En esencia, pues, la fase uno del plan de mi madre para Kenneth estaba concluida. La necesidad de mudarse a Kent constituía la fase dos.
Kenneth debió compartir cada momento del drama con mi madre. Primero, porque trabajaban juntos en las horas que él dedicaba a la gerencia. Segundo, porque era gracias a lo que él consideraba sin duda generosidad y confianza en sus capacidades por parte de mi madre que había recibido la oferta de jugar en un equipo regional. Pero ¿qué podía hacer con los problemas derivados de jugar en el equipo de Kent?, debió preguntar a mi madre. No podía trasladar a su familia a Kent. Jean tenía su trabajo en el mercado de Billingsgate, qué cada vez sería más crucial para la supervivencia de la familia si aceptaba la oportunidad. Aunque pudiera pedirle que hiciera el largo viaje (y no podía, no quería, estaba fuera de toda duda), no quería que condujera desde Canterbury a Londres Este en plena noche, al volante de un coche viejo que podía dejarla tirada en cualquier sitio. Era impensable. Además, toda la familia de Jean vivía en la Isla de los Perros. Los amigos de los niños también. Y siempre había que pensar en el problema del dinero. Porque aunque Jean continuara trabajando en el mercado de Billingsgate, ¿cómo sobrevivirían si ganaba menos que en la imprenta? Había demasiados problemas económicos de por medio. Los gastos del traslado, los gastos de encontrar un lugar apropiado para vivir, los gastos del coche… No había suficiente dinero, así de sencillo.
Imagino la conversación entre Kenneth y mi madre. Están en la oficina del tercer piso que antes había ocupado mi padre. Ella está leyendo una serie de contratos, mientras sobre el escritorio una tetera de porcelana blanca con rebordes azules despide un hilo de humo Earl Grey. Ya es tarde, cerca de las ocho de la noche, cuando el silencio reina en el edificio, y cinco guardias inmigrantes manejan escobas, mochos y trapos entre las maquinarias inmóviles del pozo.
Kenneth entra en la oficina con otro contrato para que mi madre lo examine. Se quita las gafas y se frota las sienes. Ha cerrado las luces del techo porque le dan dolor de cabeza. La lámpara del escritorio arroja sombras sobre las paredes, como huellas de manos gigantescas.
– He estado pensando, Ken -dice mi madre.
– He calculado el presupuesto del trabajo para el Ministerio de Agricultura -dice él-. Creo que lo obtendremos.
Le tiende la documentación.
Mi madre deja el presupuesto en una esquina del escritorio. Se sirve otra taza de té. Va a buscar otra para él. Se cuida mucho de no volver a su silla. Nunca se sienta detrás del escritorio cuando él está en la oficina, porque sabe que hacerlo es definir el abismo que existe en su relación.
– He estado pensando en ti -dice-. Y en Kent.
Él levanta las manos y las deja caer en un gesto de resignación.
– Aún no les has contestado, ¿verdad? -pregunta mi madre.
– Lo he ido posponiendo. Me gusta aferrarme al sueño el mayor tiempo posible.
– ¿Cuándo han de saberlo?
– Dije que telefonearía el fin de semana.
Mi madre le sirve el té. Sabe cómo lo toma (con azúcar pero sin leche), y le extiende la taza. Hay una mesa a un lado de la oficina donde las sombras son más profundas, le conduce hasta ella y le dice que se siente. Kenneth aduce que debería marcharse, Jean se estará preguntando qué le ha pasado, hay una cena familiar en casa de sus padres, ya va con retraso, habrá cogido a los chicos y se habrá ido sin él… Pero no hace el menor ademán por marcharse.
– Es muy independiente tu Jean -dice mi madre.
– Lo es -reconoce él. Remueve el té, pero no lo bebe aún. Deja la taza sobre la mesa y se sienta. Es flaco, más que cuando era un muchacho, y da la impresión de que llena una habitación como otros hombres no consiguen. Algo emana de él, una especie de fuerza vital peculiar, como energía desasosegada, pero más que eso.
Mi madre se da cuenta. Está sintonizada con él.
– ¿No hay ninguna posibilidad de que ella pueda encontrar trabajo en Kent? -pregunta.
– Oh, ya lo creo, pero tendría que trabajar en una tienda, o en un bar. No ganaría lo suficiente para compensar nuestros gastos.
– ¿No tiene… ningún talento, Ken?
Mi madre sabe la respuesta a esa pregunta, por supuesto, pero quiere que la diga él.
– ¿Quieres decir talento para el trabajo? -Da vueltas a la taza-. Lo que ha aprendido en el bar de Billingsgate.
Muy poco es la respuesta verdadera. Al igual que Ha servido mesas, llenado facturas, manejado la caja registradora, devuelto cambio.
– Sí, entiendo. Eso complica las cosas, ¿verdad?
– Imposibilita las cosas.
– Las pone… ¿difíciles, digamos?
– Difíciles. Complicadas. Imposibles. Chungas. Todo se reduce a lo mismo, ¿verdad? No hace falta que me lo recuerdes. Yo me lo he buscado.
No es la alusión que mi madre habría elegido, así que se apresura a continuar antes de que él pueda terminarla.
– Quizá haya otra alternativa, que no provoque tantos trastornos en tu vida familiar.
– Podría pedir una oportunidad en Kent. Podría ir y venir y demostrar que no representa ningún problema, pero lo del dinero… -Aparta la taza de té-. No. Ya soy mayor, Miriam. Jean ha renunciado a sus sueños infantiles y ya es hora de que yo haga lo mismo.
– ¿Te lo ha pedido?
– Dice que hemos de pensar en los chicos, lo que es mejor para ellos, no para nosotros. No puedo discutir eso. Podría dejar la imprenta, ir y venir de Kent durante años, y terminar con los bolsillos igual de vacíos que ahora. Ella pregunta si vale la pena correr el riesgo cuando no hay nada garantizado.
– ¿Y si algo estuviera garantizado? Tu trabajo aquí, por ejemplo.
Compone una expresión pensativa. Mira a mi madre con aquel aire sincero, los ojos clavados en su cara como si leyera su mente.
– No podría pedirte que me guardaras el puesto. Sería injusto para con los demás hombres. Aunque lo hicieras por mí, hay demasiadas dificultades que superar.
Mi madre se acerca a su escritorio. Vuelve con una libreta.
– Vamos a hacer la lista, ¿te parece? -dice.
Él protesta, pero sin mucho entusiasmo. Mientras pueda compartir sus sueños con alguien después de trabajar, es como si no hubiera renunciado a ellos. Dice que ha de telefonear a Jean, avisarla de que aún tardará. Y mientras localiza a su familia, mi madre pone manos a la obra, hace una lista y una contralista, y llega a la conclusión a la que sin duda debió llegar la primera vez que le vio enviar una bola fuera de los límites de Mile End Park. Oxford estaba fuera de su alcance, en efecto, pero otras vías se abrían al futuro.
Hablan. Dan vueltas algunas ideas. Ella sugiere. Él protesta. Discuten algunos puntos delicados. Por fin, abandonan la imprenta y van a un chino de Limehou-se, y mientras cenan continúan mareando los datos. Sin embargo, mi madre guarda un as en la manga que procura reservarse para el finaclass="underline" Celandine Cottage, en los Springburns. Y Kent.
Celandine Cottage ha sido de nuestra familia desde 1870, más o menos. Durante un tiempo, mi bisabuelo lo utilizó para alojar a su amante y a sus dos hijos. Pasó a mi abuelo, que se retiró allí. Pasó a mi padre, que lo alquiló a una sucesión de campesinos, hasta que se puso de moda pasar los fines de semana en el campo, íbamos de tanto en tanto cuando era adolescente. Nadie la ocupaba en aquel momento.
¿Y si Kenneth utilizaba Celandine Cottage como base de operaciones?, sugirió mi madre. Así podría quedarse en Kent. ¿Y si renovaba, ajardinaba, pintaba y enyesaba todo cuanto fuera necesario, a cambio del alojamiento? ¿Y si trabajara en la imprenta cuando pudiera y reuniera propuestas para trabajos de imprenta en sus ratos libres? Mi madre le pagaría esa dedicación, lo cual solucionaría en parte sus problemas económicos. ¿Y si Jean y los niños se quedaban en la Isla de los Perros, donde Jean conservaría su trabajo, donde los niños no se alejarían de su familia ni de sus amigos, y Kenneth se los llevaba al campo los fines de semana? Eso minimizaría el cambio en sus vidas, mantendría unida a la familia y daría a los niños la oportunidad de triscar al aire libre. De esa forma, si Ken no conseguía abrirse paso en el mundo del criquet profesional, al menos lo habría intentado.