Al instante, Chris sintió que su ira se desvanecía. Livie tenía treinta y dos años. Se enfrentaba a su mortalidad. Sabía que la muerte se acercaba. Sabía exactamente cómo se la llevaría.
Se apartó de la mesa y caminó hacia ella. Se colocó detrás de la silla. Apoyó las manos sobre sus hombros y los bajó hasta enlazar las manos y posarlas sobre su pecho esquelético.
Al igual que ella, sabía cómo sería. Había ido a la biblioteca y desenterrado todos los libros, todas las revistas médicas, todos los periódicos y artículos que ofrecían algo de información. Sabía que el proceso de degeneración empezaba en las extremidades y avanzaba sin piedad hacia arriba y hacia dentro, como un ejército invasor que no diera cuartel. Empezaba por las manos y los pies, seguidos enseguida por los brazos y las piernas. Cuando la enfermedad llegaba por fin al sistema respiratorio, experimentaría falta de aliento y una sensación de ahogo. Entonces, podría elegir entre la asfixia inmediata o un ventilador, pero en ambos casos el resultado era el mismo. De una u otra forma, iba a morir. Más pronto o más tarde.
Se inclinó y apretó su mejilla contra el pelo rapado. Olía a sudor. Tendría que habérselo lavado ayer, pero la visita de Scotland Yard había apartado de su mente cualquier idea que no estuviera relacionada específicamente con sus preocupaciones personales, inmediatas y perentorias. Cabrón, pensó. Bastardo. Cerdo. Quiso decir: «No tengas miedo. Estaré contigo. Hasta el final», pero ella ya le había arrebatado aquella opción.
– Yo también estoy asustado -susurró.
– Pero no por mi causa.
– No.
Besó su pelo. Sintió que el pecho de Livie se alzaba bajo sus manos. Todo su cuerpo se estremeció.
– No sé qué hacer -dijo Livie-. No sé qué actitud adoptar.
– Ya lo pensaremos. Siempre lo hemos hecho.
– Esta vez no. Es demasiado tarde. -No añadió lo que él ya sabía. Morir disminuía la envergadura de las cosas, fulminaba el tiempo. Apretó el brazo tembloroso de Chris contra su pecho. Enderezó los hombros y la espalda-. He de ir a ver a mi madre -dijo-. ¿Me acompañarás?
– ¿Ahora?
– Ahora.
Capítulo 14
Eran las dos y media cuando Lynley y Havers llegaron a Celandine Cottage por segunda vez. El único cambio con respecto al día anterior era la ausencia de curiosos en los límites de la propiedad. En su lugar, cinco jovencitas paseaban a caballo por la senda, con botas, cascos y fustas en las manos. No demostraron el menor interés hacia el cordón policial que aislaba Celandine Cottage. Pasaron de largo sin mirar.
Lynley y Havers se quedaron junto al Bentley y las vieron pasar. Havers fumaba en silencio, y Lynley contemplaba los postes de castaño que se alzaban detrás del seto de tejo. Las cuerdas que bajaban desde los postes a la tierra proporcionarían apoyo a las plantas de lúpulo durante las semanas siguientes. Sin embargo, la conjunción de cuerdas y postes recordaba en aquel momento a tipis de una aldea india norteamericana, perfectamente dispuestos pero abandonados.
Esperaron a que llegara la inspectora Ardery. Después de cuatro llamadas telefónicas,, efectuadas mientras zigzagueaban desde el sudeste de Mayfair hasta el puente de Westminster, Lynley la había localizado en un hotel rural, no lejos de Maidstone.
– He venido a comer con mi madre, inspector -dijo cuando Lynley se identificó, como si el mero sonido de su voz hubiera actuado como una reprimenda, muda y no autorizada, contra la cual debía defenderse-. Es su cumpleaños -añadió-. Le he telefoneado antes.
– Soy consciente de ello -replicó Lynley-. Le devuelvo la llamada.
La inspectora quiso darle la información por teléfono. Lynley se negó. Le gustaba recibir los informes en persona. Era una de sus manías. Además, quería echar otro vistazo al lugar de los hechos. Habían seguido la pista y localizado a la señora Patten, y quería confirmar la información que les había proporcionado. ¿No podía confirmarla ella en persona?, preguntó la inspectora. Sí, pero él estaría más tranquilo si examinaba de nuevo la casa. Si a ella no le importaba…
Lynley adivinó que a la inspectora Ardery le importaba muchísimo. No podía culparla. Habían fijado las reglas del juego el viernes por la noche, y él intentaba saltárselas, cuando no violarlas por completo. Bien, la transgresión no podía evitarse.
Si estaba ofendida, Isábelle Ardery lo ocultó a la perfección cuando frenó su Rover y bajó, diez minutos después de su llamada. Aún iba ataviada para ir a comer con su madre: un vestido de gasa color bronce ceñido a la cintura, cinco esclavas de oro en la muñeca, con pendientes a juego.
– Lo siento -dijo en referencia al retraso, con su tono más profesional-. Me llamaron del laboratorio para decir que habían identificado el molde de la pisada. Pensé que preferiría echarle un vistazo también, así que pasé a recogerlo, para terminar acorralada por el capullo número uno del Daily Mirror. ¿Podría yo confirmar el hecho de que Fleming fue encontrado completamente desnudo, con las manos y los pies atados a los postes de la cama? ¿Podría declarar oficialmente que Fleming estaba inconsciente a causa de la borrachera? Si el Mirror sospechaba que Fleming estaba tonteando con dos o tres esposas de patrocinadores del equipo inglés de criquet, ¿era su teoría errónea? Solo necesitamos un sí o un no, nada más, inspectora -. Cerró de golpe la puerta del Rover y caminó hacia el maletero, que abrió con brusquedad-. Sabandijas-masculló, y luego levantó la cabeza del maletero-. Lo siento. Estoy un poco alterada.
– En Londres nos pasa lo mismo -dijo Lynley.
– ¿Cómo se lo montan?
– Solemos decirles lo que puede resultarnos útil.
La inspectora sacó una caja de cartón. Cerró el maletero. Apoyó la caja sobre la cadera. Miró a Lynley y ladeó la cabeza, como interesada, o tal vez intrigada.
– ¿De veras? Nunca les digo nada. Detesto la simbiosis entre prensa y policía.
– Yo también -contestó Lynley-, pero a veces va bien.
La mujer le dedicó una mirada escéptica y se encaminó a la cinta de la policía científica, bajo la cual se agachó. La siguieron por el camino particular. Les guió hacia la parte posterior de la casa, hasta la mesa dispuesta bajo el emparrado. Dejó sobre ella la caja. Lynley vio en el interior un fajo de papeles, una colección de fotografías y dos moldes de yeso. Uno formaba una huella de pie completa, y el otro solo era parcial.
– Me gustaría echar otro vistazo antes al interior de la casa -dijo Lynley, si no le importa, inspectora.
Ella se detuvo con el molde parcial en las manos.
– Ya tiene las fotografías -le recordó-. Y también el informe.
– Como ya le dije por teléfono, poseo nueva información, que me gustaría confirmar. Con su colaboración, por supuesto.
Los ojos de Ardery se movieron de él a Havers. Devolvió el molde a la caja. Estaba claro que se encontraba enzarzada en una escaramuza mental con ella misma, indecisa entre complacer a un compañero o seguir protestando.
– De acuerdo -dijo por fin, y apretó los labios como para reprimir posteriores comentarios.
Quitó el cerrojo que la policía había colocado en la puerta y se apartó para dejarles entrar. Lynley le dio las gracias con un cabeceo. Se encaminó primero al fregadero, abrió el aparador que había debajo y comprobó en compañía de la inspectora Ardery que, tal como suponía, la policía científica de Maidstone se había llevado la basura. Buscaban algo relacionado con el artilugio incendiario, dijo Ardery. Se habían llevado toda la basura. ¿Para qué quería la basura?
Lynley relató la historia de Gabriella Patten acerca de la búsqueda de Fleming en los cubos de basura. Ardery escuchó, con el entrecejo fruncido y la mano sobre la cadera. No, dijo cuando Lynley terminó, no había basura en el suelo. Ni en la cocina. Ni en el lavabo. Ni en la sala de estar. Si Fleming había desparramado la basura en un arrebato de cólera, la había recogido después de calmarse. Y había sido muy escrupuloso, añadió. No había ni rastro en los suelos.