Me he preguntado si mi madre llevó a la práctica sus planes de una manera sistemática, o si dejó que siguieran una pauta orgánica. También me he preguntado si decidió sus objetivos en el mismo momento que vio a Kenneth Fleming en el pozo. Lo más notable y audaz de sus maquinaciones es que parecen (incluso a mí, ahora que sé la verdad) incuestionablemente naturales, una secuencia de acontecimientos que es imposible analizar, desde cualquier punto de vista, con la esperanza de encontrar un Maquiavelo en su raíz.

¿De dónde surgió la idea de que el equipo necesitaba un capitán? De la lógica, por supuesto. De una pregunta, cortés y perpleja, que dejaba caer de vez en cuando: díganme, el equipo inglés tiene un capitán, ¿verdad? Los equipos regionales tienen un capitán, ¿verdad? De hecho, el primer equipo de cada colegio del país debe de tener un capitán. Tal vez los chicos de Artes Gráficas Whitelaw también deberían tener un capitán.

Los chicos habían elegido un capataz. ¿Quién mejor para dirigir el juego que el mismo chico que supervisaba su trabajo? Claro que tal vez no era una buena idea, después de todo. La habilidad necesaria para gestionar el pozo de Artes Gráficas Whitelaw no era la misma que para organizar el campo de criquet, ¿verdad? Y aunque fuera así, debería hacerse cierta distinción entre el tiempo dedicado al trabajo y el tiempo dedicado al placer. ¿Cómo podía efectuarse dicha distinción, si el capataz de la empresa era el capitán del equipo? ¿No sería mejor que el capitán fuera uno de los chicos del equipo, en lugar del capataz? ¿No sería más positivo para la camaradería de los empleados que el capitán fuera uno cualquiera de los chicos?

Sí, sí. Los chicos lo vieron así, y también el capataz. Se reunieron para dirimir una segunda elección, alguien que conociera el juego, que hubiera jugado en el colegio, alguien que inspirara confianza en el campo, bateador o lanzador. Tenían dos lanzadores muy decentes: Shelby, el cajista, y Franklin, el encargado de mantenimiento. Y tenían a un bateador estelar: Fleming, que trabajaba media jornada en una de las prensas, y otra media en tareas de gestión. Bien, ¿qué les parecía Fleming? ¿Serviría? Si le elegían, ni Shelby ni Franklin podrían pensar que el equipo consideraba al otro mejor lanzador. ¿Por qué no darle una oportunidad a Fleming?

Y así, Kenneth se convirtió en capitán del equipo. No iba a ganar más dinero, y el prestigio sería más o menos el mismo, pero eso daba igual porque la cuestión era estimular su apetito por el juego, alentar su imaginación sobre el futuro y engatusarle para que olvidara el sórdido presente.

Nadie se sorprendió, y mucho menos mi madre, cuando Kenneth tuvo un gran éxito en su papel de capitán. Disponía a los jugadores con inteligencia y precisión, los cambiaba de posición hasta situarlos donde jugaban mejor. Veía el juego como una ciencia, en lugar de una oportunidad de ganar popularidad entre los chicos. Sus prestaciones eran las de siempre. Con un bate en la mano, Kenneth Fleming era mágico.

Nunca jugó al criquet para conseguir la adulación del público. Jugaba al criquet porque amaba el juego. Y demostraba ese amor, desde la deliberación con que montaba guardia en la línea de base, hasta la sonrisa que iluminaba su rostro un segundo después de golpear la bola. Por lo tanto, fue el primero en acceder con entusiasmo cuando un anciano caballero llamado Hal Rashadam, que había asistido a tres o cuatro partidos, ofreció sus servicios como entrenador del equipo. Por echar una cana al airé, dijo Rashadam. Me encanta el juego. Yo también jugaba cuando estaba én forma. Siempre me gusta ver jugar bien al criquet.

¿Un entrenador para un equipo de criquet de una imprenta? ¿Dónde se había visto algo semejante? Los chicos le habían visto al borde del campo, acuclillado, acariciándose la barbilla, asintiendo, hablando solo sin parar. Pensaban que era un chiflado del vecindario, y como tal le habían catalogado. De modo que, cuando Rashadam les abordó después de un partido particularmente difícil contra una fábrica de neumáticos de Hag-gerston, y les explicó su opinión sobre cómo habían jugado, la primera idea de los chicos fue decirle que se metiera en sus asuntos.

Fue mi madre quien dijo:

– Esperen un momento, caballeros. Hay algo… ¿De qué está hablando, señor?

Y debió decirlo con tal ingenuidad que nadie sospechó el tiempo que había tardado en convencer a Hal Rashadam de que echara un serio vistazo a los chicos de Artes Gráficas Whitelaw, y sobre todo a uno de ellos. Porque, no os llaméis a engaño, mi madre estaba detrás de la aparición de Rashadam, como cualquiera con un gramo de cerebro habría adivinado en cuanto se presentó.

– Rashadam-dijo Kenneth Fleming-. ¿Rashadam? -Se dio una palmada en la frente y rió-. Caray, palurdos -dijo a sus compañeros-. ¿No sabéis quién es?

Harold Rashadam. ¿Os suena el nombre? Seguro que no, si no seguís el juego con la pasión de Kenneth Fleming. Rashadam fue apartado del criquet unos treinta años antes por culpa de un hombro lesionado que se negó a curar bien, pero cuando jugó durante dos breves años por Derbyshire e Inglaterra, se destacó como un jugador versátil y dotado.

La gente cree lo que quiere creer, y por lo visto, los chicos de Artes Gráficas Whitelaw quisieron creer que Hal Rashadam se había dejado caer, por su campo casualmente, cuando iba a visitar a alguien que vivía en las cercanías de Mile End Park. Pasaba por aquí, les dijo, y se tragaron la información como gatos ansiosos de nata. También quisieron creer que, como había dicho, ofrecía sus servicios gratis, por amor al juego y nada más. Jubilado, dijo, con todo el tiempo del mundo, tengo ganas de hacer algo que aparte mi mente de estos huesos. Además, querían confiar en el hecho de que Rashadam estaba interesado por el grupo, no por los individuos, y que el grupo se beneficiaría de su presencia de alguna manera oscura, solo relacionada en parte con el criquet.

Mi madre les alentó.

– Le ruego que nos deje pensar en su oferta, señor Rashadam -dijo. Se reunió con los chicos e interpretó el papel de la señora Cautela-. ¿Es cierto lo que dice?

¿Y quién era Rashadam cuando era alguien?

Alguien llevó a cabo la investigación, desenterró viejos recortes de periódicos y le llevó un ejemplar del Wisden Cricketers' Almanack para que lo viera con sus propios ojos. Mi madre viró de la señora Cautela a la señora Interés, exaltada sin duda para sus adentros al ver cuánto había emocionado la aparición de Rashadam en el Mile End Park a Kenneth Fleming.

¿Cómo conoció a Rashadam?, os estaréis preguntando. ¿Os estáis preguntando cómo demonios pudo Miriam Whitelaw, ex maestra, sacarse de la chistera un jugador de criquet genial?

Debéis pensar en los años de su vida que consagró a trabajos voluntarios, y lo que esos años significaron en términos de contactos, de gente que conocía, de organizaciones que le debían uno u otro favor. Solo necesitaba un amigo de un amigo. Si conseguía que alguien como Rashadam visitara Mile End Park un domingo por la tarde y paseara a lo largo del campo detrás de los espectadores, sus sillas plegables y sus cestas de la merienda, el talento de Kenneth Fleming haría el resto. Estaba segura.