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A esos tíos me los llevaba a la barcaza. Decían: «Livie, no podemos. Ahí no, al menos. Si Chris nos descubre, estamos acabados». Yo decía: «Deja que yo me preocupe de Christopher», y cerraba la puerta a nuestras espaldas. «¿O es que no quieres hacerlo?», preguntaba. Cerraba mis dedos alrededor de la hebilla de su cinturón y tiraba hacia delante. Levantaba mi boca hacia la suya. «¿O es que no quieres hacerlo?», preguntaba, e introducía los dedos bajo sus tejanos. «¿Y bien?», decía contra su boca, mientras rodeaba su cintura con un brazo. «¿Quieres o no quieres? Será mejor que te decidas.»

En aquel momento, su mente estaba concentrada en un único pensamiento, que ni siquiera era tal. Caíamos sobre la cama y nos quitábamos la ropa a toda prisa. Los prefería gritones, porque en esos casos se hace mucho ruido, y así quería que fuera.

Me estaba cepillando a dos una mañana, después de un asalto, cuando Chris intervino. Entró en mi habitación, muy pálido. Cogió a uno de los tíos por el pelo y al otro por el brazo.

– Estáis acabados. Se terminó.

Les empujó por el pasillo hacia la cocina.

– ¡Eh! -protestó uno-. ¿No eres un poco hipócrita, Faraday?

El otro lanzó un alarido.

– Fuera. Coge tu ropa. Largo -dijo Chris.

Cuando la puerta de la barcaza se cerró con estrépito y los tíos corrieron a casa, Chris regresó.

Me estiré en la cama y encendí un cigarrillo, la indiferencia personificada.

– Aguafiestas -dije con un mohín. Estaba desnuda, y no hice el menor esfuerzo por coger una manta o la bata.

Hundió los dedos en mis palmas. Daba la impresión de que no respiraba.

– Vístete. Ya.

– ¿Por qué? ¿Me vas a echar también?

– No tengo la intención de ponértelo tan fácil.

Suspiré.

– ¿Por qué estás tan enfadado? Solo nos estábamos divirtiendo.

– No. Te estabas metiendo conmigo.

Puse los ojos en blanco y di una calada al cigarrillo.

– Si destruyes toda la unidad, ¿te quedarás satisfecha? ¿Será reparación suficiente por mi parte?

– ¿Reparación de qué?

– De no querer follarte. Porque no quiero. No lo he deseado nunca, y no me propongo empezar ahora, aunque te tires a todos los mentecatos de Londres. ¿Por qué no lo aceptas? ¿Por qué no podemos ser tal como somos? Y vístete, por el amor de Dios.

– Si no me deseas, nunca lo has hecho y no te propones empezar ahora, ¿qué más da si estoy vestida o no? ¿Te estás poniendo caliente?

Se acercó al armario de la ropa y sacó mi bata. Me la tiró.

– Sí que me estoy poniendo caliente, pero no como tú quieres.

– Yo no soy la que quiere -señalé-. Soy la que toma.

– ¿Y qué haces con todos esos tíos? ¿Tomar lo que deseas? No me hagas reír.

– Veo a uno que me gusta. Me lo tiro. Eso es todo. ¿Cuál es el problema? ¿Te molesta?

– ¿Te molesta a ti?

– ¿Qué?

– ¿Mentir? ¿Racionalizar? ¿Interpretar un papel? Por favor, Livie. Empieza a afrontar quién eres. Empieza a aceptar la verdad. -Salió de mi cuarto-. Beans, Toast, vamonos -gritó.

Me quedé donde estaba y le odié.

Empieza a afrontar quién eres. Empieza a aceptar la verdad. Aún le oigo decir eso. Me pregunto cómo afronta quién es él y cómo acepta las verdades cada vez que se encuentra con Amanda.

Está violando las normas de la organización, como yo hice. ¿Qué tipo de racionalización habrá inventado para excusarse? Albergo pocas dudas de que tiene una racionalización preparada para su relación. Puede que la llame «futura esposa» o «la prueba de la lealtad» o «es más fuerte que nosotros» o «necesita mi protección» o «fui seducido» o «por fin he conocido a la mujer por la que vale la pena correr riesgos», pero ha desarrollado alguna ingeniosa justificación que se apresurará a esgrimir en su favor cuando el núcleo de gobierno del MLA le pida cuentas.

Supongo que debo parecer muy cínica, nada compasiva acerca de su situación, amargada, vengativa, aferrada a la esperanza de que le pillarán con los pantalones bajados, pero no me siento cínica, y no soy consciente de esa piedra de indignación al rojo vivo que chisporrotea entre mis pechos cuando pienso en Chris y ella. No me siento impulsada a lanzar acusaciones. Solo considero prudente asumir que casi todo el mundo racionaliza en uno u otro momento. Porque ¿qué mejor manera de evitar ser responsable que racionalizar? Y nadie quiere ser responsable cuando las cosas se ponen feas.

Es con la mejor intención, fue la racionalización de mi madre. Sólo un idiota habría rechazado lo que ofreció a Kenneth Fleming: Celandine Cottage en Kent, un empleo en la imprenta a tiempo parcial durante los meses en que jugaran los equipos regionales, empleo de jornada entera en invierno. Había anticipado todas las posibles objeciones que Jean opondría al plan, y presentó su oferta a Ken de tal manera que todas las objeciones estaban previstas. Todos los implicados salían ganando. Jean solo debía acceder a que Kenneth se mudara a Kent y a un matrimonio a tiempo parcial.

– Piensa en las posibilidades -debió decir mi madre a Kenneth, con la esperanza de que transmitiera el mensaje a Jean-. Piensa en jugar por Inglaterra a la larga. Piensa en todo cuanto eso podría significar para ti.

– Enfrentarme a los mejores jugadores del mundo -musitó Kenneth, con la silla echada hacia atrás y los ojos soñadores, cuando imaginó en su mente a un bateador y un lanzador enfrentados en el campo de juego del Lord's.

– Así como viajes, fama, contratos. Dinero.

– Eso es el cuento de la lechera.

– Solo si no crees en ti como yo creo.

– No creas en mí, Miriam. Ya te decepcioné una vez. -No hablemos del pasado.

– Podría volver a decepcionarte.

Ella apoyó los dedos un momento sobre su muñeca.

– Mucho más seria es la posibilidad de que te decepciones a ti mismo. Y a Jean. Y a los niños.

Se puede imaginar el resto. La fase dos concluyó tal como se había programado. Kenneth Fleming fue a Kent.

No necesito contar la historia del éxito de Kenneth. Los periódicos han estado repitiendo la historia desde el día de su muerte. Nada más morir Kenneth, Hal Rashadam declaró en una entrevista que nunca había visto a un hombre «más destinado por la misericordia y la sabiduría de Dios a practicar este deporte». Kenneth poseía un cuerpo de atleta y un talento natural. Solo esperaba a que alguien supiera compaginar los dos.

Efectuar esta unión de cuerpo y talento requería tiempo y esfuerzo. No era bastante entrenar y jugar en el equipo de Kent. Para que Kenneth alcanzara su máximo potencial, necesitaría un programa que combinara dieta, musculación, ejercicio y entrenamiento. Necesitaría observar a los mejores jugadores del mundo cuando y donde fuera posible. Solo triunfaría si sabía a quiénes se iba a enfrentar y les superaba… en estado físico, en habilidad, en técnica. Tenía que derrotar a las dos desventajas de la edad y la inexperiencia. Eso exigiría tiempo.

Los periodistas de la prensa sensacionalista han apuntado que el fracaso del matrimonio de Kenneth y Jean Cooper siguió una pauta antiquísima. Horas y días dedicados a la consecución de un sueño significaban horas y días alejado de Jean y los niños. El plan de actuar como padre los fines de semana fracasó en cuanto Kenneth y Jean descubrieron cuánto tiempo iba a ser necesario para que alcanzara el estado de forma ideal, puliera sus aptitudes de bateador y estudiara a los posibles rivales del equipo inglés. Muy a menudo, Jean y los niños se desplazaban a Kent los fines de semana, solo para descubrir que su marido y padre estaría el sábado en Hampshire y el domingo en Somerset, y cuando no estaba jugando, practicando o mirando, estaba entrenándose. Cuando no se entrenaba, cumplía sus obligaciones para con Artes Gráficas Whitelaw. Por lo tanto, la tradicional explicación del abismo que empezaba a abrirse en el matrimonio Fleming gira alrededor de la esposa, abandonada pero aún exigente, y el marido ausente. Pero había algo más.