Выбрать главу

Imagínelo, si tiene ganas. Aquel período en Kent representaba la primera vez en su vida que Kenneth Fleming estaba solo. Había pasado de casa de sus padres a un breve año en la escuela, y de la escuela al matrimonio, y ahora experimentaba la libertad. No era una libertad carente de obligaciones, pero por primera vez las obligaciones estaban relacionadas con la consecución de un sueño, no con la necesidad de ganar dinero. Ni siquiera necesitaba sentirse culpable por luchar para convertir en realidad el sueño, pues su consecución significaría un futuro mejor para su familia. Podía dedicarse en cuerpo y alma a la meta del criquet profesional, y si verse liberado de su esposa e hijos le encantaba, era un producto secundario, gozoso e inesperado, de un plan más amplio.

Imagino que se sintió un poco raro cuando se trasladó a Celandine Cottage, sobre todo la primera noche. Desempaquetó sus cosas y se preparó la cena. Mientras comía, sintió la soledad arracimarse a su alrededor, tan extraña a todo lo que conocía. Telefoneó a Jean, pero los niños y ella habían salido a cenar, una treta para apartar sus pensamientos de la casita ahora vacía de Kenny y papá. Telefoneó a Hal Rashadam para repasar su programa, pero Rashadam había ido a cenar con su hija y su yerno. Por fin, cuando la necesidad de un contacto humano le estaba crispando los nervios, telefoneó a mi madre.

– Ya estoy aquí -dijo, y trató de no mirar las ventanas, tras las cuales se agolpaba la noche, negra e infinita.

– Me alegro mucho, querido. ¿Tienes todo lo que necesitas?

– Supongo. Sí. Supongo.

– ¿Qué pasa, Ken? ¿Algún problema en la casa? ¿Falta algo? ¿Te costó encontrarla?

– Ningún problema. Es que… Nada. Solo que… Estoy diciendo tonterías. Parece que me haya vuelto chiflado, ¿verdad?

– ¿Qué te pasa? Dímelo.

– No esperaba sentirme… incómodo.

– ¿A disgusto?

– Me extraña no oír la pelota de Stan golpear contra la pared de la sala de estar. Me extraña no oír a Jean gritar que pare. Resulta extraño que no estén conmigo.

– Es natural que les eches de menos. No seas duro contigo mismo.

– Supongo que les echo de menos.

– Pues claro que sí. Son una parte muy importante de tu vida.

– Es que acabo de telefonearles y… Joder. No debería llorar en tu hombro así. Has sido buena conmigo. Con todos nosotros. Me has dado esta oportunidad. Podría cambiar nuestras vidas.

Cambiar sus vidas formaba parte del plan. Aquella noche, mi madre le aconsejó por teléfono que se tomara las cosas con calma, que se acostumbrara a la casa y al campo, que disfrutara de la oportunidad que se había cruzado en su camino.

– Me mantendré en estrecho contacto con Jean -dijo mi madre-. Iré a tu casa mañana, después de trabajar, y veré cómo les va a ella y a los niños. Sé que eso no te ayudará a añorarlos menos, pero al menos te tranquilizará un poco, ¿verdad?

– Eres demasiado buena.

– Me alegra ayudaros en todo lo que pueda.

Después, le aconsejó que tomara una taza de café o una copa de coñac en el jardín y que mirara las estrellas, que creaban fuegos artificiales en el cielo, como no podían verse en Londres. Duerme bien, le aconsejó. Ponte a trabajar por la mañana. Hay muchas cosas que hacer, no solo en el criquet, sino en la casa.

Siguió sus consejos, como siempre. Se llevó el coñac fuera, no solo lá copa, sino también la botella. Se sentó sobre el césped sin podar, en la parte que desciende hacia el sendero. Se sirvió una copa y contempló las estrellas. Escuchó los ruidos nocturnos del campo.

Un caballo que relinchaba en la dehesa contigua, los grillos que cantaban, un búho que ululó cuando comenzó la caza nocturna, la campana de una iglesia en alguno de los Springburns, el silbato y matraqueo de un tren en la lejanía. No es nada silencioso, debió pensar con sorpresa.

Se apoyó sobre los codos y bebió. Se zampó la primera copa enseguida y se sirvió otra. Su estado de ánimo mejoró. Se tendió sobre el césped, apoyó la cabeza sobre un brazo y comprendió que su vida le pertenecía.

En realidad, no creo que sucediera con tanta rapidez, la primera noche. Supongo que el proceso debió ser más seductor, que los deberes de entrenarse, practicar y espiar a otros equipos se combinaron con una incipiente sensación de libertad. Lo que al principio le resultaba extraño se transformó en algo grato. Ni hijos alborotadores, ni esposa cuya conversación se le antojaba aburrida y reiterativa en ocasiones, ni madrugar para ir a trabajar, ni discusiones de vecinos escuchadas a través de las delgadas paredes, ni cenas obligadas con parientes. Descubrió que le gustaba la independencia. Como le gustaba, quiso más. Como quiso más, emprendió un camino que le llevaría a colisionar con el de Jean.

Al principio, empleó excusas para explicar por qué no podía verles algún fin de semana. Tengo un tirón en un músculo de la espalda que me ha dejado postrado, cariño. He de calcular un presupuesto para la imprenta que no puede esperar más. He puesto patas arriba la cocina y el baño. Voy a ponerlos nuevos. Rashadam insiste en que vaya a ver un partido en Leeds.

Durante esos fines de semana sin su familia, descubrió que se lo pasaba la mar de bien. Si iba a una fiesta que organizaba Kent, bebía, charlaba con los demás jugadores, sus mujeres y novias, y llevaba a cabo lo que él debía considerar un análisis frío y objetivo de las posibilidades que tenía Jean de encajar en el grupo. Es posible que le diera una oportunidad al principio, observara cómo se desenvolvía con los demás, juzgara sus movimientos en la proximidad de la multitud como inseguridad, más que cautela y reticencia, y llegara a la conveniente conclusión de que una exposición a la conversación superficial de las mujeres y a las bromas de los hombres iba a crispar los nervios de su mujer, si él no la protegía.

Por lo tanto, contaba con razones de peso para no poder ver a su familia tanto como quería. Cuando Jean empezó a preguntar e inquirir, cuando le señaló que sus responsabilidades como padre iban más allá del dinero que le pasaba, tuvo que inventar algo mejor. Cuando Jean se lanzó a su yugular y empezó a plantear exigencias que amenazaban su libertad, decidió contarle la versión de la verdad que menos la heriría.

Tomó la decisión, sin duda, con la delicada ayuda de su principal confidente, mi madre. Debió apoyarle bien en aquella época de incertidumbre. Kenneth intentaba analizar su situación: ya no sé lo que siento. ¿La quiero? ¿La deseo? ¿Deseo este matrimonio? ¿Me siento así por haber estado atrapado durante tantos años? ¿Me atrapó Jean? ¿Me atrapé yo mismo? Si tengo la intención de seguir casado, ¿por qué me siento vivo desde que estamos separados? ¿Cómo puedo sentir esto? Es mi mujer. Son mis hijos. Los quiero. Me siento como un bastardo.

Cuán razonable por parte de mi madre fue sugerir un período de separación, sobre todo porque ya vivían separados. Has de aclarar tus ideas, querido. Tu vida se encuentra en una encrucijada, y no debes tomarlo como algo terrible. Piensa en los cambios que has afrontado en pocos meses. No solo tú, sino Jean y los niños también. Daos un poco de tiempo y espacio para decidir quiénes sois. En todos estos años, nunca habíais tenido la oportunidad de hacerlo, ¿verdad? Ninguno de vosotros.

Una forma muy inteligente de expresarlo. No era Kenneth quien debía ‹‹aclarar sus ideas». Eran los dos. Pese a que Jean no consideraba importante aclarar nada, y mucho menos si deseaba continuar el matrimonio. En cuanto Kenneth decidió que un tiempo separados les ayudaría a clarificar quiénes eran y lo que podían ser mutuamente en el futuro, la suerte estuvo echada. Él ya se había ido de casa. Jean podía exigir que volviera, pero no tenía por qué hacerlo.