Выбрать главу

Mi madre era Mefisto. Fue su momento supremo. Y tenía buena intención. Lo creo firmemente. La mayoría de la gente, en el fondo, siempre tiene buenas intenciones, me parece…

– Livie, ven a echar un vistazo -grita Chris.

Echo la silla hacia atrás y estiro la cabeza para ver el cuarto de trabajo por la puerta de la cocina. Ha terminado la jaula. Félix la está explorando. Da un salto vacilante y olfatea. Otro saltito.

– Necesita un jardín para estar a sus anchas -comento.

– Desde luego, pero como no tenemos jardín, esto le servirá hasta que cambie de alojamiento.

Chris mira a Félix cuando entra, se acerca a la botella de agua y bebe. La botella tintinea contra la jaula como los vagones de un tren contra la vía.

– ¿Cómo saben hacer eso? -pregunto.

– ¿El qué? ¿Beber de la botella? -Devuelve los tornillos a sus estuches correspondientes, por tamaño. Guarda el martillo y tira el serrín acumulado sobre la mesa en un cubo-. Un proceso de observación y exploración, diría yo. Explora el nuevo alojamiento, tropieza con la botella de agua, la examina con el hocico, pero como ya ha estado antes en una jaula, puede que sepa lo que va a encontrar.

Contemplamos al conejo, yo desde mi silla de la cocina, Chris desde detrás de la mesa de trabajo. Al menos, Chris contempla al conejo. Yo contemplo a Chris.

– Ha habido mucha tranquilidad últimamente, ¿verdad? -digo-. Hace días que el teléfono no suena.

Asiente. Ambos hacemos caso omiso de la llamada que ha recibido hace tan solo una hora, porque los dos sabemos de qué estoy hablando. Ni llamadas sociales ni llamadas de negocios. Llamadas del MLA. Pasa la mano sobre la jaula de Félix, encuentra un punto áspero, le aplica papel de lija.

– ¿No hay nada en preparación, pues? -pregunto.

– Solo Gales.

– ¿Qué es?

– Criaderos de pachones. Si nuestra unidad se apodera de ellos, me ausentaré unos días.

– ¿Quién ha de tomar la decisión? Si hay que tomarla, quiero decir.

– Yo.

– Pues tómala.

Me mira. Envuelve el papel de lija alrededor del dedo. Lo tensa, lo suelta, examina el tubo que ha creado y lo desliza sobre su palma atrás y adelante.

– Lo soportaré -digo-. Estaré bien. Estaré perfecta. Dile a Max que se deje caer por aquí. Paseará a los perros. Después, jugaremos a las cartas.

– Ya veremos.

– ¿Cuándo has de decidirlo?

Devuelve el papel de lija a su sitio.

– Hay tiempo.

– Pero los pachones… Chris, ¿los criaderos están preparados para enviarlos?

– Siempre están preparados para eso.

– Entonces, has de…

– Ya veremos, Livie. Si yo no lo hago, alguien me sustituirá. No té preocupes. Los perros no irán al laboratorio.

– Pero tú eres el mejor. Sobre todo con los perros. Los propietarios de los criaderos, si los perros son lo bastante mayores para ser enviados, esperarán problemas. Se necesita a alguien bueno. Al mejor.

Apaga el fluorescente que ilumina la mesa de trabajo. Félix da vueltas en su jaula. Chris entra en la cocina.

– Escucha, no hace falta que cuides de mí -digo-. Lo detesto. Me siento como si fuera un fenómeno de feria.

Se sienta y coge mi mano. Le da vueltas en la suya. Examina mi palma. Cierra los dedos. Me mira cuando los abro. Ambos sabemos que me concentro en realizar los movimientos con suavidad.

Cuando mis dedos están extendidos, cubre mi mano por completo con la suya.

– Hay dos nuevos miembros en la unidad, Livie -dice-. No estoy seguro de que estén preparados para algo como lo de Gales. No pondré en peligro a los perros por mimar a mi ego. -Su mano aprieta la mía-. Es por eso. No tiene nada que ver contigo, o con esto. ¿Entendido?

– ¿Miembros nuevos? No me lo habías dicho.

Antes, me lo decía. Comentábamos la jugada.

– Debí olvidarme. Hace cuatro semanas que están conmigo.

– ¿Quiénes?

– Un tío llamado Paul y su hermana, Amanda.

Sostiene mi mirada con tal firmeza que lo adivino. Es ella. Amanda. Parece que su nombre cuelga entre nosotros como vapor.

Quiero decir «Amanda. Un nombre muy bonito». Quiero seguir con algo así como «Es ella, ¿verdad? Cuéntame. ¿Cómo te enamoraste? ¿Cuánto tiempo pasó antes de que te acostaras con ella?».

Quiero que diga «Livie» y parezca incómodo, para que yo pueda continuar con «¿No estás rompiendo algunas de tus propias reglas?», como si la certeza no me molestara menos. Quiero decir: «¿No prohibe la organización las relaciones sentimentales? ¿No es lo que siempre me has dicho? Y como los miembros de una unidad, por no mencionar los miembros de todo el jodido grupo, solo saben el nombre de pila de los demás miembros, ¿no obstaculiza eso vuestra relación, o es que habéis intercambiado algo más que fluidos corporales? ¿Sabe ella quién eres? ¿Habéis hecho planes?».

Si digo todo eso, a toda prisa, no me los tendré que imaginar juntos. No me tendré que preguntar dónde o cómo lo hacen. No tendré que pensar en ello si me obligo a hacer las preguntas y ponerle a la defensiva.

Pero no puedo. En otro tiempo lo habría hecho, pero al parecer he perdido aquella parte agresiva de mí.

Me está mirando. Sabe que yo sé. Bastará conque diga una sola palabra para que estalle la discusión que, sin duda, ha prometido a Amanda que sostendremos. «Le hablaré de nosotros», debe susurrar cuando han terminado y sus cuerpos están cubiertos de sudor. «Se lo diré. Lo juro.» Besa su cuello, su mejilla, su boca. La pierna de la chica se enrosca alrededor de la suya. «Amanda», dice, o «Mandy», contra su boca, en lugar de un beso. Se duermen.

No. No pensaré en ellos de esa manera. No pensaré en ellos de ninguna manera. Chris tiene derecho a vivir su vida, como yo tengo derecho a vivir la mía. Y yo también violé numerosas normas de la organización cuando era un miembro activo.

Una vez demostré a Chris que estaba en buena forma física (saltar, trepar, arrastrarme, reptar y todo cuanto me ordenó), empecé a asistir a los encuentros abiertos del brazo educativo del MLA. Tenían lugar en iglesias, escuelas y centros comunitarios, donde antiviviseccionistas de media docena de organizaciones abrumaban con información a los ciudadanos. Por su mediación, llegué a conocer los secretos de la investigación con animales: qué hacía Boots en Thurgarton, cómo son las granjas fábrica, cuántos perros de Laundry Farm eran animales domésticos robados, el comportamiento neurótico de visones enjaulados en Halifax, el número de proveedores biológicos que crían animales para laboratorios. Me familiaricé con los argumentos éticos de las dos partes en conflicto. Leí lo que me pasaron. Escuché lo que dijeron.

Desde el primer momento quise formar parte de una unidad de asalto. Me gustaría afirmar que solo ver a Beans la mañana que llegó a la barcaza bastó para que me adhiriera a la causa, pero la verdad es que no quise formar parte de una unidad de asalto porque creyera apasionadamente en la salvación de los animales, sino por Chris. Por lo que deseaba de él. Por lo que quería demostrarle. Oh, no lo admití, por supuesto. Me dije que quería pertenecer a la unidad porque las actividades relacionadas con la liberación de los animales parecían estar henchidas de tensión, del terror de ser capturada con las manos en la masa y, sobre todo, del júbilo resultante de llevar a cabo un asalto con éxito. Hacía meses que me mantenía alejada de las calles. Me sentía inquieta, necesitada de una dosis decente de la excitación que provoca lo desconocido, el peligro y escapar del peligro por un pelo. Participar en un asalto se me antojaba justo lo necesario.