– ¿Y Gabbie?
– ¿Gabbie?
– Gabriella Patten. ¿Han hablado con ella?
– Gabbie.
Lynley musitó el diminutivo mientras atacaba los cereales. Anoche, no había logrado cenar de una manera decente. No recordaba la última vez que la comida le había sabido tan buena.
– Si han encontrado el coche, eso…
– ¿Por qué no nos cuenta lo que ha venido a decirnos, señor Mollison? -interrumpió Lynley-. La señora Patten es la principal sospechosa o un testigo material del homicidio. Si sabe dónde está, debería darnos la información. Como su esposa ya le habrá dicho, sin duda.
– Allison no debe mezclarse en esto. Ya se lo dije anoche. Lo dije en serio.
– Lo sé.
– Si me asegura que lo que diga no saldrá de aquí… -Mollison, nervioso, recorrió su dedo índice con el pulgar, como si examinara la textura de la piel-. No puedo hablar con usted si no me da esa garantía.
– Me temo que eso es imposible, pero puede llamar a un abogado, si quiere.
– No necesito un abogado. Yo no he hecho nada. Solo quiero asegurarme de que mi mujer… Escuche, Allison no sabe… Si llegara a descubrir que… -Volvió a la ventana y miró hacia Eaton Terrace-. Mierda. Solo estaba ayudando. No. Solo intentaba ayudar.
– ¿A la señora Patten?
Lynley dejó los cereales y atacó los huevos. La sargento Havers sacó su libreta arrugada del bolso.
Mollison suspiró.
– Me telefoneó.
– ¿Cuándo?
– El miércoles por la noche.
– ¿Antes o después de que usted hablara con Fleming?
– Después. Horas después.
– ¿A qué hora?
– Debió de ser… No sé… Un poco antes de las once, o un poco después. Algo así.
– ¿Dónde estaba?
– En una cabina de Greater Springburn. Dijo que Ken y ella se habían peleado. Que todo había terminado entre ellos. Necesitaba un sitio adonde ir.
– ¿Por qué le telefoneó a usted y no a otra persona? A una amiga, tal vez.
– Porque Gabbie no tiene amigas. Y aunque las tuviera, me telefoneó porque yo había sido el motivo de la riña. Se lo debía, dijo. Y tenía razón.
– ¿Se lo debía? -preguntó Havers-. ¿Ella le había hecho favores?
Mollison se volvió hacia ellos. Su rostro rubicundo estaba adquiriendo un rubor desagradable, que había empezado por el cuello y ascendía a toda velocidad.
– Ella y yo… En una época. Los dos. Ya saben.
– No -dijo Havers-. ¿Por qué no nos lo cuenta?
– Nos divertimos juntos. Esas cosas.
– ¿La señora Patten y usted fueron amantes? -aclaró Lynley. El rubor de Mollison aumentó de intensidad-. ¿Cuándo fue eso?
– Hace tres años. -Volvió al sofá y levantó la taza de café. La vació como un hombre desesperado por encontrar algo que le proporcionara fuerzas o calmara sus nervios-. Fue una estupidez. Casi me costó el matrimonio. Nosotros… Bien, malinterpretamos las señales mutuas.
Lynley pinchó con el tenedor un trozo de salchicha. Añadió huevo. Comió y contempló impasible a Molli-son, mientras este le observaba. La sargento Havers escribía. El lápiz rascaba sobre el papel de la libreta.
– Las cosas son así -dijo Mollison-. Cuando eres famoso, siempre hay mujeres que se encaprichan de ti. Quieren… Están interesadas en… Tienen estas fantasías. Sobre ti. O sea, eres parte de sus fantasías. Ellas también. Por lo general, no descansan hasta encontrar la oportunidad de comprobar si su fantasía se acerca mucho a la verdad.
– De manera que Gabriella Patten y usted se arrumacaron como serpientes de cascabel.
Havers siempre iba al grano. Incluso miró su Timex, por si Mollison no lo había entendido.
Mollison la miró con el entrecejo fruncido, como diciendo: ¿qué sabes tú? Continuó.
– Pensé que quería lo mismo que las demás… -Hizo otra mueca-. Escuche, no soy un santo. Si una mujer me hace una oferta, suelo aceptarla, pero solo es una hora de diversión. Siempre lo sé. La mujer siempre lo sabe.
– Gabriella Patten no lo sabía -dijo Lynley.
– Pensó que cuando ella y yo…, cuando nosotros…
– Se arrumacaron -terminó la sargento Havers.
– Lo difícil era que tuviera continuidad -dijo Mollison-. O sea, lo hicimos más de una vez. Tendría que haber cortado cuando me di cuenta de que ella estaba dando más importancia al…, a la relación… de lo que debería.
– Había depositado esperanzas en usted -dijo Lynley.
– Al principio, no lo entendí. Lo que ella deseaba. Cuando lo hice, estaba entrampado en…, en ella. Es… ¿Cómo decirlo, para que no suene tan mal? Tiene algo. En cuanto has estado con ella… O sea, una vez has experimentado… Las cosas se ponen… Joder, esto suena horrible.
Extrajo un pañuelo arrugado del bolsillo y se lo pasó por la cara.
– Le conmueve las entretelas -dijo Havers.
Mollison la miró sin expresión.
– Hace que la tierra tiemble.
Ninguna reacción.
– Es un tamal caliente entre las sábanas.
– Oiga… -empezó Mollison, irritado.
– Sargento -dijo Lynley con placidez.
– Solo intentaba… -empezó Havers.
Lynley enarcó una ceja. Inténtalo menos, decía. Havers gruñó y preparó el lápiz.
Mollison guardó el pañuelo en el bolsillo.
– Cuando descubrí lo que quería en realidad, pensé que podría continuar el juego un poco más. No quería perderla tan pronto.
– ¿Qué quería, exactamente? -preguntó Lynley.
– A mí. Ó sea, quería que dejara a Allison, para que ella y yo pudiéramos estar juntos. Quería casarse.
– Pero en aquel tiempo estaba casada con Patten, ¿no?
– Las cosas iban mal entre ellos. No sé por qué.
– ¿No se lo dijo?
– No lo pregunté. O sea, si es una cuestión de diversión, un asunto de cama, no preguntas cómo va el matrimonio de tu pareja. Asumes que podría ir mejor, pero no tienes ganas de meterte en líos, así que vas a divertirte. Copas. Tal vez una comida, cuando es posible. Después…
Carraspeó.
La boca de la sargento Havers formó las palabras «nos arrumacamos», sin decirlas.
– Solo sé que no era feliz con Hugh. No era… ¿Cómo puedo decirlo sin parecer…? No era feliz con él sexualmente. Él no era siempre capaz de… No… Cuando lo hacían, ella nunca… O sea, solo sé lo que me dijo, y ya me doy cuenta de que como me lo dijo cuando lo estábamos haciendo, tal vez mintiera, pero dijo que nunca… Ya saben. Con Hugh.
– Creo que comprendemos -dijo Lynley.
– Claro. Bien, eso me dijo, pero cuando lo estábamos haciendo, de modo que… Ya sabe cómo son las mujeres. Si quería que yo me sintiera como el único que había conseguido… Era una especialista en eso. Me sentí así, pero no quería casarme con ella. Era una aventura, una diversión. Porque yo amo a mi mujer. Amo a Allie. La adoro. Son cosas que suelen ocurrir cuando eres famoso.
– ¿Está enterada su mujer de esa relación?
– Así me salí de ella. Tuve que confesar. Disgusté muchísimo a Allison, y aún lo lamento, pero al menos pude terminar la relación con Gabbie. Juré a Allison que nunca volvería a ver a Gabbie. Excepto cuando tenía que verla con Hugh, cuando el equipo inglés y los posibles patrocinadores se reunían.
– Una promesa que no ha mantenido, ¿verdad?
– Se equivoca. Cuando terminó la relación, nunca volví a ver a Gabbie sin Hugh. Hasta que telefoneó el miércoles por la noche. -Contempló el suelo con aire desdichado-. Necesitaba mi ayuda. Y yo se la di. Se mostró… muy agradecida.
– ¿Es necesario preguntar cómo le demostró su gratitud? -preguntó con educación la sargento Havers.
– Maldita sea -susurró Mollison. Parpadeó rápidamente-. No ocurrió el miércoles por la noche. No la vi entonces. Fue el jueves por la tarde. -Levantó la cabeza-. Estaba trastornada. Prácticamente histérica. Fue culpa mía. Quería ayudarla como fuera. Sucedió. Prefiero que Allie no lo sepa.