– ¡Lo digo en serio! Lárgate a probarte los patucos.
Todavía se estaba riendo por lo bajo cuando se levantó. Bailey lo vio caminar a grandes zancadas hacia el avión. Inconscientemente detuvo la mirada en su culo y en sus largas piernas antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo y desviar la vista de inmediato. Aunque en realidad la hoguera no lo necesitaba, para ocuparse en algo le echó otro trozo de madera.
Se percató de que estaba seduciéndola verdaderamente, usando las palabras, la risa y la obligada confianza mutua. No podía alejarse de él, porque su supervivencia dependía de su cercanía, de su cooperación.
«Quizá debería permitirle hacerlo -susurró su sentido de la precaución-, permitirle tener sexo». Entonces el proceso de seducción se detendría; ya no tendría objeto. Si le daba sexo, dejaría de intentar asaltar su corazón, porque creería que ya lo había ganado. Sus emociones estarían a salvo.
Nunca se había enamorado, ni lo había pretendido. Ahora, por primera vez en su vida, tenía miedo de que existiera el peligro de que eso ocurriera, miedo de que Cam Justice pudiera llegar tan cerca que le hiciera daño cuando se fuera. Estaba atrapada por las circunstancias y esa percepción era aterradora. No podía alejarse de él y tampoco podía dejarlo fuera, condenado a congelarse. Si se tratara de otro hombre podría hacerlo, pero él veía en su interior. No sabía cómo, pero así era. De alguna forma había revelado demasiado y no había forma de echarse atrás.
Odiaba ser vulnerable. Odiaba tener la sospecha de que en un par de días él había llegado a importarle más de lo que nunca se había permitido que le importara otro ser humano, excepto quizá su hermano, y eso era totalmente diferente.
El impulso de seguir a Cam con la mirada era enloquecedor, como un escozor. A regañadientes, se dio por vencida y lo vio agacharse a inspeccionar el ala derecha. No le quedaba visible mucho pelo a causa de la venda que todavía llevaba enrollada en su cabeza, pero por lo menos ésta estaba protegida contra el frío. Parecía un vagabundo, con su montón de ropa, la mayoría atada o enrollada en torno a él más que realmente puesta; pero, aun así, se comportaba como si llevara un uniforme militar, porque no le importaba parecer un vagabundo. No le importaba tener que usar ropa de mujer, aunque había que admitir que su selección de chándales y camisas de franela no era exactamente femenina. Sospechaba que tampoco le habría importado si la ropa que ella hubiera traído estuviera repleta de volantes. ¿Qué importaban unos volantes si tenía tal confianza en sí mismo?
De repente se tumbó debajo del avión, después se puso de rodillas y empezó a meterse debajo del ala. Asustada, se levantó. ¿Estaba loco? El avión no se había deslizado ni un centímetro en todo ese tiempo, pero eso no significaba que no pudiera ocurrir especialmente cuando él se estaba moviendo allí debajo, golpeándolo, tirando de él.
– ¿Qué estás haciendo? -gritó mientras corría hacia él, con intención de arrastrarlo físicamente fuera si no salía por las buenas.
Él salió de espaldas, arrastrando algo negro con él, con una amplia sonrisa en la cara magullada.
– Acabo de encontrar mi chaqueta -dijo triunfante.
El avión era negro, al igual que la chaqueta. Arrugada contra la nieve, confundiéndose con el fondo de metal negro abollado y sombras oscuras, la tela había pasado desapercibida. Era estupendo que ahora al menos tuviera una chaqueta, pero todo lo que a ella le importaba era…
– ¿Aún están las barritas de cereales en el bolsillo? -preguntó de inmediato.
Él golpeó el bolsillo, todavía sonriendo.
– Sí.
– ¿Nos las comemos ahora o por la mañana? -Tenía tanta hambre que creía que podía devorar media vaca.
– Por la mañana. Necesitaremos energía. Podemos repartirnos otra chocolatina esta noche. El azúcar consume energía, pero todo lo que vamos a hacer esta noche es dormir, en todo caso.
Ella suspiró. Él tenía razón y ella lo sabía; lo odiaba, pero asintió. En cualquier caso las barritas estarían probablemente heladas; era mejor dejar que se descongelasen durante la noche.
Él sacudió la nieve de la chaqueta y Bailey la agarró. Tendría que secarse antes de que pudiera ponérsela, pero por lo menos tenían una hoguera, así que podían colocarla al lado. Él debía estar pensando lo mismo, porque miró al cielo.
– Voy a recoger más leña mientras tengamos luz. ¿Hay algo más que necesites hacer?
– Trabajar en esos zahones de toalla para ti, supongo. No me llevarán mucho tiempo, quizá media hora. A propósito, ¿qué tal los zapatos nuevos?
– Son estupendos. No me ha entrado nieve y en realidad ahora me resbalo menos. -Le puso la mano en la nuca y la atrajo hacia él para darle un beso rápido, un beso que se alargó un poco. Después se apartó y apoyó cautelosamente su frente en la de ella-. Vamos a terminar todo para poder irnos a la cama.
Capítulo 26
A Bailey le preocupada que cuando Cam dijo «cama» tuviera algo más en mente que «dormir», pero no sólo era un estratega mejor que eso, sino que también era lo suficientemente realista sobre su estado físico. Se comieron cada uno la mitad del Snickers, bebieron agua, se cepillaron los dientes y se acomodaron en el refugio. La hoguera parpadeaba en el hoyo, enviando pequeños destellos de luz a través de las paredes de ramas del refugio, así que por primera vez no estaban en una completa oscuridad. La cantidad de calor que entraba no era mucha, pero o bien era suficiente para suponer alguna diferencia o la subida de ánimo que proporcionaba el fuego les hacía pensar que estaban más cómodos.
El ligero calor no bastaba, sin embargo, para hacer innecesario compartir su calor corporal. Aunque se acurrucó en sus brazos, ella era dolorosamente consciente de que cada vez que lo hacía estaba estrechando los lazos que se habían establecido entre ellos. No podía hacer otra cosa, no encontraba salida a ese camino, ni había forma de evitar el abismo emocional que se abría ante ella. Aun así, sabía que el viaje acabaría en conflicto y todo lo que podía hacer era disfrutarlo mientras tanto.
A pesar de estar físicamente más cómoda, el sueño se negaba a aparecer. Se adormecía, pero se despertaba cada vez que él salía del refugio para alimentar el fuego. Una vez se despertó sobresaltada cuando él la sacudió diciendo:
– Bailey, Bailey. Despierta. Tranquila, cariño. Despierta.
– ¿Qué…? -preguntó adormilada, forcejeando para apoyarse sobre el codo y mirándolo a través de la débil luz-. ¿Qué pasa?
– Dímelo tú. Estabas llorando.
– ¿Sí? -Se pasó la mano por las mejillas húmedas, dijo: «Maldita sea» y volvió a dejarse caer a su lado-. No ocurre nada -murmuró, avergonzada-. A veces me pasa.
– ¿Lloras dormida? ¿Con qué estabas soñando?
– Con nada, porque no lo recuerdo. -Levantó los hombros con un gesto que esperaba que fuera de indiferencia-. Simplemente ocurre. -Y era estúpido. Odiaba llorar por cualquier motivo, pero cuando no había razón, las lágrimas eran particularmente molestas. La hacían parecer débil, algo que no podía soportar. Se puso de lado, de espaldas a él, y apoyó la cabeza en el brazo-. Vuelve a dormirte, todo va bien.
La mano cálida de él se deslizó sobre su cadera y se acomodó en su estómago.
– ¿Cuánto hace que te pasa esto?
Ella quería decirle que toda la vida, para que pensara que no era nada inusual y lo olvidara, pero su boca soltó la verdad antes de que el cerebro pudiera impedirlo:
– Desde hace un año.
– Desde que murió tu marido. -La mano que tenía apoyada en su estómago de repente se puso tensa.
Ella suspiró.
– Un mes después, más o menos.
– Entonces lo amabas.
Ella oyó el tono repentinamente neutro de su voz, la ligera incredulidad, y de pronto se sintió harta de vivir rodeada de falsas suposiciones.