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– Esa es la cuestión.

– ¿Cuál?

– La distracción.

– No entiendo.

Terminó de afeitarse, se enjuagó la cara y se secó con la toalla que ella le tendió. No contestó hasta después de aplicarse loción a la cara.

– Te quiero -dijo-, porque cuando estoy contigo no he de pensar en lo que, de lo contrario, me vería obligado a pensar. Veinticuatro horas al día. Siete días a la semana.

Entró en el dormitorio y empezó a tirar sus ropas sobre la cama.

– Te necesito para eso -dijo mientras se vestía-. Para que suavices mi mundo. Para ofrecerme algo que no sea negro ni repugnante. -Ella escuchaba. Él se fue vistiendo-. Adoro volver a casa y preguntarme qué voy a encontrar. Me encanta esa intriga. Adoro tener que preguntarme si has volado la casa con el microondas, porque cuando me preocupo por eso, durante esos cinco, quince o veinticinco segundos de preocupación, no he de pensar en el crimen que me devano los sesos por investigar, en cómo fue cometido, en quién es el responsable. -Se puso a la búsqueda de un par de zapatos-. Es eso, ¿de acuerdo? -dijo sin volverse-. Oh, hay lujuria de por medio. Pasión. Lascivia. Lo que quieras. Hay mucha lujuria, siempre ha existido, porque la verdad es que me gusta acostarme con mujeres.

– ¿Mujeres?

– Helen, no me tiendas trampas, ¿vale? Ya sabes a qué me refiero. -Encontró los zapatos que buscaba debajo de la cama. Se los calzó y los ató con tal firmeza que el dolor ascendió hasta sus rodillas-. Y cuando la lujuria que siento por ti se desvanezca por fin, como ocurrirá a la larga, supongo que me quedará el resto. Todas esas distracciones. Las cuales constituyen la razón de que te quiera.

Se acercó a la cómoda y se cepilló el pelo cuatro veces. Volvió al cuarto de baño. Helen seguía junto a la puerta. Apoyó la mano sobre su hombro y la besó, con fuerza.

– Esa es la historia -dijo-. De principio a fin. Ahora, decide lo que quieras y terminemos de una vez.

Lynley encontró a Guy Mollison en el salón que daba a Eaton Terrace. Denton había proporcionado al jugador de criquet un entretenimiento, además de café, cruasanes, fruta y mermelada: Rachmaninoff sonaba en el estéreo. Lynley se preguntó quién habría seleccionado la música y decidió que debía de ser Mollison. Denton, si podía escoger, se decantaba por temas famosos de comedias musicales.

Mollison estaba inclinado sobre la mesita auxiliar, con una taza de café y el platillo en la mano, y leía el Sunday Times. Estaba abierto al lado de la bandeja, sobre la cual había dispuesto Denton el desayuno. Sin embargo, no estaba leyendo un artículo sobre deportes, como cabría esperar de un capitán del equipo inglés que pronto se enfrentaría a Australia, sino sobre la muerte de Fleming y la investigación consiguiente. Cuando Lynley pasó junto a la mesa con la intención de silenciar el estéreo, vio que estaba examinando un artículo con un encabezamiento, ya anticuado, que rezaba «Se busca coche de estrella del criquet».

Lynley paró la música. Denton asomó la cabeza por la puerta.

– ¿Dónde quiere que le sirva el desayuno, milord? ¿Aquí? ¿En el comedor?

Lynley se encogió mentalmente. Odiaba que utilizaran su título en situaciones relacionadas con el trabajo.

– Aquí-contestó con brusquedad-. ¿Has localizado a la sargento Havers?

– Viene hacia aquí. Estaba en el Yard. Me pidió que le dijera que los tíos están de ronda. Usted sabe qué quiere decir, ¿no?

En efecto. Havers se había encargado de asignar tareas a los agentes de guardia. La decisión era irregular (habría preferido hablar con ellos en persona), pero el hecho de que la sargento hubiera asumido la responsabilidad se debía a que él no había puesto el despertador antes de caer en la cama con Helen.

– Sí. Gracias. Lo sé perfectamente.

Cuando Denton desapareció, Lynley se volvió hacia Mollison, que se había levantado para seguir el diálogo con nada disimulado interés.

– ¿Quién es usted exactamente? -preguntó.

– ¿Qué?

– Vi el escudo de armas junto al timbre de la puerta, pero pensé que era una broma.

– Lo es -replicó Lynley. Tuvo la impresión de que Mollison iba a discutir su afirmación. Lynley sirvió al jugador de criquet otra taza de café.

– Anoche, enseñó al portero una identificación -dijo Mollison, más para sí que para Lynley-. Al menos, eso me dijo.

– Le informó bien. Bueno, ¿en qué puedo ayudarle, señor Mollison? Tengo entendido que me trae cierta información.

Mollison paseó la vista por el salón, como si calculara el valor de su contenido y lo comparara con lo que sabía acerca del sueldo de un policía. De pronto, adoptó una expresión cautelosa.

– Me gustaría echarle un vistazo, si no le importa. A su identificación.

Lynley extrajo su tarjeta. Mollison la examinó. Después de un largo escrutinio, debió quedarse satisfecho, porque le devolvió la tarjeta.

– De acuerdo. Prefiero ser prudente. Por el bien de Allison. Gente de todo tipo husmea en nuestras vidas. Suele pasar, cuando eres famoso.

– No me cabe duda -dijo con sequedad Lynley-. En cuanto a su información…

– Anoche no fui del todo sincero. Lo siento, pero hay cosas… -Se mordisqueó la uña del dedo índice. Hizo una mueca, cerró el puño y apoyó la mano sobre el muslo-. Es esto -anunció-. Hay cosas que no puedo decir delante de Allison. Pese a las consecuencias legales. ¿Comprendido?

– Por eso quiso que celebráramos la entrevista en el pasillo, en lugar del piso.

– No me gusta disgustarla. -Mollison levantó la taza y el platillo-. Está de ocho meses.

– Ya lo dijo anoche.

– Pero adiviné cuando usted la vio… -Dejó el café sobre la mesa, intacto-. Escuche, no voy a decirle nada que no sepa ya. El niño está bien. Allison está bien. Pero cualquier disgusto podría complicar las cosas, a estas alturas.

– Entre ustedes dos.

– Lamento haber exagerado la verdad cuando dije que se encontraba mal, pero no se me ocurrió otra manera de impedir que usted hablara delante de ella. -Se dedicó a la uña de nuevo. Indicó el periódico con un cabeceo-. Está buscando su coche.

– Ya no.

– ¿Por qué no?

– Señor Mollison, ¿quiere decirme algo?

– ¿Han encontrado el Lotus?

– Pensaba que había venido a proporcionarnos información.

Denton entró con otra bandeja en las manos. Por lo visto, había decidido que debían tomarse medidas heroicas después de los fettuccine a la mer de anoche. Había preparado cereales y plátanos, huevos y salchichas, tomates y champiñones a la plancha, pomelo y tostadas. Había añadido una rosa en un jarrón y una tetera de Lapsang Souchong. Mientras disponía el desayuno, sonó el timbre.

– Será la sargento -dijo.

– Yo abriré.

Denton tenía razón. Lynley encontró a Havers en la puerta.

– Mollison está aquí.

Cerró la puerta.

– ¿Qué nos ha traído?

– Hasta el momento, solo excusas y evasivas. No obstante, ha demostrado cierto interés por Rachmaninoff.

– Lo cual habrá confortado su corazón. Supongo que le habrá tachado de la lista de sospechosos al instante.

Lynley sonrió. Havers y él pasaron al lado de Denton, que ofreció café y cruasanes a Havers.

– Solo café -dijo la mujer-. A esta hora hago régimen.

Denton lanzó una carcajada y siguió su camino. En el salón, Mollison se había trasladado desde el sofá a la ventana, donde se dedicaba a mordisquearse pedacitos de uñas y padrastros. Saludó con un cabeceo a Havers, mientras Lynley volvía a su desayuno. No dijo nada hasta que Denton regresó con otra taza y su platillo, sirvió café a Havers y salió de nuevo.

– ¿Están buscando su coche? -preguntó Mollison.

– Lo hemos encontrado -contestó Lynley.

– Pero el periódico decía…

– Siempre que podemos, preferimos ir un paso por delante de los periódicos -explicó Havers.