– Todo ha sucedido con demasiada rapidez -debió decirle-. ¿No puedes concederme unas semanas para averiguar quién soy, para aclarar lo que siento?
– ¿Por quién? -preguntó ella-. ¿Por mí? ¿Por los niños? ¿Qué tonterías son estas, Kenny?
– No es por ti, ni por los niños. Es por mí. Estoy desorientado.
– Muy conveniente. Chorradas, Kenny, chorradas. ¿Quieres el divorcio? ¿Es eso lo que quieres? ¿No tienes cojones para decirlo?
– Déjalo, cariño. Has perdido los estribos. ¿He hablado de divorcio?
– ¿Quién está detrás de esto? Dímelo, Kenny. ¿Sales con alguien? ¿Es lo que no te atreves a decirme?
– ¿En qué estás pensando, nena? Jesús. Joder. No salgo con nadie. No quiero salir con nadie.
– Entonces, ¿por qué? ¿Por qué? Maldito seas, Kenny Fleming.
– Dos meses, cariño. Solo te pido eso.
– No me queda otra elección, ¿verdad? Pues no conviertas esto en un juego, pidiendo dos meses.
– No grites. No es necesario. Preocupará a los chicos.
– ¿Y esto no? Dejar de ver a su padre, saber si formamos una familia. ¿Esto no les preocupará?
– Es egoísta, lo sé.
– Ya lo creo.
– Pero es lo que necesito.
Jean no tuvo otro remedio que ceder. No se verían mientras él reflexionara. Los dos meses que había pedido se alargaron a cuatro, los cuatro a seis, los seis a diez, los diez a doce. Un año se convirtió en dos. Debió enfrentarse a un momento de indecisión sobre sus circunstancias vitales cuando se discutió con el comité de criquet de Kent y fue a jugar por Middlesex, pero cuando Kenneth Fleming convirtió en realidad su sueño, cuando los seleccionadores nacionales eligieron al nuevo y principal bateador de Middlesex para jugar por Inglaterra, su matrimonio ya solo era una formalidad.
Por razones que siguen siendo oscuras para mí, no pidió el divorcio. Ni tampoco ella. ¿Por qué no?, se preguntarán. ¿Por los hijos? ¿Para conservar una sensación de seguridad? ¿Para guardar las apariencias? Solo sé que cuando se mudó a Londres para estar más cerca del campo de juego de Middlesex, no lejos de Re-gent's Park, no volvió a la Isla de los Perros, sino que se mudó a la casa de mi madre en Kensington.
El emplazamiento, al fin y al cabo, era casi perfecto. Un salto a Ladbroke Grove, una caminata por Maida Vale, otro brinco de longitud a St. John's Wood Road, y allí estaba el Lord's Cricket Ground, donde jugaba Middlesex.
La situación era ideal. Mi madre poseía aquella enorme casa en Staffordshire Terrace, con habitaciones de sobra. Kenneth necesitaba un lugar donde vivir que no fuera muy caro, para seguir ayudando a su mujer y sus hijos.
El vínculo entre mi madre y Kenneth ya se había establecido. Era un tercio mascota, un tercio inspiración y un tercio fuente de energía interior para él. Cuando le contó las dificultades concernientes a su decisión de dejar de jugar para Kent y alistarse en Middlesex, también confesó su reticencia a volver a su antigua manera de vivir. A cuya reticencia ella contestó con seriedad:
– ¿Lo sabe Jean, Ken?
Y el dijo:
– Aún no se lo he dicho.
A lo cual mi madre respondió con una cautelosa recomendación:
– Tal vez sea necesario que vuestras vidas progresen con parsimonia. Dejemos que la naturaleza siga su curso. ¿Qué te parece si…? Tal vez lo consideres demasiado impulsivo, pero ¿por qué no vienes a vivir conmigo una temporada, mientras ves qué dirección va a tomar tu vida? -Porque estaba más cerca del Lord's, porque aún no ganaba bastante dinero para que la familia se trasladara, porque porque porque-. ¿No te sería de ayuda, querido?
Ella le proporcionó las palabras. Él las utilizó, sin duda. El final fue el mismo, a la postre. Se fue a vivir con mi madre.
Y mientras ella se entregaba al bienestar de Kenneth Fleming, yo trabajaba en el zoo de Regent's Park.
Recuerdo que pensé: ¿Quieres la verdad, Chris? Yo te enseñaré la verdad, después de aquella mañana en mi cuarto. Pensé, cree que me conoce, el muy estúpido. No sabe una mierda.
Me dispuse a demostrar lo poco que sabía. Trabajé en el zoo, primero con el personal de mantenimiento, y por fin conseguí un empleo en el hospital de animales, donde tuve acceso a sus bases de datos, que se demostraron de incalculable valor y apuntalaron mi prestigio en la organización, cuando el MLA decidió que había llegado el momento de averiguar dónde eran enviados los animales que sobraban. Me impliqué todavía más en el MLA. Si Chris amaba a los animales, yo los amaría más. Correría riesgos mayores.
Pedí que me asignaran a una segunda unidad de asalto.
– Somos demasiado lentos -dije-. No hacemos lo suficiente. No somos lo bastante rápidos. Si permitís que algunos de nosotros pasemos de una unidad a otra, duplicaremos nuestras actividades. Puede que incluso las tripliquemos. Pensad en el número de animales que podemos salvar.
Solicitud denegada.
Empecé a presionar a nuestra unidad.
– Nos estamos relajando. Hay que trabajar con más ahínco.
Chris me observaba con cautela. Había pasado el tiempo suficiente a mi lado para tener derecho a interrogarse sobre mis motivos ulteriores, a la espera de» que emergieran.
De haber estado implicados en algo menos estre-mecedor, aquellos motivos habrían surgido al cabo de pocas semanas. Es irónico, ahora que lo pienso. Intensifiqué mis actividades en la organización con la intención de que Chris viera quién era en realidad, para que se enamorara de mí, poder follármelo, rechazarle a continuación y salir llena de júbilo por el hecho de que no me importaba. Mi intención era utilizar las actividades de liberación a sangre fría, sin más preocupación por el destino de los animales que por el destino de los hombres que me ligaba en la calle. Terminé con la sensación de que alguien me había cortado a tiras el corazón con un par de tijeras de podar oxidadas.
No fue un proceso rápido. No sentí la menor mella o fisura en la armadura de mi indiferencia cuando el primer pachón que rescaté de un laboratorio dedicado al estudio de úlceras de estómago me lamió la mano. Lo pasé al transportista, seguí hasta la siguiente jaula y me concentré en la necesidad de obrar con rapidez y silencio.
Cuando me derrumbé por fin, no fue por culpa de un experimento científico, sino por un criadero de cachorrillos ilegal que asaltamos en Hampshire, no lejos de los Wallops.
¿Ha oído hablar de esos lugares? Crían perros solo por los beneficios que obtienen. Siempre están en sitios aislados, en ocasiones disimulados como una granja normal.
El criadero de cachorros había llamado nuestra atención porque uno de nuestros comandos, cuando fue a visitar a sus padres en Hampshire, se acercó a una exposición de coches de segunda mano y se topó con una mujer que llevaba unos cachorrillos. Tenía dos perras en casa, afirmó con demasiada insistencia, las dos habían parido a la vez, estoy rodeada de cachorrillos, quiero venderlos por casi nada, todo el lote. A nuestro comando no le gustó el aspecto de la mujer ni el aspecto alicaído de los cachorros. La siguió a casa, por una carretera sinuosa y estrecha que iba a morir entre dos senderos, flanqueados ambos de hierba manchada de aceite.
– Los tiene en un establo -nos dijo. Apretó las palmas y las elevó como si estuviera rezando-. Hay jaulas. Apiladas unas sobre otras. Sin luz ni ventilación.
– Parece un caso para la Sociedad Protectora de Animales -observó Chris.
– Tardaríamos semanas. Y aunque actuara contra ella, la cuestión es… -paseó una solemne mirada alrededor del grupo-. Escuchad. Hay que acabar de una vez por todas con esta mujer.
Alguien apuntó el tema de la logística. No se trataba de un laboratorio desierto por la noche. Alguien vivía en la casa, a unos cincuenta metros del establo donde tenía encerrados a los animales.¿Y si los perros ladraban, como sin duda sucedería? ¿No habría una alarma dispuesta, o llamaría a la policía, o nos perseguiría con una escopeta?.