– ¿Quieres algo, Gabbie? ¿Té? ¿Café? ¿Coca-Cola?
– Me basta con que estés aquí. Tener que revivirlo de nuevo será como una pesadilla. Gracias por quedarte. -Posó la palma de la mano sobre el sofá-. ¿Vienes?
En respuesta, Mollison se alejó de las estanterías y se sentó a unos calculados veinte centímetros de ella, lo bastante cerca para comunicarle su apoyo y, al mismo tiempo, lejos de su alcance. Lynley se preguntó a quién iba dirigido el mensaje de aquellos veinte centímetros: a la policía o a Gabriella Patten. Ella pareció no darse cuenta. Enderezó los hombros y la espalda, y devolvió la atención a los otros, con un movimiento de los suaves rizos, que cayeron sobre sus hombros.
– Quieren saber lo que pasó el miércoles por la noche -dijo.
– No está mal para empezar -dijo Lynley-, pero luego continuaremos.
– Hay poco que decir. Ken vino a los Springburns. Tuvimos una pelea espantosa. Me marché. No tengo ni idea de lo que pasó después. A Ken, quiero decir. -Apoyó la cabeza en el sofá (la sien sobre las yemas de los dedos, el brazo extendido sobre el respaldo del sofá) y vio que la sargento Havers pasaba las páginas de su libreta-. ¿Es necesario? -preguntó.
La sargento Havers siguió pasando las páginas. Encontró la que buscaba, lamió el extremo del lápiz y se puso a escribir.
– He dicho… -empezó Gabriella.
– Se peleó con Fleming. Se marchó -murmuró Havers mientras escribía-. ¿A qué hora fue?
– ¿Tiene que tomar notas?
– Es la mejor manera de no cometer equivocaciones.
Gabriella pidió con la mirada a Lynley que interviniera.
– ¿A qué hora, señora Patten? -preguntó el inspector.
La mujer vaciló, frunció el entrecejo, con la atención todavía concentrada en Havers, como si deseara telegrafiarle su desagrado por el hecho de que el lápiz de la sargento inmortalizara sus palabras.
– No lo sé con exactitud. No miré el reloj.
– Me telefoneaste alrededor de las once, Gabbie -intervino Mollison-. Desde la cabina de Greater Springburn. La pelea tuvo que ocurrir antes.
– ¿A qué hora llegó Fleming para verla? -preguntó Lynley.
– ¿A las nueve y media? ¿A las diez? No lo sé con exactitud, porque había ido a dar un paseo y cuando volví, ya había llegado.
– ¿No sabía que iba a venir?
– Pensé que iba a Grecia. Con ese… -Se ajustó con cuidado la chaquetilla negra-. Con su hijo. Dijo que era el cumpleaños de James y que intentaba reconciliarse con él, así que se iban a Atenas. Y desde allí harían el crucero.
– ¿Intentaba reconciliarse con él?
– Existía una considerable anomia entre ambos, inspector.
– ¿Perdón?
– No se llevaban bien.
– Ah. -Lynley vio que la boca de Havers formaba la palabra «anomia», mientras escribía con diligencia. Solo Dios sabía qué haría con el despropósito cuando redactara el informe-. ¿Cuál era el origen de su… anomia?
– James no se adaptaba a la realidad de que Ken había dejado a su madre.
– Fleming se lo dijo.
– No hizo falta. James era la hostilidad personificada contra su padre, y no son necesarios conocimientos en psicología infantil para comprender el por qué. Los hijos siempre se áf erran a la tenebrosa esperanza de que los padres separados volverán a juntarse. -Se llevó la mano al pecho para subrayar sus palabras-. Yo representaba a la intrusa, inspector. James sabía que yo existía. Sabía lo que implicaba mi presencia en la vida de su padre. No le gustaba, y comunicó a su padre de todas las maneras posibles que no le gustaba.
– La madre de Jimmy dice que él ignoraba las intenciones de su padre de casarse con usted -dijo Havers-. Dice que ninguno de sus hijos lo sabía.
– Entonces, la madre de James miente. Ken se lo dijo a los niños. Y también a Jean.
– Eso cree usted.
– ¿Qué insinúa?
– ¿Estaba usted presente cuando se lo dijo a su mujer y a sus hijos? -preguntó Lynley.
– Yo no tenía el menor deseo de revelar públicamente que Ken iba a terminar su matrimonio para estar conmigo. Tampoco necesitaba estar presente para verificar el hecho de que había informado a su familia.
– ¿Y en privado?
– ¿Qué?
– ¿Lo deseaba en privado?
– Hasta el miércoles por la noche, estaba loca por él. Quería casarme con él. Mentiría si dijera que no estaba contenta de que estuviera dando pasos en su vida personal para poder estar juntos.
– ¿En qué cambió las cosas el miércoles por la noche?
La mujer volvió la cabeza y apoyó la frente en los dedos.
– Hay ciertas cosas que, cuando se dicen entre un hombre y una mujer, causan daños irreparables en una relación. Estoy segura de que me entiende.
«Más materia con menos arte», pensó Lynley.
– Debo pedirle que sea más concreta, señora Patten, Fleming llegó a las nueve y media o las diez. ¿La pelea empezó enseguida, o él la suscitó de alguna manera?
La mujer levantó la cabeza. Un círculo de color perfecto, del tamaño de una moneda de diez peniques, había aparecido en cada una de sus mejillas.
– No entiendo en qué va a cambiar lo que vino a continuación una descripción minuciosa de la velada.
– Eso lo juzgaremos nosotros -replicó Lynley-. ¿Empezó la pelea enseguida?
Gabriella no contestó.
– Díselo, Gabbie -intervino Mollison-. No te va a perjudicar.
La mujer lanzó una breve carcajada gutural.
– Porque no te lo conté todo. No podía, Guy. Y tener que contarlo ahora…
Se pasó los dedos sobre los ojos y sus labios temblaron convulsivamente bajo la protección de la mano.
– ¿Quieres que me marche? -preguntó Mollison-. Si quieres, puedo esperar en la otra habitación. O fuera…
Gabriella se inclinó hacia él y se apoderó de su mano. Mollison avanzó un par de centímetros hacia ella.
– No -dijo Gabriella-. Tú eres mi fuerza. Quédate, por favor. -Retuvo su mano entre las suyas. Respiró hondo-. De acuerdo.
Había salido a dar un largo paseo. Era parte de su rutina, dos paseos largos al día de ejercicio aeróbico, uno por la mañana y otro por la noche. Por las noches, realizaba un circuito parcial de los Springburns, que abarcaba unos nueve kilómetros a buen paso. Volvió a Celandine Cottage y vio el Lotus de Ken Fleming aparcado en el camino particular.
– Como ya he dicho, pensaba que había ido a Grecia con James, de modo que me sorprendió ver su coche, pero me alegré al mismo tiempo, porque no habíamos estado juntos desde el sábado anterior y, antes de comprender en aquel momento que había venido a Kent guiado por un impulso, no confiaba en verle antes de que volviera de Grecia el domingo por la noche.
Entró en la casa y le llamó. Le encontró en el retrete de arriba. Estaba arrodillado en el suelo y rebuscaba en la basura. Había hecho lo mismo en la cocina y en la sala de estar, y había dejado los cubos de basura volcados.
– ¿Qué buscaba? -preguntó Lynley.
Eso era lo que Gabriella quería saber, y Fleming no se lo dijo al principio. De hecho, no dijo ni una palabra. Se limitó a remover la basura, y cuando terminó, entró como una tromba en el dormitorio y rasgó el cubrecama. Examinó las sábanas. Después, bajó al comedor, sacó las botellas de licor del antiguo palanganero que las albergaba, las alineó sobre la mesa y examinó el nivel del líquido de cada una. Cuando acabó (Gabriella seguía preguntándole qué buscaba, qué pasaba), volvió a la cocina y removió la basura de nuevo.