– Sí. La capacidad del Skylane es de trescientos treinta litros. Esto no tiene sentido. La orden era llenar los tanques de combustible. Con el depósito lleno, tendría que volver a repostar en Salt Lake City, así que es absurdo que despegara con menos de la mitad de lo que necesitaba para llegar allí. Aunque lo hubiera hecho, cuando hubiera visto el indicador de combustible habría enviado un mensaje de radio y habría repostado en Walla Walla, no habría pasado de largo.
– Sí. -MaGuire frunció el entrecejo ante estos datos, intentando concentrarse mientras pensaba. Karen se había acercado a la puerta y estaba allí de pie, mirando y escuchando, con cada célula de su cuerpo en estado de alerta-. Necesitamos ponernos en contacto con la empresa de combustible, comprobar lo que muestran sus archivos. Tal vez esto sea un error.
La operación de repostar combustible se la encargaban a un contratista con licencia. Con una llamada telefónica les informaron de que sus archivos indicaban que se habían introducido ciento cincuenta litros en el Skylane a las 6.02 la mañana del vuelo, y los informes de ese día aseguraban que se había llenado el depósito de combustible. Con otra llamada se pusieron en contacto con el operario del camión, que dijo simplemente:
– Yo llené el depósito, exactamente como decía la orden. Revisé la válvula y la verifiqué visualmente. Incluso pensé que no era muy frecuente que hubiera en los tanques tanto combustible, pero supuse que podría haberse cancelado un vuelo después de haber repostado el avión.
Un avión, especialmente un charter o uno comercial, no llevaba combustible innecesario. El combustible pesa y cuanto más se lleve, más energía se necesitaba para impulsarlo. Habitualmente, se ordenaba repostar la cantidad necesaria para que el avión llegara a su destino, con un poco más por si había algún cambio de ruta o las circunstancias requirieran un retraso al aterrizar. «Un poco» era un término relativo, por supuesto, pero Mike, que había pilotado el Skylane hasta Eugene el día anterior, nunca hubiera repostado el doble de lo necesario. Para asegurarse, Bret sacó las facturas de combustible del día en que Mike había pilotado el avión. Era imposible que después de haber volado a Eugene y vuelto le sobrara tanto combustible.
– Entonces, ¿qué significa esto? -preguntó Karen con fiereza-. ¿Cam pensó que tenía suficiente combustible para llegar a Salt Lake City, pero no fue así? ¿Alguien manipuló su indicador de gasolina? -Tenía los puños apretados, los nudillos blancos.
A MaGuire parecía que le hubieran salido más arrugas en la cara.
– Significa que hay una posibilidad de que los tanques de combustible parecieran llenos cuando no lo estaban.
Bret cerró los ojos. Parecía enfermo.
– La forma más sencilla es meter una bolsa de plástico transparente en el depósito -le dijo a Karen-. Llénala con aire, así nadie puede verla y el tanque no llevará tanto combustible como debiera. No es complicado.
– ¡Te lo dije! -exclamó ella, temblando con furia contenida-. ¡Tenía que estar tramando algo o no habría llamado ese día!
– Creo que deberíamos ver si las cámaras de video-vigilancia han grabado algo sospechoso -dijo MaGuire con tono enérgico.
Capítulo 24
Seth rellenó los formularios requeridos para convertirse en empleado del Grupo Wingate, había conocido a su supervisor, le habían dicho dónde debía presentarse y le entregaron una credencial. Grant Siebold le había facilitado el proceso, según supo; no tuvo que orinar en un frasco para realizar un análisis de drogas, como hacían el resto de los empleados nuevos. Suponía que la «omisión» sería descubierta más tarde, una vez que los restos de droga que hubiera fumado o tragado tuvieran tiempo de desaparecer de su organismo. Captó claramente el mensaje: si ignoraba aquella advertencia obvia y continuaba como en sus viejos tiempos, cuando su orina diera positivo en drogas le darían una patada en el culo.
Había tenido que indagar un poco por Internet para saber durante cuánto tiempo se podía detectar la marihuana en el cuerpo. Afortunadamente, fumar un poco de hierba era lo único que se había permitido jugando con las drogas; su anestesia favorita era el alcohol. Pero ahora incluso eso tenía que descartarlo.
Después fue de compras. Había visto la forma de vestir en la oficina, incluso en el departamento de correspondencia: pantalones oscuros, camisa blanca, corbata. Los zapatos podían ser con cordones o unos mocasines, pero nada parecido a un zapato deportivo. Los calcetines, negros.
Siempre había despreciado a los zánganos corporativos y su aburrida forma de vestir, pero ahora se concentraba con saña en parecerse a ellos. Con un viaje a Nordstrom's, donde tuvo que rechazar las opciones más elegantes, lo consiguió. De camino a casa escuchó sus mensajes en el contestador del móvil. La mayoría eran de gente con la que había salido de juerga, que querían saber dónde había estado la noche anterior. No devolvió ninguna llamada. Los mensajes de Tamzin los borró sin molestarse en escucharlos.
Recordó que no tenía comida en casa, así que se desvió para ir a una tienda de comestibles. De nuevo, lo que compró estaba fuera de lo habitual, porque ni siquiera se acercó a los expositores del vino o la cerveza. Cereales de todo tipo, fruta, zumo de naranja, leche, café. Se le revolvía el estómago ante la idea de meterse cualquiera de estas cosas en la boca, pero sabía que tendría que comer. Las galletas saladas y la sopa de lata completaron el menú.
La vida tal y como la había conocido hasta aquel momento había llegado a su fin. Si quería sobrevivir, no podía permitirse más elecciones erróneas ni conductas irresponsables. La desolación lo invadía como un día lluvioso, extendiéndose en un desfile interminable de semanas, meses, años, que tenían todos la misma apariencia y no prometían ni un minuto de sol. Así sea. Se había ganado esa vida gris.
Después de llegar a casa y colocar buena parte de las cosas en la nevera, se quitó la ropa y se echó en la cama, esperando poder dormir un poco. La noche en vela que había pasado lo había dejado agotado, pero no era capaz de conciliar el sueño. Los recuerdos se deslizaban por su cabeza como ejércitos de hormigas.
Debió de quedarse dormido al fin, porque el timbre del teléfono hizo que se sentara sobresaltado. Agarró el teléfono y se concentró con ojos legañosos en el identificador de llamadas. Se le aceleró el pulso cuando reconoció el número. Apretó el botón.
– ¿Bailey? -dijo con tono cauteloso e incrédulo.
– ¡Bailey! -Tamzin soltó una carcajada nerviosa-. ¡Santo Dios, lávate la boca con jabón!
«Mierda». Seth se incorporó y giró las piernas hacia un lado de la cama.
– Tamzin, ¿qué estás haciendo en casa de Bailey?
– Esta no es la casa de Bailey -dijo ella con fiereza-. Era la casa de nuestra madre y ahora es mía. Tú no necesitas un sitio tan grande; yo tengo una familia y tú no.
– ¿Cómo has entrado?
– No creerás que ella había cambiado la clave de la alarma, ¿verdad? Es todavía la misma de cuando papá vivía. Y, por supuesto, tengo llave.
No había lugar para un «por supuesto» allí; Seth dedujo que habría robado la llave un día de visita, probablemente incluso antes de que su padre muriera.
– Lárgate de ahí -le ordenó él rotundamente-. Legalmente Bailey está viva todavía y no puedes tocar nada.
– ¿Qué quieres decir con que legalmente todavía está viva? ¿Aún no se ha expedido un certificado de defunción?
– ¿No ves nunca las noticias? -le dijo él con brusquedad-. Todavía no han encontrado el lugar del accidente. No hay cadáver. Si no hay cadáver, no hay evidencia de accidente, así que no hay certificado de defunción.
– ¿Qué lo está retrasando tanto, entonces? ¿Cuánto tiempo puede llevar encontrar un avión? No creo que se haya estrellado en un sembrado de trigo de cualquier campesino y él no se haya dado cuenta.