Les guió hasta Shepherd Street, a pocos metros de donde habían aparcado' el Bentley. En la acera opuesta a una floristería que tenía el escaparate lleno de lirios, rosas, narcisos y claveles, apretó el timbre de un piso señalado con el número 4, sin ninguna identificación más. Esperó un momento y lo oprimió dos veces más. Como marido y mujer, pensó Lynley con sarcasmo.
Al cabo de un momento, un ruido de estática surgió del pequeño altavoz metálico situado junto al panel de botones.
– Soy Guy -dijo Mollison.
Pasó un momento antes de que se oyera el zumbido. Mollison abrió la puerta.
– No sean duros con ella -dijo-. Ya verán que no es necesario.
Les condujo por un pasillo hasta la parte posterior del edificio, y subieron por un breve tramo de escalera hasta un entresuelo. Una puerta estaba entornada. Mollison entró.
– ¿Gabbie?
– Aquí -fue la respuesta-. Jean-Paul está descargando su agresividad sobre mí. ¡Huy! Ve con cuidado. No estoy hecha de goma.
«Aquí» era la sala de estar. Sus muebles recargados habían sido empujados contra la pared para dejar sitio a una mesa de masajes, sobre la cual estaba tendida sobre el estómago una mujer algo bronceada. Era menuda pero de proporciones voluptuosas. Cubría en parte su desnudez con una sábana. Tenía la cabeza vuelta hacia el otro lado, de cara a las ventanas que daban al patio.
– No me has telefoneado antes de venir -dijo con voz amodorrada, mientras Jean-Paul, ataviado de blanco desde el turbante a los pies, manipulaba su muslo derecho-. Hummm. Es maravilloso -susurró.
– No pude.
– Vaya. ¿Por qué no? ¿Allison te ha vuelto a dar el coñazo?
La cara de Mollison se inflamó.
– He traído a alguien -dijo-. Has de hablar con él, Gabbie. Lo siento.
La cabeza, coronada por una mata de pelo del color del trigo segado, se volvió poco a poco en su dirección. Los ojos azules de espesas pestañas oscuras resbalaron sobre Mollison, Havers y Lynley, y se detuvieron en este último. Dio un respingo cuando los hábiles dedos de Jean-Paul encontraron un músculo de su muslo que aún no se había sometido a sus esfuerzos.
– ¿Y quiénes son estas personas a las que has traído?-preguntó.
– Tienen el coche de Ken, Gabbie -dijo Mollison. Sus pulgares recorrieron nerviosos los otros dedos-. Te han estado buscando. Ya han empezado a peinar Mayfair. Será mejor para todos que…
– Quieres decir que es mejor para ti. -Los ojos de Gabriella Patten seguían clavados en Lynley. Levantó un pie y lo hizo girar. Jean-Paul, creyendo tal vez que se trataba de una directriz, lo cogió y empezó a trabajar con suavidad los dedos, las yemas, el arco-. Maravilloso -murmuró-. Me reduces a mantequilla derretida, Jean-Paul.
Jean-Paul era todo diligencia. Sus dedos ascendieron por la pierna de la mujer, y desde allí al muslo.
– Vous avez tort -la contradijo-. Fíjese en esto, madame Patten. Lo tenso que se ha puesto en un instante. Como piedra retorcida. Más que antes. Mucho más. Y aquí, y aquí.
Chasqueó la lengua en señal de desaprobación.
Lynley sintió que sus labios se torcían en una sonrisa que procuró controlar. Jean-Paul era más eficiente que un polígrafo.
De pronto, Gabriella apartó las manos del masajista de su cuerpo.
– Creo que ya tengo bastante por hoy -dijo.
Se incorporó y pasó las piernas por encima de la mesa. La sábana cayó hasta su cintura. Jean-Paul se apresuró a cubrir sus hombros con una toalla de un blanco inmaculado. Ella se la puso a modo de sarong sin la menor prisa. Mientras Jean-Paul plegaba la mesa de masaje y volvía a poner los muebles en su sitio, Gabriella se acercó a una mesa plegable, a medio metro de donde sus visitantes esperaban. Sobre ella descansaba un cuenco de cristal lleno de fruta. Eligió una naranja y hundió las uñas de manicura en la piel. El perfume de la carne impregnó el aire. Empezó a pelarla.
– Gracias, Judas -dijo en voz baja a Mollison.
Mollison gruñó.
– Por favor, Gabbie. ¿Qué podía hacer?
– No lo sé. ¿Por qué no le preguntas a tu abogada particular? Seguro que estará más que contenta de aconsejarte.
– No puedes quedarte aquí para siempre.
– Tampoco era mi intención.
– Han de hablar contigo. Han de saber lo que pasó. Han de llegar al fondo del asunto.
– ¿De veras? ¿Cuándo decidiste convertirte en soplón de la policía?
– Gabbie, diles lo que pasó cuando Ken llegó a la casa. Cuéntales lo que te dijo. Es lo único que quieren saber. Después, se irán.
Gabriella miró con aire desafiante a Mollison un buen rato. Por fin, bajó la cabeza y dedicó su atención a la naranja. Un segmento de piel resbaló de su mano, y Mollison y ella se agacharon al mismo tiempo para recogerlo. El lo cogió antes. La mano de Gabriella se cerró sobre la suya.
– Guy -dijo en tono perentorio.
– Todo saldrá bien -dijo Mollison con suavidad-. Te lo prometo. Solo diles la verdad. ¿Lo harás?
– Si hablo, ¿te quedarás?
– Ya lo hemos hablado antes. No puedo. Lo sabes.
– No me refiero a después. Ahora. Mientras estén aquí. ¿Te quedarás?
– Allison cree que he ido al centro deportivo. No podía decirle adonde… He de volver, Gabbie.
– Por favor. No me dejes sola. No sé qué decir.
– Solo la verdad.
– Ayúdame a contarla, por favor. -Los dedos de Gabriella ascendieron por su brazo-. Por favor -repitió-. No tardaré mucho, Guy. Te lo prometo.
Dio la impresión de que Mollison apartaba los ojos de ella solo gracias a un esfuerzo de voluntad.
– No estaré más de media hora -dijo.
– Gracias -contestó Gabriella en un suspiro-. Voy a ponerme algo.
Desapareció en un dormitorio y cerró la puerta a su espalda.
Jean-Paul se esfumó con discreción. Los demás se adentraron en la sala de estar. La sargento Havers se dirigió a una de las dos butacas situadas bajo las ventanas que daban al patio. Se dejó caer, tiró el bolso al suelo y apoyó un pie en la rodilla opuesta. Se encontró con la mirada de Lynley y alzó los ojos hacia el techo. Lynley sonrió. Hasta el momento, la sargento se había controlado de una forma admirable. Gabriella Patten era la clase de mujer que a Havers le habría gustado abofetear hasta cansarse.
Mollison se acercó a la chimenea y acarició las hojas sedosas de una aspidistra artificial. Se examinó en la pared encristalada. Después, se encaminó a la librería empotrada y recorrió con el dedo una colección de libros dedicados a Dick Francis, Jeffrey Archer y Nelson DeMille. Se mordisqueó la uña unos instantes, antes de volverse hacia Lynley.
– No es lo que parece -dijo impulsivamente.
– ¿El qué?
Torció la cabeza hacia la puerta.
– Ese tipo. El que estuviera aquí. No quiere decir lo que está pensando.
Lynley se preguntó a qué conclusión creía Mollison que había llegado después de la breve pero impresionante interpretación de Gabriella. Decidió optar por el silencio y ver adónde conducían las reflexiones verbales de Mollison. Caminó hasta la ventana e inspeccionó el patio, donde dos pajaritos correteaban alrededor de la fuente.
– Lo siente.
– ¿El qué? -preguntó Havers.
– Lo sucedido a Ken. Actúa como si no, a causa de lo que ocurrió el miércoles por la noche. A causa de lo que él le dijo. A causa de lo que hizo. Está dolida. No quiere demostrarlo. ¿Lo haría usted?
– Creo que me comportaría con mucha prudencia en una investigación por asesinato -dijo Havers-, sobre todo si yo fuera la última persona conocida que había visto el cadáver antes de ser un cadáver.
– Ella no hizo nada. Se largó a toda prisa. Y tenía buenos motivos para ello, si quieren saber la verdad.
– Eso es lo que buscamos.
– Estupendo, porque estoy dispuesta a contársela.
Gabriella Patten se erguía enmarcada en la puerta de la sala de estar, ataviada con un mono negro, una blusa de tirantes estampada con flores tropicales y una chaquetilla transparente negra que onduló cuando se acercó al sofá. Desabrochó las delicadas hebillas doradas de las sandalias negras que calzaba y se las quitó. Recogió los pies (de pedicura, con las uñas pintadas de rosa, como las de los dedos de la mano) debajo del cuerpo cuando se acomodó en un extremo del sofá y dirigió una fugaz sonrisa a Mollison.