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– ¿No tenía otro paquete, ya abierto?

Gabriella miró a Lynley, y después a Havers. Luego, volvió la vista hacia Lynley. Dio la impresión de que estaba situando la pregunta en su contexto.

– No estará pensando que le maté. No estará pensando que provoqué el incendio. ¿Cómo habría podido? Él estaba en casa. Estaba furioso. ¿Cree que me habría dejado…? ¿Qué tendría que haber hecho?

– ¿Tiene aquí también un paquete de cigarrillos, para facilitar la resistencia?-preguntó Lynley.

– Tengo un paquete. Sin abrir. ¿Quiere verlo?

– Sí, antes de irnos. -Gabriella se encrespó, pero Lynley continuó-. Después de telefonear a Mollison y quedar para venir a este piso, ¿qué hizo?

– Subí al coche y vine aquí.

– ¿Había alguien aquí?

– ¿En el piso? No.

– Por lo tanto, nadie puede verificar la hora en que llegó.

Los ojos de Gabriella destellaron de indignación.

– Desperté al portero. Me dio la llave.

– ¿El portero vive solo?

– ¿Qué tiene eso que ver, inspector?

– ¿Terminó Fleming su relación el miércoles por la noche, señora Patten? ¿Fue uno de los motivos de la discusión? ¿Se vieron frustrados sus planes de un nuevo matrimonio?

– Espere un momento -se alteró Mollison.

– No, Guy. -Gabriella soltó la mano de Mollison. Cambió de posición. Seguía con las piernas dobladas debajo del cuerpo, pero se puso de cara a Lynley. La indignación casi la impedía hablar-. Ken dio por terminada la relación. Yo di por terminada la relación. ¿Qué más da? Estaba terminada. Me fui. Telefoneé a Guy. Vine a Londres. Llegué alrededor de la medianoche.

– ¿Puede confirmarlo alguien, además del portero?

El cual estaría más que complacido de corroborar cualquier cosa que Gabriella dijera, pensó Lynley.

– Ya lo creo. Alguien más puede confirmarlo.

– Necesitamos el nombre.

– Y créame, me alegra mucho facilitárselo. Miriam Whitelaw. No habían pasado ni cinco minutos desde que llegué a este piso, y ya estábamos hablando por teléfono.

Una sonrisa de triunfo iluminó su cara cuando leyó la sorpresa momentánea en la de Lynley.

Doble coartada, pensó el inspector. Una para cada una.

Capítulo 13

La sargento Havers, parada ante el Bentley en Shepherd's Market, partió en dos un panecillo de arándanos. Mientras Lynley telefoneaba al Yard, había entrado en el Express Café y regresado con dos tazas de plástico humeantes, que dejó sobre el capó del coche, y una bolsa de papel de la que sacó su tentempié de media mañana.

– Un poco temprano para refrigerios, pero qué diablos -comentó, mientras ofrecía a Lynley una porción.

– Tenga cuidado con el coche, sargento, por el amor de Dios -diijo el inspector, y rechazó la invitación.

Estaba escuchando el informe del agente Nkata, que hasta el momento consistía en los esfuerzos de los agentes enviados a la Isla de los Perros y Kensington por esquivar a los periodistas, los cuales, en palabras de Nkata, «acechaban como una bandada de buitres a la espera de un accidente de carretera». No había ninguna noticia importante procedente de ambos lugares, ni tampoco de Little Venice, donde otro equipo de agentes investigaba los movimientos de Olivia Whitelaw y Chris Faraday el miércoles por la noche.

– Sin embargo, toda la familia está en Cardale Street -dijo Nkata.

– ¿El chico también? -preguntó Lynley-. ¿Jimmy?

– Por lo que sabemos, sí.

– Bien. Si se marcha, síganle.

– Lo haremos, inspector. -Se oyó un crujido cerca del micrófono, como si Nkata estuviera estrujando papeles.

– Ha llamado Maidstone -dijo-. Una pájara, diciendo que la telefonee cuando pueda.

– ¿La inspectora Ardery?

Más crujidos.

– Exacto, Ardery. Dígame, ¿es tan zorra como insinúa la voz?

– Es demasiado vieja para ti, Winston.

– Joder. Siempre igual.

Lynley cortó la comunicación y se reunió con Ha-vers en la acera. Probó el café que le había traído.

– Esto es espantoso, Havers.

– Pero es líquido -contestó la sargento, mientras masticaba el panecillo.

– También el lubricante para motores, y prefiero no beberlo.

Havers masticó y movió la taza en la dirección de la que habían venido.

– ¿Qué opina?

– Esa es la pregunta del momento -dijo Lynley, mientras reflexionaba sobre la entrevista con Gabriella Patten.

– La señora Whitelaw podrá corroborar la llamada. Si Gabriella telefoneó a Kensington alrededor de la medianoche del miércoles, lo hizo desde el piso, puesto que el portero ha confirmado la hora en que recogió la llave. Lo cual la coloca fuera de juego. No pudo estar en dos sitios a la vez, provocando un incendio en Kent y sosteniendo una charla amistosa con la señora Whitelaw en Londres. Supongo que sobrepasa los poderes de Gabriella.

Pero tenía otros, como ambos habían comprobado. Y no se paraba en barras a la hora de utilizarlos.

– Me quedaré un rato -les había confesado Guy Mollison, sin dar muestras de embarazo, al concluir la entrevista, cuando salió con Lynley y Havers al entresuelo y entornó la puerta a su espalda-. Lo ha pasado muy mal. Necesita un amigo. Si puedo hacer algo… Soy en parte culpable. Si no hubiera provocado a Ken… Se lo debo. -Miró hacia la puerta. Asomó la lengua y se humedeció los labios-. Su muerte la ha destrozado. Querrá hablar con alguien, es evidente.

Lynley se preguntó si la capacidad de autoengaño del hombre era ilimitada. Era curioso pensar que habían presenciado la misma actuación. Desde el sofá, con la cabeza y los hombros echados hacia atrás, las manos enlazadas, Gabriella les había contado la conversación con Miriam Whitelaw.

– Esa mujer es una hipócrita redomada. Se mostraba impasible cuando nos veía juntos a Kenneth y a mí, pero me odiaba, no quería que se casara conmigo, pensaba que yo no era lo bastante buena para él. Nadie era lo bastante bueno para Ken, en opinión de Miriam. Nadie, excepto Miriam, claro.

– Ella niega que fueran amantes.

– Pues claro que no eran amantes. No por falta de ganas, créame.

– ¿Fleming se lo dijo?

– No hacía falta. Bastaba con tener los ojos bien abiertos. Cómo le miraba ella, cómo le trataba, cómo estaba pendiente de sus palabras. Era repugnante. Y siempre criticando. A mí. A nosotros. Todo por el bien de Ken. Y todo con esa sonrisa empalagosa en la cara. «Perdona, Gabriella, no quiero cohibirte…», y se lanzaba a discursear.

– ¿Por qué cohibirla?

– «¿Estás segura de que esa es la palabra que quieres utilizar, querida?» -Hizo una excelente imitación de la voz meliflua de la señora Whitelaw-. «¿No querrás decir "mí" en lugar de "yo"?» «Qué punto de vista más…, hum…, intrigante acabas de expresar. ¿Has leído mucho sobre el tema? Ken es un lector verbacio, ¿sabes?»

Lynley dudó que Miriam Whitelaw se hubiera atrevido a inventar palabras, pero captó la idea general. La imitación de Gabriella continuó.

– «Estoy segura de que, cuando Ken y tú os caséis, desearéis que la unión sea duradera, ¿no? Por tanto, debo señalarte la importancia de que un hombre y una mujer coincidan en un plano intelectual, además del físico.» -Gabriella sacudió la masa de su cabello, un movimiento brusco que dejó de nuevo al descubierto sus morados-. Ella sabía que Ken me quería. Sabía que me deseaba. No podía soportar la idea de que Ken sintiera algo por otra mujer, así que debía quitarle importancia. «Ya sabes que la pasión es efímera, por supuesto. Tiene que existir algo más entre los amantes, si su relación ha de superar la prueba del tiempo. Estoy segura de que Ken y tú ya lo habréis hablado, ¿verdad, querida? No querrá cometer el mismo desafortunado error que con Jean.»