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Y entonces, Jeannie lo supo. El mensaje real estaba contenido en el amontonamiento de apellidos. Jeannie ni siquiera necesitaba oírselo decir. Kenny estaba muerto. Despedazado en la autopista, apuñalado en el andén de la estación de Kensington High Street, lanzado a sesenta metros de un paso cebra, arrollado por un autobús… ¿Qué más daba? Fuera como fuera, todo había terminado por fin. No volvería más, ni se sentaría en la mesa de la cocina frente a ella, hablaría y sonreiría. No volvería a despertarle deseos de extender la mano y tocar el vello rojo dorado del dorso de su mano.

Durante los últimos cuatro años, había pensado más de una vez que aquél sería un momento de alegría. Había pensado, si algo le borrara de la faz de la tierra y me liberara de amar a ese bastardo, incluso ahora que se ha marchado y todo el mundo sabe que no estuve a la altura, que no estuvimos a la altura, que la familia no estaba a la altura… Quise que muriera una y mil veces, quise que desapareciera, quise que quedara reducido a pedazos, quise que sufriera.

Era extraño que ni siquiera temblara, pensó.

– ¿Kenny ha muerto, sargento? -preguntó.

– Necesitamos una identificación oficial. Necesitamos que vea el cadáver. Lo siento muchísimo.

Jeannie quiso decir, «¿Por qué no se lo pides a ella? Le gustaba mucho ver su cuerpo cuando estaba vivo».

En cambio, dijo:

– Si me dispensa, antes tendré que utilizar el teléfono.

La sargento dijo sí, por supuesto, y se retiró con el agente detective al otro lado del café, y miraron por las ventanas las torres de cristal terminadas en forma de pirámide de Canary Wharf, al otro lado del puerto, otra promesa fallida de esperanza, empleos y desarrollo que aquellos memos de la City lanzaban periódicamente a la parte baja del East End.

Jeannie telefoneó a sus padres, con la esperanza de que se pusiera su madre, pero salió Derrick. Intentó controlar su voz para no revelar nada. Habría bastado una simple petición para que su madre fuera a casa de Jeannie y esperara con los niños sin hacer preguntas, pero con Derrick tenía que ser cauta. Su hermano siempre quería entrometerse demasiado.

De modo que mintió, y dijo a Derrick que el mecánico al que estaba esperando en el café tardaría horas, ¿sería tan amable de ir a su casa y cuidar de los crios, darles la merienda, intentar que Jimmy no hiciera novillos aquella noche, comprobar que Stan se cepillaba bien los dientes, ayudar a Sharon con los deberes?

La petición apelaba a la necesidad de Derrick de reemplazar a las dos familias que ya había perdido a causa del divorcio. Ir a casa de Jeannie significaría que debería renunciar a su sesión nocturna de pesas (continuación del proceso de esculpir cada músculo de su cuerpo hasta alcanzar una monstruosa clase de perfección), pero a cambio podría interpretar el papel de papá sin las responsabilidades de toda la vida inherentes al cargo.

Jeannie se volvió hacia los policías.

– Estoy preparada -dijo, y les siguió al coche.

Tardaron una eternidad en llegar porque, por algún motivo incomprensible, no utilizaron la sirena ni las luces giratorias. La hora punta ya había empezado. Cruzaron el río y atravesaron los suburbios, dejaron atrás innumerables edificios de ladrillo ennegrecido, construidos en la posguerra. Cuando llegaron por fin a la autopista, la circulación mejoró un poco.

Cambiaron una vez de autopista, y luego abandonaron la segunda cuando los letreros empezaron a anunciar Tonbridge. Atravesaron dos pueblos, corrieron entre setos por la campiña y redujeron la velocidad cuando se acercaron por fin a una ciudad. Pararon en la entrada posterior de un hospital, donde media docena de fotógrafos, parapetados tras una barrera improvisada de cubos de basura, empezaron a disparar sus cámaras cuando el agente Payne Dane abrió la puerta de Jeannie.

Jeannie vaciló, aferrada a su bolso.

– ¿No puede obligarles a…? -dijo.

– Lo siento -contestó la sargento Coffman-. Los tenemos a raya desde mediodía.

– ¿Cómo lo saben? ¿Se lo han dicho ustedes?

– No.

– Entonces, ¿cómo…?

Coffman salió y se acercó a la puerta de Jeannie.

– Alguien toma el pulso de la policía. Otra persona interfiere las transmisiones por radio. Alguien más, de la comisaría, lamento decirlo, tiene la lengua suelta. La prensa suma dos y dos, pero aún no saben nada con seguridad, y usted no se lo va a decir. ¿De acuerdo?

Jeannie asintió.

– Bien. Ahora, deprisa. Yo la cogeré del brazo.

Jeannie pasó la mano sobre el delantal y notó el tosco material contra su palma. Salió del coche. Unas voces empezaron a gritar.

– ¡Señora Fleming! ¿Puede decirnos…?

Las cámaras zumbaban. Entre el joven agente detective y la sargento, corrió hacia las puertas de cristal, que se abrieron antes de que llegaran.

Entraron por el pabellón de urgencias. El aire escoció sus ojos con el olor a desinfectante.

– ¡Es mi pecho, maldita sea! -gritó alguien.

Al principio, Jeannie sólo fue consciente del predominio del color blanco. Los cuerpos que iban de un lado a otro en batas de laboratorio y uniformes, las sábanas de las camillas, los papeles de las gráficas, las estanterías que parecían cubiertas de gasa y algodón. Después, empezó a captar sonidos. Pies sobre el suelo de linóleo, el siseo de una puerta al cerrarse, las ruedas chirriantes de una camilla. Y las voces, como un arcoiris auditivo.

– Es su corazón, lo sé.

– ¿Quiere uno de vosotros echar un vistazo…?

– … sin comer durante dos días…

– Necesitamos un ECG.

– … Hidrocortisona Solu-Cortef. ¡Empieza!

Alguien pasó corriendo, gritó «¡Dejen paso!», mientras empujaba un carrito sobre el que descansaba una máquina con cables, cuadrantes y botones. El agente no la tocó, pero se mantuvo muy cerca de ella. Recorrieron un primer pasillo, y luego otro. Por fin, llegaron a una zona más silenciosa, y fría, con una puerta metálica. Jeannie comprendió que habían llegado.

– ¿Le apetece algo antes? -preguntó la sargento Coffman-. ¿Té? ¿Café? ¿Una Coca-Cola? ¿Agua?

Jeannie meneó la cabeza.

– Estoy bien.

– ¿Está mareada? Se ha puesto bastante pálida. Siéntese.

– Estoy bien. Me quedaré de pie.

La sargento Coffman escudriñó su rostro unos segundos, como si dudara de sus palabras. Después, cabeceó en dirección al agente, que llamó con los nudillos a la puerta y desapareció por ella.

– No durará mucho -dijo la sargento Coffman.

Jeannie pensó que ya había durado bastante, años, pero contestó:

– Bien.

El agente asomó la cabeza menos de un minuto después.

– La están esperando -dijo.

La sargento cogió a Jeannie del brazo y entraron.

Había esperado encontrar el cuerpo de inmediato, tendido y lavado como en las películas antiguas, con sillas a su alrededor, preparado para la identificación, pero en cambio entraron en un despacho donde una secretaria contemplaba el papel que era escupido por una impresora. A cada lado del despacho, había dos puertas cerradas. Un hombre cubierto con la bata verde de los cirujanos estaba de pie junto a una, con la mano en el pomo.

– Por aquí -dijo en voz baja.

Abrió la puerta, y cuando Jeannie se acercó, oyó que la sargento Coffman susurraba:

– ¿Tiene las sales?

– Sí -contestó el hombre, mientras la cogía por el otro brazo.

Hacía frío dentro. Era luminoso. Era impoluto. Daba la impresión de que había acero inoxidable por todas partes. Había armarios, largas mesas de trabajo, aparadores en las paredes y una sola camilla que sobresalía en ángulo debajo. Estaba cubierta por una sábana verde, del mismo tono guisante que el del hombre. Se acercaron como si caminaran hacia un altar. Y al igual que en una iglesia, cuando se detuvieron, guardaron silencio, como con reverencia. Jeannie comprendió que los demás estaban esperando la señal de que estaba dispuesta.