– Le pregunté si había perdido algo. Repitió la pregunta y rió.
Después, se levantó, apartó el cubo de una patada y la agarró del brazo. Preguntó quién había estado en la casa. Gabriella había estado sola desde el domingo por la mañana, dijo, estaban a miércoles por la noche, no habría podido sobrevivir cuatro días enteros sin una buena dosis de compañía masculina (nunca lo había hecho, ¿verdad?), de modo que, ¿quién se la había proporcionado? Antes de que ella pudiera contestar o protestar, salió disparado de la casa y se precipitó hacia el montón de abono del jardín, donde se puso a escarbar también.
– Estaba como loco. Nunca había visto nada semejante. Le supliqué que me dijera lo que buscaba, para poder ayudarle, y dijo…
Llevó la mano prisionera de Mollison a su mejilla y cerró los ojos.
– No pasa nada, Gabbie -dijo Mollison.
– Sí que pasa -susurró ella-. Su rostro estaba tan deformado que era irreconocible. Retrocedí. Dije: «Ken, ¿qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Por qué no me lo dices? Has de decírmelo», y entonces… Se levantó de un salto. Como impulsado por un resorte.
Fleming describió el tiempo que habían estado separados. Domingo por la noche, dijo, lunes por la noche, martes por la noche, Gabriella. Por no mencionar las mañanas y las tardes. Eso era mucho tiempo, afirmó. Gabriella le preguntó tiempo para qué, para qué. Él rió y dijo que había tenido suficiente tiempo para homenajear a todo el equipo de Middlesex y la mitad de Kent. Y era muy lista, ¿verdad? Había destruido las pruebas, si es que existían pruebas. Porque tal vez no pedía a los demás que tomaran las mismas precauciones, por protección y seguridad, que a Fleming. Tal vez los demás gozaban de su entusiasta cono sin el impedimento del látex. ¿Era así, Gabriella? Pides a Ken que utilice condones para hacerte la precavida, mientras te cepillas a los otros sin tantas exigencias, ¿verdad?
– De modo que había estado buscando en la basura… Había buscado… Como si yo…
La voz de Gabriella se quebró.
– Creo que hemos captado la idea. -Havers dio unos golpecitos con el lápiz en la suela de su zapato-. ¿La pelea fue fuera de la casa?
Ahí había empezado, dijo Gabriella. Primero, Fleming acusó y Gabriella negó, pero sus negativas solo sirvieron para enfurecerle más. Gabriella le dijo que se negaba a discutir unas acusaciones tan groseras, y volvió a la casa. Él la siguió. Ella intentó dejarle fuera, pero Ken tenía su llave. Gabriella cruzó la sala de estar y trató sin éxito de atrancar la puerta con una silla apoyada bajo el pomo. El esfuerzo fue inútil. Fleming cargó contra la puerta con el hombro. La silla cayó al suelo. Entró. Gabriella retrocedió hasta un rincón, con un atizador en la mano. Le advirtió que no se acercara. Él no hizo caso.
– Pensé que iba a pegarle -dijo Gabriella-, pero solo pude imaginar la sangre y la herida, y el aspecto que tendría si lo hacía. -Vaciló cuando Fleming se acercó. Volvió a advertirle. Levantó el atizador-. Y de pronto, recuperó la razón.
Pidió disculpas. Pidió que le diera el atizador. Prometió que no le haría daño. Dijo que había oído rumores. Le habían dicho cosas, confesó, y daban vueltas en su cabeza como avispas. Ella preguntó: ¿qué cosas, qué rumores? Quiso saberlo, para poder defenderse o explicarse. Ken preguntó si querría explicarse. Si le decía un nombre, ¿le diría la verdad?
– Casi daba pena -dijo Gabriella-. Parecía indefenso, destrozado. Solté el atizador. Le dije que le quería y que haría cualquier cosa por ayudarle a superar aquel bache.
Mollison, dijo entonces. Primero, quería saber lo de Mollison. Ella repitió la palabra «primero». Preguntó qué significaba aquel «primero». Y aquella sola palabra volvió a encenderle.
– Sospechaba que había tenido montones de amantes. Sus acusaciones no me gustaron, así que dije cosas feas sobre él. Sobre Miriam. Se puso hecho una fiera. La pelea fue aumentando de intensidad a partir de ese momento.
– ¿Qué la impulsó a marcharse?
– Esto. -Sacudió de los hombros la espesa masa de cabello. A cada lado del cuello se veían morados en la piel, como manchas de tinta aguada-. Pensé que iba a matarme. Estaba fuera de sí.
– ¿En defensa de la señora Whitelaw?
No. Consideró las acusaciones de Gabriella una absoluta estupidez. Su principal preocupación residía en el pasado de Gabriella. ¿Cuántas veces había sido infiel a Hugh? ¿Con quién? ¿Dónde? ¿Cómo? Porque no me digas que solo ha sido Mollison, advirtió. Esa respuesta no sirve. Me he pasado estos tres días preguntando por ahí. Tengo nombres. Tengo sitios. Y lo mejor que puedes hacer por ti en este momento es lograr que los nombres y los sitios coincidan.
– Yo tuve la culpa -dijo Mollison. Con la mano libre, devolvió el pelo de Gabriella a su sitio, para que ocultara los morados.
– Y yo también. -Gabriella levantó la mano de Mollison por segunda vez y habló con la boca pegada a ella-. Porque después de que lo nuestro terminara, Guy, me volví como loca. Hice exactamente lo que él me acusó de hacer. Oh, todo no, porque nadie habría tenido tiempo de hacer todo lo que él deseaba creer sobre mis hazañas. Pero algunas sí. Y con más de un amante. Porque estaba desesperada. Porque mi matrimonio era un chiste. Porque te echaba tanto de menos que quería morir, y me daba igual lo que me sucediera.
– Oh, Gabbie -gimió Mollison.
– Lo siento.
Dejó caer las manos sobre su regazo. Levantó la cabeza y le dedicó una sonrisa trémula. Mollison extendió la mano libre hacia su mejilla. Una lágrima brotó de su ojo. La secó con la mano.
Havers interrumpió la tierna escena.
– O sea, él la estaba estrangulando, ¿no? Usted se soltó y huyó..
– Sí, exacto.
– ¿Por qué cogió su coche?
– Porque estaba bloqueando el mío.
– ¿No la persiguió?
– No.
– ¿Cómo cogió las llaves?
– ¿Las llaves?
– Las del coche.
– Las había dejado sobre la encimera de la cocina. Las cogí para impedir que me siguiera. Después, cuando salí, vi que el Lotus me cerraba el paso, así que cogí su coche. No volví a verle ni a saber de él.
– ¿Y los gatitos? -preguntó Lynley.
– ¿Los gatitos? -preguntó Gabriella, desorientada.
– ¿Qué hizo con ellos? Creo que tiene dos.
– Oh, Dios, me había olvidado por completo de los gatos. Estaban durmiendo en la cocina cuando salí a dar el paseo. -Pareció verdaderamente apesadumbrada por primera vez-. Tenía que cuidar de ellos. Me lo prometí cuando les encontré junto a la fuente. Prometí que no les abandonaría. Me marché y…
– Estabas aterrorizada -dijo Mollison-. Huías para salvar la vida. No podías tener en cuenta todo.
– Esa no es la cuestión. Estaban indefensos y los abandoné, porque solo podía pensar en mí.
– Ya aparecerán -la consoló Mollison-. Alguien los habrá recogido, si no están en la casa.
– ¿Adonde fue cuando logró escapar? -preguntó Lynley.
– Conduje sin parar hasta Greater Springburn. Telefoneé a Guy.
– ¿Cuánto se tarda en coche?
– Quince minutos.
– ¿Su pelea con Fleming duró más de una hora?
– ¿Más de…?
Gabriella miró a Mollison, confusa.
– Si él llegó a las nueve y media o las diez y usted no telefoneó a Mollison hasta las once, eso hace más de una hora -explicó Lynley.
– Bien, puede que durara tanto, sí -. ¿No hizo nada más?
– ¿Qué quiere decir?
– Había un paquete de Silk Cut en un aparador de la cocina. ¿Es usted fumadora, señora Patten?
Mollison se removió en el sofá, inquieto.
– No estará pensando que Gabriella…
– ¿Fuma, señora Patten?
– No.
– Entonces, ¿de quién son esos cigarrillos? Nos han dicho que Fleming no fumaba.
– Son míos. Antes fumaba, pero lo dejé hace casi cuatro meses. Por Ken, sobre todo. Se empeñó. Pero siempre guardaba un paquete cerca por si lo necesitaba. Creo que se aguanta mejor si los tienes a mano. No parece tanto un sacrificio.