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Esperó hasta que oyó los gruñidos de Henry Bidwell.

– ¿Qué cojones…? ¿Quién es, maldita sea?

No esperó a oír la respuesta de los polis. Cogió su taza de té, frío e imbebible desde hacía rato, y llamó a los perros que, como él, estaban aprovechando el sol. Se pusieron en pie y saltaron desde el techo de la cabina. Sus ansiosas cabezas ladeadas preguntaban: «¿Correr? ¿Pasear? ¿Comer? ¿Qué?», y sus colas frenéticas indicaban su voluntad de colaborar en lo que fuera.

– Abajo -dijo Chris.

Toast cojeó hasta el costado de la barcaza. Beans le siguió, siempre la ovejita obediente.

– No. Ahora no. Ya habéis corrido antes. Id con Livie. Abajo.

Pese a las palabras de Chris, Toast puso una pata sobre el costado de la barcaza, en preparación a saltar a la escalera, de allí al camino, y de allí, sin la menor duda, a Regent's Park.

– Eh -gritó Chris, y señaló la cabina. Toast se lo pensó mejor y decidió obedecer. Beans le siguió. Chris cerró la marcha.

Livie estaba donde la había dejado, sentada a la mesa de la cocina. Su cuenco de cereales estaba rodeado de pieles de plátano, la tetera el azucarero y una jarra de leche. El periódico del domingo seguía desplegado ante ella, abierto por la página que leía una hora antes. Y daba la impresión de que continuaba examinándola, con la cabeza inclinada sobre el papel, la frente apoyada en una mano y los dedos de la otra, con su hilera de anillos de plata, curvados alrededor de la primera página del encabezamiento: CRÍQUET. El único cambio que advirtió Chris fue la presencia de Panda, que había saltado sobre la mesa, terminado la leche y los cereales mojados de un cuenco, y estaba lamiendo los restos del otro. La gata estaba acuclillada con aire de felicidad ante él, los ojos cerrados como en éxtasis, y la lengua trabajaba con furia para terminar antes de que la sorprendieran.

– ¡Tú! -gritó Chris-. ¡Panda! ¡Fuera!

Livie pegó un bote. Agitó las manos, que golpearon los platos, y un cuenco cayó de la mesa, en tanto el otro volcaba. La leche, plátano y cereales restantes se desparramaron ante las patas delanteras de la gata. Panda se quedó impertérrita. Siguió lamiendo.

– Lo siento -dijo Chris. Recogió los platos, mientras la gata saltaba al suelo con sigilo y huía por el pasillo para evitar el castigo-. ¿Estabas dormida?

Había algo raro en su cara. Sus ojos parecían desenfocados, y tenía los labios exangües.

– ¿No has visto a Panda? -preguntó Chris-. No me gusta que se suba a la mesa, Livie. Lame los platos, y no es muy…

– Lo siento. Estaba distraída.

Livie pasó la mano sobre el periódico, la apartó manchada de tinta, y ordenó las páginas. Lo hizo con sumo cuidado. Reordenó, alineó las esquinas, alisó, dobló, guardó. Chris la observó. Su mano derecha se puso a temblar, de modo que la dejó caer sobre el regazo y prosiguió con la izquierda.

– Ya lo haré yo -dijo Chris.

– Se han mojado algunas páginas. De leche. Lo siento. Aún no lo habías leído.

– No pasa nada, Livie. Solo es papel. ¿Qué más da? Puedo comprar otro.

Recogió el cuenco de Livie. Había jugueteado con los cereales durante el desayuno y, por lo que se veía, no había hecho otra cosa en todo el rato. Cereales mojados y trozos de plátano ennegrecidos señalaban la trayectoria del cuenco que había volcado.

– ¿Sigues sin tener hambre? -preguntó-. ¿Te preparo un huevo? ¿Quieres un bocadillo? ¿Una ensalada de tofu japonés?

– No.

– Livie, has de comer algo.

– No tengo hambre.

– El hambre da igual. Has de…

– ¿Qué? ¿Conservar las fuerzas?

– Para empezar, sí. No es mala idea.

– Tú no lo quieres, Chris.

Tiró los cereales y los plátanos gelatinosos a la basura y se volvió poco a poco. Examinó sus facciones atormentadas, su piel apergaminada, y se preguntó por qué había escogido aquel preciso momento para mortificarle. Cierto, su comportamiento de aquella mañana había sido deficiente (la había dejado abandonada en la cama sin ocuparse de ella), pero no era propio de Livie acusar sin pruebas palpables. Y carecía de pruebas. Ya se había encargado él de eliminarlas.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– Cuando mis fuerzas se acaben, yo también me acabaré.

– ¿Crees que eso es lo que quiero?

– ¿Por qué no?

Dejó los cuencos en el fregadero. Volvió a la mesa para recoger el azucarero y la jarra de leche. Los dejó sobre la encimera. Regresó a la mesa. Se sentó frente a ella. La mano izquierda de Livie se había convertido en un puñito, y quiso cubrirlo con su mano, pero ella lo retiró. Entonces, Chris se dio cuenta. Por primera vez, los músculos de su brazo derecho temblaban. Desde la muñeca al hombro, pasando por el codo. Sintió un frío repentino, como si una nube hubiera cubierto el sol e invadido la cabina, con una aportación de aire húmedo y asfixiante. Mierda, pensó. Se dijo que debía mantener la voz firme.

– ¿Desde cuándo pasa eso? -preguntó.

– ¿Qué?

– Ya sabes.

Livie movió la mano izquierda y contempló sus dedos mientras se cerraban sobre el codo derecho, como si pudiera dominar los músculos con la sola fuerza de su mirada y la presión inadecuada que era capaz de aplicar. Clavó la vista en el brazo, en los dedos, en su débil intento de obedecer el mensaje que su cerebro les enviaba.

– Livie, quiero saberlo.

– ¿Qué más da?

– A mí también me afecta, Livie.

– Pero no por mucho tiempo.

Leyó los diversos significados de su afirmación. Hablaban de su futuro, del de ella, de las decisiones que Livie había tomado, y más aún, del verdadero motivo de tomarlas. Por primera vez desde que había entrado en su vida, Chris sintió una oleada de auténtica furia. Mientras corría desde su pecho a las yemas de sus dedos, tuvo la impresión de que la razón abandonaba su cuerpo, flotaba hacia el techo y les miraba a los dos, lanzaba una risita y decía: por eso, por eso, tonto, idiota.

– Me mentiste -dijo-. No tenía nada que ver con la barcaza. Ni con el tamaño de las puertas. Ni con la necesidad de una silla de ruedas.

Livie movió los dedos desde el codo a la muñeca.

– ¿Verdad? -siguió Chris-. No era por eso, ¿verdad? -Extendió la mano por encima de la mesa para asir la suya, pero ella la apartó-. ¿Desde cuándo? Dímelo, Livie. ¿Desde cuándo te ha afectado el brazo?

Ella le miró un momento, tan cautelosa como uno de los animales que habían rescatado. Cogió su mano derecha con la izquierda. Las acunó contra su pecho.

– Ya no puedo trabajar -dijo-. No puedo cocinar. No puedo limpiar. Ni siquiera puedo follar.

– ¿Desde cuándo?

– Claro que lo último siempre te ha dado igual, ¿verdad?

– Dímelo.

– Supongo que podría hacerte una buena mamada si me dejaras, pero la última vez que lo intenté, no quisiste, ¿te acuerdas? Conmigo, quiero decir.

– Déjate de chorradas, Livie. ¿El brazo izquierdo también está afectado? Maldita sea, no puedes utilizar una jodida silla de ruedas y tú lo sabes. ¿Por qué coño…?

– No soy miembro del equipo. Me han sustituido. Ya es hora de que me abra.

– Ya lo hemos discutido antes. Pensé que estaba superado.

– Hemos tenido muchas discusiones.

– Pues tendremos una más, pero breve. Estás peor. Lo sabes desde hace semanas. No confías en que yo lo soporte. Es eso, ¿verdad?

Los dedos de su mano izquierda resbalaban inútilmente sobre su brazo derecha, que dejó caer de nuevo sobre su regazo. No cabía duda de que los calambres empezaban a apoderarse de sus músculos, pero ya no poseía la energía necesaria-para calmarlos. Su cabeza se inclinó sobre su hombro derecho, como si el movimiento pudiera aliviar el dolor. Sus facciones se deformaron.

– Chris -dijo por fin, con una voz que se quebró después de pronunciar el nombre-. Estoy muy asustada.