Aceleramos.
Capítulo 12
El roce de las sábanas le despertó, pero Lynley mantuvo los ojos cerrados un momento. Escuchó la respiración de Helen. Es curioso, pensó, que encuentre tanto placer en algo tan normal.
Se volvió de costado para mirarla, con cuidado de no despertarla, pero ya estaba despierta, tendida de espaldas con una pierna levantada y la vista clavada en las hojas de acantoides que describían bucles de yeso en el techo.
Encontró su mano debajo de las sábanas y sus dedos se entrelazaron. Ella le miró, y Lynley vio que se había formado una pequeña línea vertical en su entrecejo. La borró con la otra mano.
– He comprendido-. dijo Helen.
– ¿Qué?
– Anoche me distrajiste, para no tener que contestar a mi pregunta.
– Si no recuerdo mal, tú me distrajiste. Me prometiste pollo y alcachofas, ¿no? ¿No bajamos para eso a la cocina?
– Y fue en la cocina donde te lo pregunté, ¿verdad? Pero tú no me contestaste.
– Estaba ocupado. Tú me ocupabas.
Una sonrisa se dibujó en su boca.
– No creo -dijo.
Lynley lanzó una risita queda. Se inclinó para besarla. Siguió con el dedo la curva de su oreja, donde su cabello se apartaba.
– ¿Por qué me quieres? -preguntó Helen.
– ¿Qué?
– Esa es la pregunta que te hice anoche. ¿No te acuerdas?
– Ah, esa pregunta.
Rodó sobre su espalda y se puso también a contemplar el techo. Retuvo la mano de Helen contra su pecho y pensó en los motivos escurridizos del amor.
– No estoy a tu altura en educación y experiencia -observó Helen. Lynley enarcó una ceja escéptica. Ella sonrió-. De acuerdo. No estoy a tu altura en educación. No tengo carrera. Ni siquiera tengo empleo remunerado. No poseo las habilidades propias de una esposa, y aún menos aspiraciones. Soy casi la frivolidad personificada. Nuestro medio social es similar, en efecto, pero ¿qué tiene que ver esa similitud con entregar el corazón a la otra persona?
– Todo tenía que ver con el matrimonio, en un tiempo.
– No estamos hablando de matrimonio. Estamos hablando de amor. Muy a menudo, se trata de conceptos mutuamente excluyentes y muy diferentes. Catalina de Aragón y Enrique VIII se casaron, y mira qué pasó. Ella tuvo hijos y le cosía las camisas. Él iba de pendoneo y se cargó a seis esposas. Ya ves de qué sirven las similitudes de medio social.
Lynley bostezó.
– ¿Que podía esperar, casándose con un Tudor? El propio hijo de Richmond. La mujer estableció un vínculo genealógico con la sopa primordial. Cobarde. Tacaño. Asesino. Políticamente paranoico Y con muy buenas razones para lo último.
– Oh, cariño. No vamos a hablar de la línea sucesoria ni de los príncipes de la Torre, ¿verdad, querido? Eso nos desviaría un poco de nuestro objetivo.
– Lo siento. -Lynley levantó la mano de Helen y besó sus dedos-. Solo oír hablar de Enrique Tudor me pone como una moto.
– Es una excelente manera de evitar la pregunta.
– No la estaba evitando. Solo contemporizaba mientras pensaba.
– ¿Por qué? ¿Por qué me quieres? Porque si eres incapaz de explicar o definir el amor, tal vez sea mejor admitir que el amor verdadero no existe.
– Si ese es el caso, ¿qué es lo que nos une?
Helen hizo un movimiento de impaciencia, pariente cercano de un encogimiento de hombros.
– Lujuria. Pasión. Lascivia. Algo agradable, pero efímero. No lo sé.
Lynley se incorporó sobre un codo y la miró.
– A ver si he entendido bien. ¿Hemos de pensar que nuestra relación se fundamenta en la lujuria?
– ¿No quieres admitir que es una posibilidad? Sobre todo, si piensas en lo de anoche. Cómo nos pusimos.
– ¿Cómo nos pusimos? -repitió Lynley.
– En la cocina. En el dormitorio. Admito que yo fui la instigadora, Tommy, no pretendo sugerir que tú fuiste el único absorto por la química y cegado a la realidad.
– ¿Qué realidad?
– Que no existe nada entre nosotros, aparte de química.
La miró durante un largo rato antes de moverse o hablar. Notó que los músculos de su estómago se tensaban. Notó que su sangre empezaba a hervir. Esta vez, no era lujuria lo que empezaba a sentir. Pero era pasión, de todos modos.
– Helen -dijo con calma-, ¿qué demonios te pasa?
– ¿Qué clase de pregunta es esa? Solo quiero señalar que lo que tú consideras amor tal vez sea un mero fogonazo. ¿No se trata de una posibilidad que considerar? Porque si nos casáramos y luego descubriéramos que nuestros sentimientos nunca habían sido nada más que…
Lynley apartó las sábanas, saltó de la cama y forcejeó con su bata.
– Escúchame por una vez, Helen. Escucha esto con claridad de principio a fin. Te quiero. Tú me quieres. Nos casamos o no nos casamos. Eso es todo. ¿Entendido?
Cruzó la habitación sin dejar de mascullar maldiciones. Apartó las cortinas para que la brillante luz del sol primaveral inundara la habitación. La ventana ya estaba abierta en parte, pero la abrió del todo para respirar a pleno pulmón el aire de la mañana.
– Tommy -dijo Helen-, solo quería saber…
– Basta -la interrumpió Lynley, y pensó, mujeres. Mujeres. Sus mentes retorcidas. Las preguntas. El sondeo. La infernal indecisión. Dios de los cielos. El monacato era mejor.
Un golpecito vacilante sonó en la puerta del dormitorio.
– ¿Qué pasa? -gritó Lynley.
– Lo siento, señor -dijo Denton-. Hay alguien que quiere verle.
– Alguien… ¿Qué hora es?
Mientras formulaba la pregunta, se acercó a la me-sita de noche y se apoderó del despertador.
– Casi las nueve -dijo Denton, mientras Lynley miraba la hora y blasfemaba al mismo tiempo-. ¿Le digo…?
– ¿Quién es?
– Guy Mollison. Le dije que telefoneara al Yard y hablara con el oficial de guardia, pero insistió. Dijo que usted querría oír lo que venía a decirle. Dijo que había recordado algo. Le dije que dejara su número, pero insistió en que debía verle. ¿Le echo?
Lynley ya se encaminaba al baño.
– Dale café, desayuno, lo que le apetezca.
– ¿Le digo…?
– Veinte minutos. Y telefonea a la sargento Havers, Denton, por favor. Dile que venga cuanto antes.
Blasfemó de nuevo y cerró la puerta del cuarto de baño a su espalda.
Ya se había bañado, y estaba afeitándose, cuando Helen entró.
– No digas ni una palabra más -dijo Lynley a su reflejo en el espejo, mientras pasaba la navaja por su mejilla enjabonada-. No pienso soportar más tonterías. Si eres incapaz de aceptar el matrimonio como la consecuencia normal del amor, hemos terminado. Si eso -indicó con el pulgar el dormitorio- solo es para ti la posibilidad de un buen revolcón, ya lo tengo claro. ¿De acuerdo? Porque si eres tan obtusa que no ves… ¡Ay! Mecagüen la leche.
Se había cortado. Cogió un pañuelo de papel y lo apretó contra el punto de sangre.
– Vas demasiado deprisa -dijo Helen.
– No me vengas con esas. Ni te atrevas. Nos conocemos desde que teníamos dieciocho años. Dieciocho. Dieciocho. Hemos sido amigos. Hemos sido amantes. Hemos sido… -Agitó la navaja hacia el reflejo-. ¿A qué estas esperando, Helen? ¿A qué…?
– Me refería al afeitado -interrumpió Helen.
Con la cara medio cubierta de jabón, Lynley la miró sin comprender.
– El afeitado -repitió.
– Te afeitas demasiado deprisa. Te volverás a cortar.
Lynley bajó la vista hacia la navaja que sostenía en la mano. También estaba cubierta de espuma. La puso bajo el grifo, dejó que el agua la limpiara de jabón y pelos.
– Soy una distracción excesiva -observó Helen-. Tú mismo lo dijiste el viernes por la noche.
Sabía hacia dónde apuntaba su afirmación, pero por un momento no la disuadió de continuar. Reflexionó sobre la palabra «distracción», lo que explicaba, lo que prometía, lo que implicaba. Por fin, sabía la respuesta.