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– Voy a vomitar -dije.

Chris se desvió hacia el arcén. Salió, cerró la puerta de golpe y se acercó a mi lado. Abrió mi puerta con violencia. Le oí maldecir.

Me quitó el gatito y me sacó de la camioneta.

– ¿Qué te pensabas que era? ¿Un juego? ¿Qué te pensabas que era, por el amor de Dios?

Su voz era tensa y ronca. Fue lo que me impulsó a abrir los ojos, más que sus palabras. Parecía que le hubieran dado una patada en el estómago, tal como me sentía yo. Acunó al gatito contra su pecho.

– Ven aquí -dijo. Caminó hacia la parte posterior de la camioneta-. He dicho que vengas aquí.

– No me hagas…

– Maldita sea. Ven aquí, Livie. Ya.

Abrió la puerta de atrás. Empezó a romper las tapas de los contenedores.

– Mira -dijo-. Livie. Ven aquí. He dicho que mires.

– No es necesario.

– Tenemos espinas dorsales rotas.

– No.

– Tenemos cráneos abiertos.

– No.

– Tenemos enchufes montados en los cráneos y…

– ¡Chris!

– … y electrodos suturados en los músculos.

– Por favor.

– No. Mira. Mira.

Y entonces, su voz se quebró. Apoyó la frente contra la camioneta. Y empezó a llorar.

Le miré. No podía moverme. Sus sollozos y los gritos de los animales se fundieron. Solo deseaba encontrarme a cientos de kilómetros de aquel arcén estrecho y oscuro, donde soplaba una brisa fría procedente de un canal lejano. Sus hombros se agitaron. Di un paso hacia él. Supe en aquel instante que no lograría redimirme si no miraba. Los cuerpos semiafeitados y destrozados, los miembros marchitos, los tumores y las suturas, los coágulos de sangre seca.

Sentí calor, y después frío. Pensé en mis palabras. Pensé en todo lo que ignoraba. Me di la vuelta.

– Ven, Chris -dije-. Dámelo. -Aflojé los dedos de Chris, cogí al gatito y lo acuné en mis manos. Lo devolví al contenedor. Cerré las tapas de los demás. Cerré la puerta de la camioneta y cogí el brazo de Chris-. Ven.

Le conduje hacia el asiento del acompañante.

– ¿Dónde nos espera Max? -pregunté cuando estuvimos dentro, porque ahora ya sabía lo que había ocultado durante toda la planificación del asalto-. Chris, ¿dónde hemos de encontrarnos con Max?

Bajamos uno a uno aquellos gatitos. Max administró las inyecciones. Chris y yo los sostuvimos. Los apretamos contra nuestro pecho, para que su última sensación fuera la de un corazón humano que latía al unísono con ellos.

Cuando terminamos, Max me apretó el hombro.

– No ha sido la iniciación que esperabas, ¿verdad?

Negué con la cabeza, aturdida. Dejé el último cadáver en la caja que Max había preparado a tal fin.

– Buen trabajo, muchacha -dijo Max.

Chris se volvió y salió al amanecer. Era justo antes del alba, cuando el cielo se debate entre la oscuridad y la luz, y ambas existen al mismo tiempo. Hacia el oeste, el cielo exhibía un color plomizo. Hacia el este, estaba cubierto de nubes festoneadas de rosa.

Chris estaba al lado de la camioneta, con el puño sobre el techo. Contemplaba la aurora.

– ¿Por qué hace la gente esas cosas? -pregunté.

Meneó la cabeza. Entró en la camioneta. De vuelta a Little Venice, le cogí la mano. Quería consolarle. Quería aliviar su dolor.

Cuando volvimos a la barcaza, Toast y Bean salieron a nuestro encuentro. Lloriquearon y se frotaron contra nuestras piernas.

– Quieren ir a dar un paseo -dije-. ¿Me los llevo?

Chris asintió. Tiró su mochila sobre una silla y se dirigió a su habitación. Oí que cerraba la puerta.

Saqué a los perros y paseamos por la orilla del canal. Persiguieron una pelota, pelearon entre sí y gruñeron, corrieron para depositar la pelota a mis pies, y volvieron a correr en su persecución con un alegre ladrido. Cuando ya se cansaron y la mañana empezó a llenarse de colegiales y trabajadores que se encaminaban a sus respectivas ocupaciones, volvimos a la barcaea. Estaba a oscuras, de modo que abrí las persianas del cuarto de trabajo. Di comida y agua a los perros. Recorrí con sigilo el pasillo y me detuve ante la puerta de Chris. Llamé. No contestó. Giré el pomo y entré.

Estaba tendido en la cama. Se había quitado la chaqueta y los zapatos, pero llevaba el resto de la ropa: tejanos negros, jersey negro, calcetines negros, con un agujero en el talón de cada uno. No dormía. Contemplaba sin parpadear una fotografía que se erguía entre los libros de su estantería. Ya la había visto antes. Chris y su hermano, a los cinco y ocho años de edad respectivamente. Estaban arrodillados en estiércol y sonreían muy contentos, abrazando el cuello de un asno. Chris iba disfrazado de sir Galahad. Su hermano iba vestido de Robin Hood.

Hundí la rodilla en el costado de su cama. Apoyé la mano sobre su pierna.

– Es extraño -dijo.

– ¿El qué?

– Esto. Yo también iba a ser abogado. Como Jeffrey. ¿Te lo he dicho?

– Solo que él sí es abogado.

– Jeff tiene úlcera. Yo no quería tenerla. Quiero cambiar las cosas, le dije, y así no voy a conseguirlo. Los cambios se logran trabajando dentro del sistema, me dijo. Pensé que se equivocaba, pero era yo el que erraba.

– No.

– No lo sé. No lo creo.

Me senté en el borde de la cama.

– No te equivocaste -dije-. Fíjate en cómo me has cambiado.

– La gente se cambia a sí misma.

– No siempre. Ahora no.

Me tendí a su lado, con la cabeza sobre su almohada, mi cara cerca de la suya. Bajó los párpados. Los toqué con mis dedos. Acaricié sus pestañas. Acaricié las marcas de viruela que cubrían sus pómulos.

– Chris -susurré.

Aparte de cerrar los ojos, no se había movido.

– ¿Hum?

– Nada.

¿Ha deseado tanto a alguien que ha llegado a dolerle la entrepierna? A mí me pasó. Mi corazón latía como siempre. Mi respiración no se alteró. Pero me dolía. La necesidad que sentía de él era como un aro al rojo vivo que ciñera mi cuerpo.

Sabía qué debía hacer, dónde poner las manos, cómo moverme, cuándo desabrochar sus ropas y quitarme las mías. Sabía cómo excitarle. Sabía exactamente qué le gustaría. Sabía la forma de ayudarle a olvidar.

OLIVIA

El dolor trepó por mi cuerpo como una lanza al rojo vivo. Y yo tenía el poder de calmar el dolor. Solo necesitaba volver al pasado. Ser un joven cisne que flotaba en el Serpentine, una nube en el cielo, un gamo en el bosque, un poni salvaje en las tierras de Dartmoor. Ser cualquier cosa que me permitiera funcionar sin sentir. Llevar a cabo uno cualquiera de los cientos de movimientos que una vez había hecho por dinero, y el dolor se disolvería con la rendición de Chris.

No hice nada. Yací en su cama y le vi dormir. Cuando el dolor llegó a mi garganta, había admitido lo peor sobre el amor.

Al principio, le odié. Odié lo que había conseguido. Odié a la mujer en que había logrado transformarme, tal como él había dicho.

Juré que erradicaría aquel sentimiento, y me dediqué a ligar con todos los tíos que podía encontrar. Me los tiraba en coches, de rodillas, en estaciones de metro, en parques, en lavabos de pubs y en la barcaza. Les hacía aullar como perros. Les hacía sudar y llorar. Les hacía suplicar. Les veía arrastrarse. Les oía jadear y chillar. Chris no reaccionaba. Nunca decía una palabra, hasta que empecé a trabajarme a los tíos de nuestra unidad de asalto.

Era muy fácil llevárselos al huerto. Tíos sensibles, que experimentaban la exaltación de un asalto fructífero tanto como yo. Recibían la insinuación de una celebración posterior como los inocentones que eran. Al principio, decían: «Pero no debemos…» y «La verdad, tengo entendido que, fuera de la estructura de las actividades regulares de la organización, no se nos permite…» y «Caray, Livie, no podemos. Dimos nuestra palabra». A lo cual yo respondía: «Bah. ¿Quién va a enterarse? Yo no se lo voy a decir a nadie. ¿Y tú?». Y ellos contestaban, mientras sus mejillas, que parecían piel de melocotón, enrojecían: «Pues claro que no lo diré. No soy de esos». A lo cual yo contestaba, con aire inocente: «¿Cuáles? Solo estoy hablando de tomar una copa juntos». Y entonces, tartamudeaban: «Por supuesto. No pretendía… Ni siquiera se me había ocurrido pensar…».