Выбрать главу

La desdicha y la ironía eran malos compañeros de cama, decidió Chris. No solo le habían mantenido despierto, sino que estaban convirtiendo su vida en una continua espera. El que acecharan en las cercanías de su conciencia había provocado que abriera los ojos aquella mañana, los clavara en los agujeros de nudos del techo de pino de su habitación, y se sintiera como un puritano acusado de brujería, con el peso de un yunque sobre el pecho. Debió dormir en algún momento, pero no lo recordaba. Y las sábanas y las mantas (tan arrugadas y retorcidas que parecían ropa recién sacada de la lavadora) eran testigos silenciosos de la inquietud que había sustituido al sueño.

El primer movimiento le arrancó un gruñido de dolor. Tenía el cuello y los hombros como petrificados, y si bien necesitaba tanto mear que su polla buscaba el lavabo casi por cuenta propia, le dolían la espalda y las extremidades. Salir de la cama se le antojaba un esfuerzo que tardaría un mes en realizar.

Lo que le había mantenido despierto era pensar en Livie, el «así es como se sentirá ella», que inyectaba cantidades equivalentes de energía y culpabilidad en su organismo. Gruñó, rodó de costado y sacó los pies de la cama para comprobar la temperatura de la habitación. Una lengua suave lamió un dedo. Beans estaba tendido en el suelo, y esperaba con paciencia el desayuno y un paseo.

Chris dejó caer la mano por el costado de la cama, y el pachón se estiró un poco hacia delante para acercar ia cabeza a las inminentes caricias. Chris sonrió.

– Buen chico -murmuró-. ¿Te apetece una taza de té? ¿Has venido para tomar nota de mi desayuno? Quiero huevos, tostadas, una lonja de bacon, poco hecha, y un cuenco de fresas. ¿Lo has apuntado, Beans?

El perro meneó la cola. Su respuesta consistió en un agradable plañido. Livie llamó desde el otro lado del pasillo.

– ¿Estás levantado, Chris?

– Ya voy.

– Te has dormido.

Su tono no era de reproche. Nunca hablaba en tono de reproche. Pero Chris se sintió reprochado.

– Lo siento -dijo.

– Chris, no quería…

– Lo sé. No es nada. Una mala noche.

Salió de la cama. Permaneció sentado un momento, con la cabeza entre las manos. Intentó no pensar pero fracasó, como había fracasado durante casi toda la noche.

Los hados se lo estarán pasando en grande, pensó. Había vivido siempre sin ceder a los impulsos. Solo se había desviado una vez de aquella norma. Y ahora, por culpa de aquel momento en que había visto a Livie esperando a su cliente de los domingos por la tarde, con aquellas bolsas llenas de artilugios sexuales a los pies, por culpa de aquel instante en que se había preguntado si sería posible suavizar sus aristas duras pero quebradizas, iba a pagar. De una manera u otra, si no se le ocurría una dirección en la que desviar a la policía, iba de cabeza hacia unas consecuencias como jamás había sonado. Y en el fondo, era una broma de mal gusto. Porque, por primera vez, no era culpable de nada…, y era culpable de todo.

– Mierda -gimió.

– ¿Estás bien, Chris? -llamó Livie-. ¿Te encuentras bien, Chris?

Recogió el pijama del suelo y se lo puso. Entró en la habitación de Livie. A juzgar por la colocación del andador, había intentado levantarse de la cama, y sintió otra oleada de culpabilidad.

– ¿Por qué no me has llamado, Livie?

Ella le dedicó una pálida sonrisa. Había conseguido ponerse todas sus joyas, excepto el aro de la nariz, que descansaba sobre un ejemplar de algo titulado Esposas de Hollywood. Frunció el entrecejo al ver el libro y, no por primera vez, se asombró de su capacidad para absorber lo vulgar e insignificante.

– Estoy haciendo acopio de información -dijo Livie a modo de respuesta-. Dedican horas y horas al sexo acrobático.

– Espero que se lo pasen bien -contestó Chris.

Se sentó en la cama y apartó a Panda, mientras los perros se congregaban en la habitación. Se desplazaron desde la cama a la cómoda, y de la cómoda al armario de la ropa, que se abrió y escupió una cascada negra en dirección al suelo.

– Quieren ir a pasear -dijo Livie.

– Vagabundos mimados. Los sacaré dentro de un momento. ¿Preparada?

– Preparada.

Livie le cogió del brazo y Chris apartó las sábanas. Dio la vuelta a su cuerpo y depositó sus pies en el suelo. Colocó el andador delante de ella y la levantó.

– Ya puedo ir sola -dijo Livie.

Empezó el tortuoso avance hacia el lavabo, centímetro a centímetro. Levantaba el andador, arrastraba los pies en lo único parecido a caminar que conseguía a estas alturas. Estaba empeorando, comprendió Chris, y se preguntó cuándo había sucedido. Ya no podía plantar los pies en el suelo. Caminaba, si sé podía llamar así a aquel perezoso movimiento, sobre lo primero que tocaba el suelo, fuera el tobillo, el empeine, el talón o los dedos.

Necesitaba ir al lavabo. Podría haber ido y vuelto en el tiempo que ella emplearía en trasladarse desde la habitación al lavabo, pero se quedó donde estaba y se obligó a esperar. Un castigo muy leve, decidió.

La dejó en la cocina, preparando el desayuno de los dos, que consistía en verter cereales en los cuencos y derramar una cuarta parte del contenido en el suelo. Sacó a pasear a los perros y volvió con el Sunday Times. Livie hundió la cuchara en su cuenco sin decir nada y empezó a leer el periódico. Chris retenía el aliento cada vez que ella abría un periódico desde el jueves por la noche. Se dará cuenta, pensaba, empezará a hacer preguntas, no es tonta. Pero hasta el momento no se había dado cuenta ni formulado preguntas. Tan absorta estaba en lo que ponía el periódico que no se daba cuenta de lo que omitía.

La dejó mientras recorría con el dedo un artículo sobre la búsqueda de un coche.

– Estaré en la cubierta -dijo-. Pega un grito si me necesitas.

Ella murmuró algo a modo de respuesta. Chris subió la escalera, desplegó una silla de lona descolorida, se dejó caer en ella con un respingo, y trató de pensar y no pensar al mismo tiempo. Pensar en qué hacer. No pensar en lo que había hecho.

Llevaba una hora dando vueltas a las posibilidades y exponiendo al sol sus músculos doloridos, cuando vio por primera vez a la policía. Estaban en la cubierta de la barcaza de Scannel, la más cercana al puente de Warwick Avenue. John Scannel se erguía frente a un caballete. Su mujer posaba, semirrecostada y prácticamente desnuda, sobre el tejado de la cabina. Scannel ya había alineado en el paseo previos retratos de las amplias curvas de su mujer, a la espera de los compradores potenciales, y sin duda había albergado la esperanza equivocada de que los dos hombres fueran expertos en el cubismo que él practicaba.

Chris había contemplado la escena, sin apenas prestar atención, pero cuando Scannel miró en su dirección y se inclinó con aire de conspirador hacia sus visitantes, el interés de Chris se despertó. Desde aquel momento, observó las evoluciones de los hombres, de una barcaza a la siguiente. Vio a sus vecinos hablar, imaginó que les oía y escuchó los clavos que se hundían en su ataúd.

La policía no iba a interrogarle, y lo sabía. Entregarían el informe a su superior, aquel tío con el corte de pelo de veinte libras y el traje a medida. Sin duda, el inspector volvería a verle. Solo que esta vez sus preguntas serían muy concretas. Y si Chris no era capaz de contestar a ellas de una forma convincente, las consecuencias serían desastrosas.

Los policías continuaron con su tarea. Por fin, subieron a la barcaza más cercana a la de Chris, tan cercana que Chris oyó a uno de ellos carraspear y al otro llamar a la puerta cerrada de la cabina. Los Bidwell (un novelista alcohólico y una antigua modelo convencida todavía de que la portada de Vogue estaba a su alcance, con tal de que consiguiera adelgazar doce kilos) tardarían una hora en despertarse, como mínimo. Una vez despertados rudamente por la policía o por quien fuera, no serían nada cooperativos. Tal vez los Bidwell le proporcionaran un poco más de tiempo. Porque tiempo era lo que necesitaba para salir indemne de la ciénaga de los últimos cuatro días y escapar sin hundirse hasta el cuello.