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Si había dicho eso en la cara de Gabriella, ¿qué imaginaba la policía que diría a espaldas de Gabriella? A Ken. Todo ello lo decía con infinito cuidado, con infinita delicadeza, sin la menor indicación de que la señora Whitelaw sintiera algo más que preocupación maternal por el joven al que conocía desde que tenía quince años.

– De modo que cuando llegué a Londres la telefoneé -dijo Gabriella-. Había dedicado tanto tiempo a intentar separarnos que me pareció justo informarla de su triunfo final.

– ¿Cuánto duró la conversación?

– Lo suficiente para comunicar a esa zorra que había conseguido lo que deseaba.

– ¿Y la hora?

– Ya se lo he dicho. Alrededor de la medianoche. No lo comprobé, pero vine desde Kent sin parar, así que no podían ser más tarde de las doce y media.

Cosa que también podría confirmar la señora Whi-telaw, pensó Lynley. Bebió otro sorbo de café, hizo una mueca y vertió el resto en el arroyo, donde formó un charco sospechosamente grasiento. Tiró la taza a un cubo de basura y volvió al coche.

– ¿Y bien? -dijo Havers-. Si descartamos a Gabriella, ¿quién tiene más números?

– La inspectora Ardery tiene algo para nosotros -contestó Lynley-. Hemos de hablar con ella.

Entró en el coche. Havers le siguió, y dejó un rastro de migas como la hermana de Hansel. Cerró la puerta, apoyó el café y el panecillo sobre las rodillas, y se abrochó el cinturón.

– Una cosa está clara, para mí al menos -dijo.

– ¿Cuál?

– Lo que he estado pensando desde el viernes por la noche. Lo que usted insinuó cuando dijo que la muerte de Fleming no era un suicidio, un asesinato o un accidente: Gabriella Patten como la presunta víctima del crimen. Está descartada. ¿No le parece?

Lynley no contestó enseguida. Meditó sobre la pregunta, mientras observaba a una mujer bien peinada, ataviada con un vestido negro sospechosamente ceñido, que pasaba al lado del Bentley y se apoyaba con aparente naturalidad contra una farola, no lejos de Ye Grapes. Compuso una máscara sobre su cara que comunicaba sensualidad, aburrimiento e indiferencia al mismo tiempo.

Havers siguió la dirección de la mirada de Lynley. Suspiró.

– Joder. ¿Llamo a la brigada del vicio?

Lynley negó con la cabeza y giró la llave del encendido, aunque no puso en marcha el coche.

– Aún es temprano. Dudo que tenga muchos clientes.

– Debe de estar desesperada.

– Yo diría que sí. -Lynley apoyó la mano sobre el cambio de marchas con aire pensativo-. Quizá la desesperación sea la clave de todo esto.

– ¿Quiere decir de la muerte de Fleming? Y es la muerte de Fleming, premeditada y todo, la que nos tiene ocupados. No es la de Gabriella -. Havers tomó un sorbo de café y abundó en el tema antes de que Lynley pudiera discrepar-. Solo había tres personas susceptibles de querer matar a Gabriella, y que sabían dónde estaba el miércoles por la noche. El problema es que los tres presuntos asesinos tienen coartadas a prueba de bomba.

– Hugh Patten -dijo Lynley en tono pensativo.

– Que según todos los testigos estaba donde afirma, en la sala de juego del Cherbourg Club.

– Miriam Whitelaw.

– Cuya coartada ha sido inconscientemente confirmada por Gabriella Patten, no hace ni diez minutos.

– ¿Y la última?

– El propio Fleming, que perdía la chaveta al descubrir el desagradable pasado de su amante. Y es el que tiene la mejor coartada de todos.

– Se está olvidando de Jean Cooper. Y del chico, Jimmy.

– No sabían dónde estaba Gabriella. No obstante, si Fleming fue la víctima elegida desde el primer momento, nos encontramos con un partido de criquet nuevo, ¿no? Porque Jimmy debía saber que su padre pretendía llevar el divorcio adelante. Y habló con su padre la misma tarde. Puede que supiera adónde se dirigía Fleming. Tal como yo lo veo, Fleming había herido a la madre del chico, había herido al chico, había herido a sus hermanos, había hecho promesas que no cumplía…

– No estará insinuando que Jimmy asesinó a su padre porque canceló el crucero, ¿verdad?

– El crucero cancelado era un simple síntoma. No la enfermedad. Jimmy decidió que ya habían aguantado bastante, así que se fue a Kent el miércoles por la noche y administró la única medicina capaz de curarla. Al mismo tiempo, repitió un comportamiento anterior. Provocó un incendio.

– Un método muy sofisticado para un chico de dieciséis años, ¿no cree?

– En absoluto. Ya había provocado incendios antes…

– Uno.

– Uno que nosotros sepamos. El hecho de que el incendio de la casa fuera tan descarado sugiere falta de sofisticación, no lo contrario. Señor, hemos de meterle mano a ese chico.

– Primero, necesitamos algo con qué.trabajar.

– ¿Por ejemplo?

– Una sola prueba. Un testigo que sitúe al chico el miércoles en el lugar de los hechos.

– Inspector…

– Havers, entiendo su razonamiento, pero no nos vamos a precipitar. Lo que ha dicho sobre Gabriella tiene sentido: las personas susceptibles de desear matarla y que sabían dónde estaba tienen coartadas, mientras que las personas con motivos pero sin coartada no sabían dónde estaba. Lo acepto.

– Entonces…

– Ha descuidado otros puntos.

– ¿Por ejemplo?

– Los morados de su cuello. ¿Se los hizo Fleming? ¿Se los hizo ella misma para apoyar su historia?

– Pero alguien, el tío que paseaba, el granjero, oyó la pelea. Existe una confirmación de su historia. Y ella aportó la mejor pregunta: ¿qué hacía Fleming mientras ella prendía fuego a la casa?

– ¿Quién sacó a los gatos?

– ¿Los gatos?

– Los gatitos. ¿Quién sacó a los gatitos? ¿Fleming? ¿Por qué? ¿Sabía que estaban en la casa? ¿Se tomó la molestia?

– ¿Qué quiere decir? ¿Que Fleming fue asesinado por un amante de los animales?

– Vale la pena pensarlo, ¿no?

Lynley puso el coche en marcha y arrancó en dirección a Piccadilly.

Desde la cubierta de la barcaza, donde el sol de media mañana, después de lograr rozar las copas de los árboles, derramaba por fin franja tras franja de calor confortable sobre su pecho dolorido, Chris Faraday vio a los dos policías y notó un nudo en el estómago. No iban vestidos de policías (uno llevaba chaqueta de cuero y tejanos, el otro pantalones de algodón y una camisa con el cuello abierto), de manera que en otras circunstancias Chris habría creído que eran cualquier otra cosa, desde paseantes a Testigos de Jehová que buscaban conversos por el canal. Sin embargo, dadas las circunstancias, cuando les vio subir de barcaza en barcaza, cuando vio que los propietarios de las barcazas volvían la cabeza en su dirección y desviaban la vista a toda prisa si se daban cuenta de que estaba mirando, Chris supo quiénes eran los hombres y qué hacían. Su trabajo consistía en interrogar a los vecinos y conseguir confirmación o no de sus movimientos el miércoles por la noche, y empleaban un método profesional y sistemático. Lo hacían de forma descarada, con el fin de alterar los nervios del que los observaba.

Bingo, les saludó mentalmente. Sus nervios estaban alterados.

Había que tomar medidas, hacer llamadas telefónicas y entregar informes. Pero no conseguía reunir fuerzas para ello. Esto no tiene nada que ver conmigo, se repetía, pero la verdad era que sí estaba relacionado con él y lo que había hecho durante los últimos cinco años, desde la noche en que había recogido a Livie de la calle y considerado su rehabilitación y regeneración como un desafío personal. Idiota, pensó. El orgullo me ha traído hasta aquí.

Hundió los dedos en los músculos irritados de la base del cráneo. Estaban tensos, como una maraña de cables. Reaccionaban en parte a la visión de la policía, pero también a una noche de insomnio.