Выбрать главу

Las unidades de asalto estaban constituidas por especialistas y comandos. Los especialistas preparaban el camino (se infiltraban en el objetivo varias semanas antes, robaban documentos, fotografiaban a los sujetos, dibujaban planos del entorno, descubrían sistemas de alarma y, en última instancia, los desactivaban para los comandos). Los comandos realizaban el asalto por la noche, dirigidos por un capitán cuya palabra era ley.

Chris nunca cometía un error. Se reunía con sus especialistas, se reunía con el núcleo dirigente del MLA, se reunía con los comandos. Los grupos nunca se veían entre sí. Él era el enlace entre todos.

Mi primer asalto con la unidad tuvo lugar casi un año después de que Chris y yo nos conociéramos. Yo había querido adelantarlo, pero él no permitió que abreviara el proceso por el que pasaba todo el mundo. Por lo tanto, ascendí poco a poco en la organización, obsesionada por derribar lo que consideraba las defensas levantadas por Chris contra mí. Se dará cuenta de lo innoble que era, sin duda.

Mi primer asalto fue realizado contra unos experimentos sobre lesiones en la espina dorsal que tenían lugar en una universidad de ladrillo rojo, a dos horas de Londres, donde Chris había infiltrado a un especialista siete semanas antes. Llegamos en cuatro coches y una furgoneta, y mientras los vigilantes eliminaban las luces de seguridad, los demás nos agachamos detrás de un seto de tejo y escuchamos las últimas instrucciones de Chris.

Nuestro objetivo principal era liberar a los animales, nos dijo. Nuestro objetivo secundario era la investigación. Liberar a los primeros. Destruir la segunda. Pero sólo debíamos pasar al segundo objetivo si se alcanzaba plenamente el primero. Liberar a todos los animales. Más tarde, se decidiría cuántos podían conservarse.

– ¿Conservarse? -susurré-. Chris, ¿no hemos venido para salvarlos a todos? No vamos a devolver algunos, ¿verdad?

No me hizo caso y se bajó el pasamontañas.

– Ahora -dijo, en cuanto se apagaron las luces de seguridad, y envió a la primera oleada de la unidad: los libertadores.

Aún los veo, siluetas negras de pies a cabeza que evolucionaban en la oscuridad como bailarines. Cruzaron el patio y aprovecharon las sombras de los árboles para protegerse. Les perdimos de vista cuando doblaron una esquina del edificio. Chris dirigió el haz de una linterna hacia su reloj, mientras una chica llamada Ka-ren protegía la luz con las manos.

Transcurrieron dos minutos. Yo miraba el edificio. Una aguja de luz parpadeó en una ventana de la planta baja.

– Ya están dentro -dije.

– Ahora -dijo Chris.

Yo estaba en la segunda oleada de la unidad: los transportistas. Equipados con contenedores, atravesamos el patio a toda prisa, pegados al suelo. Cuando llegamos al edificio, dos de las ventanas ya estaban abiertas. Unas manos nos ayudaron a entrar. Era un despacho, abarrotado de formas de libros, carpetas, un ordenador y una impresora, gráficos en las paredes, planos. Salimos a un pasillo. Una luz parpadeó una vez a nuestra izquierda. Los libertadores ya habían llegado al laboratorio.

Sólo se oía el sonido de nuestra respiración, el chasquido de las jaulas al abrirse, los débiles maullidos de los gatitos. Las linternas se encendían unos breves segundos y volvían a apagarse, lo justo para comprobar que había un animal en la jaula. Los libertadores sacaron a los gatos. Los transportistas corrieron hacia la ventana abierta con los contenedores de cartón. Y los receptores, la oleada final de la unidad, corrieron en silencio con los contenedores hacia los coches y la furgoneta. Toda la operación se había diseñado para durar menos de diez minutos.

Chris entró el último. Iba cargado con la pintura, la arena y la miel. Mientras los transportistas se fundían con la noche y se reunían con los receptores en los coches, los libertadores y él destruían la investigación. Se permitieron dos minutos entre los papeles, los gráficos, los ordenadores y los archivos. Cuando el tiempo terminó, salieron por la ventana y cruzaron a toda velocidad el patio. La ventana se cerró detrás de ellos, tal como estaba antes. Mientras esperábamos al borde del patio, protegidos de nuevo detrás del seto, los vigilantes se materializaron en una esquina del edificio. Se zambulleron en las sombras más profundas de los árboles. Pasaron de sombra a sombra, hasta reunirse con nosotros.

– Un cuarto de hora -dijo Chris-. Demasiado lentos.

Movió la cabeza y le seguimos entre los edificios, de vuelta a los coches. Los receptores ya habían guardado los animales en la furgoneta de Chris y seguido su camino.

– El martes por la noche -dijo Chris en voz baja-. Maniobras prácticas.

Subió a la camioneta. Se quitó el pasamontañas. Yo le seguí. Esperamos hasta que los coches restantes partieron en direcciones diferentes. Chris puso en marcha el motor. Nos dirigimos hacia el sudoeste.

– Genial, genial, genial -dije. Me incliné hacia delante. Tiré de Chris hacia mí. Le besé. Se enderezó y clavó los ojos en la carretera-. Ha sido genial. Ha sido cojonudo. ¡Dios! ¿Nos has visto? ¿Nos has visto? Éramos invisibles. -Reí y aplaudí-. ¿Cuándo lo volveremos a hacer? Contesta, Chris. ¿Cuándo lo volveremos a hacer?

No contestó. Pisó con más fuerza el acelerador. La camioneta salió disparada hacia adelante. A nuestras espaldas, los contenedores de cartón retrocedieron unos centímetros. Varios gatitos maullaron.

– ¿Qué vamos a hacer con ellos? Chris, contesta. ¿Qué vamos a hacer con ellos? No nos los podemos quedar todos. Chris, no pensarás quedártelos todos, ¿verdad?

Me miró. Desvió la vista hacia la carretera. Las luces del tablero de instrumentos tiñeron de amarillo su cara. Los faros alumbraron la señal de la M 20. Guió la camioneta hacia la izquierda, en dirección a la autopista.

– ¿Ya tienen hogares previstos? ¿Los vamos a entregar por la mañana, como la leche? Quedémonos uno. Será como un recuerdo. Le llamaré Asalto.

Chris dio un respingo. Daba la impresión de que los ojos le escocían.

– ¿Te has hecho daño? -pregunté-. ¿Te has cortado? ¿Te has hecho daño en las manos? ¿Quieres que conduzca yo? Yo conduciré. Frena, Chris. Déjame conducir.

Pisó con más fuerza el acelerador. Vi que la aguja del velocímetro escoraba hacia la derecha. Los gatitos chillaron.

Me revolví en el asiento y acerqué uno de los contenedores.

– Bien, vamos a ver lo que tenemos aquí.

– Livie -dijo Chris.

– ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? ¿Te alegras de haber escapado de ese lugar feo y horrible?

– Livie -dijo Chris.

Pero yo ya había abierto la tapa y sostenía una bolita de pelo en la mano. Vi que era un gatito atigrado, de color pardogrisáceo y blanco, de orejas y ojos grandes.

– Oh, qué dulzura -dije, y dejé al animal sobre mi regazo. Maulló. Sus diminutas garras se clavaron en mis mallas. Empezó a reptar hacia mis rodillas.

– Ponlo en su sitio -dijo Chris, justo cuando reparé en las patas traseras del gato. Colgaban, inútiles y deformes, detrás de él. Su cola era una masa flaccida. Una incisión larga y delgada corría a lo largo de su espina dorsal, sujetada mediante grapas metálicas incrustadas de sangre. Hacia el lomo, la incisión rezumaba pus, que manchaba el pelaje.

Noté que me encogía.

– ¡Mierda! -dije.

– Ponlo en el contenedor -ordenó Chris.

– Yo… ¿Qué…? ¿Qué le han hecho?

– Le han roto la espina dorsal. Ponlo en su sitio.

No pude. No me atrevía a tocarlo. Apreté la cabeza contra el respaldo del asiento.

– Quítamelo de encima -dije-. Por favor, Chris.

– ¿Qué te pensabas? ¿Qué coño te pensabas?

Cerré los ojos. Sentí las diminutas garras clavadas en mi piel. Vi al gatito entre mis pestañas. Me quemaban. Me ardía la cara. El gatito maulló. Noté que rozaba mi mano con su cabecita.