– No. Respetaba a Jim, lo estimaba, pero no lo amaba, al igual que él no me amaba a mí. Fue un asunto de negocios, simple y llanamente, y fue idea suya, no mía. -Si parecía a la defensiva, pues, bueno, lo estaba, y también harta de aquel asunto. Al mismo tiempo, sentía alivio por hablar por fin de ello con alguien. Además de ella, sólo Grant Siebold conocía toda la historia, y ahora que Jim estaba muerto, no lo veía casi nunca.
– ¿Qué clase de asunto de negocios?
Bailey no pudo deducir nada de su tono, pero no le importaba. Si pensaba lo peor de ella por aceptar el plan de Jim y sacar provecho de él, era mejor averiguarlo ahora.
– Jim tenía… una vena maquiavélica. Era muy bueno para calar a la gente y tomar decisiones de negocios inteligentes, así que me imagino que cogió la costumbre de manipular a la gente. No me malinterpretes, no era una persona sin escrúpulos. Tenía unos sólidos principios éticos.
– Siempre me gustó. Era amable, de verdad.
Notó todavía ese tono evasivo.
– A mí me gustaba trabajar para él. No engañaba a Lena, ni consideraba a sus empleadas como su campo de juego privado, así que con él no tenía que estar en guardia. Era simpático, curioso, me daba consejos para invertir que a veces yo tenía en cuenta y otras no. Decía que yo era demasiado cautelosa. Yo le contestaba que no me arriesgaba con mi jubilación. Él se reía de mí, pero estaba interesado en algunas de las inversiones que yo hacía. -Respiró profundamente y soltó luego el aire-. Entonces murió Lena.
– Y se sintió solo.
– No fue eso lo que pasó -dijo ella con irritación-. Jim y Lena habían hecho sus testamentos hacía tiempo, cuando Seth y Tamzin eran pequeños. Como la mayoría de las parejas, se dejaban mutuamente todo, otorgando al esposo superviviente la decisión sobre el legado que debían recibir los hijos. Aunque Jim llegó a hacer una fortuna enorme, tenía su punto flaco en lo referente a su testamento y nunca lo actualizaron. Al morir Lena, se dio cuenta de que tenía que cambiarlo, pero cuando miraba a sus hijos no le gustaba lo que veía.
– Ni a todos los demás -dijo Cam con sequedad-. Y sigue sin gustarnos todavía.
– En eso estamos totalmente de acuerdo. -Sobre todo porque Seth era la única persona en su lista de sospechosos-. De todas formas, estaba en el proceso de establecer las cláusulas de sus fideicomisos cuando descubrió que tenía cáncer. Siempre había confiado en que Seth despertaría, sentaría cabeza y empezaría a interesarse por la empresa, pero al enterarse de que se estaba muriendo supo que no podía permitirse darle más tiempo. Así que tramó este plan.
– Déjame adivinar.
– Por favor, hazlo.
Él emitió un ruidito divertido con la garganta en respuesta a su tono sarcástico.
– Tú eres una tía dura de pelar, ¿sabes? Por eso te eligió a ti, probablemente. Bueno, allá va: quería contratarte para supervisar sus fideicomisos, pero, sabiendo que tenías que tratar con Seth y Tamzin el resto de tu vida, pusiste un precio tan alto que la única forma de pagarte fue casándose contigo.
Bailey pasó de estar molesta a reírse, porque, vaya, ¡si ella hubiera sabido!
– Ojalá hubiera sido así de lista. Pero, en cierto modo, estás en lo cierto. Recuerda que Jim era un manipulador. Siempre andaba arreglando esto y colocando lo otro, tirando de una cuerda aquí, echando un hueso allá. No podía remediarlo; formaba parte de su personalidad. No tenía esperanzas con respecto a Tamzin, pero nunca se dio por vencido con Seth. Pensó que si se casaba conmigo y me daba el control de sus fideicomisos, Seth se sentiría tan humillado y enfurecido que vería la luz y daría un giro a su vida.
– Sí, ésa era una solución estupenda. Si Seth ha visto una luz, es la que hay encima de la barra de su club favorito.
– Sí -asintió ella, suspirando-. Si Seth empezaba a actuar como una persona adulta y madura, entonces se suponía que yo le debía entregar el control de los fideicomisos; pero Seth no podía conocer esta parte del acuerdo. Jim decía que su hijo era lo bastante listo para simular un cambio de actitud si lo creía necesario durante el tiempo suficiente para tener el control y después volver a actuar como de costumbre. Jim estaba seguro de que eso funcionaría. Hasta ahora no ha sido así.
– No tenía por qué haberse casado contigo -señaló Cam-. Sencillamente, podía haber modificado las cláusulas del fideicomiso.
– Sin embargo, casarse conmigo era parte del palo que usaba para golpear a Seth con el fin de corregirle. Si yo sólo era la fideicomisaria, Seth podría estar cabreado por ello, pero en el fondo no se sentiría humillado. Todo giraba en torno a mí: soy más joven que Seth; supuestamente me aproveché de un hombre viejo y moribundo; me trasladé a la casa de su madre. Hacer saber a la gente que Jim me daba el control de su dinero se suponía que era el golpe definitivo.
– Bueno, eso contesta una pregunta -repuso él.
– Y esa pregunta es…
– Por qué se casó contigo.
– ¿No era de eso de lo que trataba toda esta conversación? ¿Qué más hay? ¿Cuál es la otra pregunta?
– ¿Por qué te casaste tú con él?
Bailey creía que había contestado a eso. Frunció el entrecejo por encima del hombro en dirección a Cam, aunque probablemente él no pudo darse cuenta con la tenue luz que llegaba de la hoguera.
– Ya te lo he dicho: era parte del trato.
– Pero ¿por qué lo aceptaste? El matrimonio es un paso decisivo.
No en su familia. Sus padres habían considerado el matrimonio como una conveniencia legal, que podía disolverse en cualquier momento que tuvieran el capricho de querer cambiar. Pero no quiso explicar todo eso. En vez de ello, dijo cansinamente:
– Nunca he estado enamorada. Así que pensé: «¿Por qué no?». Él se estaba muriendo. Yo haría eso por Jim y a cambio él se ocuparía de que yo estuviera económicamente segura.
– Entonces si te dejó dinero.
– No. -El alivio se había desvanecido y se estaba empezando a hartar de esta conversación-. Tengo privilegios, como vivir en la casa; mis gastos están cubiertos y me pagan un sueldo muy bueno por administrar los fondos, pero no heredé nada. Todos esos privilegios terminarán si me vuelvo a casar, pero el sueldo continúa mientras haga el trabajo.
– Ya entiendo. Ni siquiera voy a preguntar lo que consideras un sueldo «muy bueno».
– Eso está bien, porque no es asunto tuyo -replicó ella severamente.
La atrajo más hacia él y apoyó la mejilla de ella en su hombro.
– Pero siento curiosidad: ¿verdaderamente nunca has estado enamorada? ¿Nunca?
El cambio de tema le causó incomodidad, provocando que se moviera inquieta.
– ¿Tú sí?
– Claro. Varias veces.
Hizo una mueca ante la palabra «varias». Si fuera amor verdadero, ¿no sería sólo una vez? El amor verdadero no debería desaparecer. El amor verdadero se expandía, dejaba sitio para hijos y mascotas y una legión de amigos y parientes. No llegaba con fecha de vencimiento para que después de esa fecha pasaras a otro.
– Cuando tenía seis años, me enamoré locamente de mi profesora de primer curso. Se llamaba señorita Samms -dijo él con tono evocador, y ella pudo percibir en su voz que estaba sonriendo-. Ella acababa de salir de la universidad, tenía unos ojos grandes y azules y olía mejor que nada de lo que había olido en toda mi vida. Estaba comprometida también con un bastardo que no le llegaba ni a la suela de los zapatos, y yo estaba tan celoso que quería darle una paliza.
– Supongo que fuiste lo suficientemente listo para no intentarlo -dijo Bailey, relajándose. No podía tomar en serio un enamoramiento de un niño de seis años por su profesora.
– Casi. No quería hacer sufrir a la señorita Samms matando a su novio.
Ella se rió por lo bajo y él la castigó con un pellizco.
– No te rías. Era tan serio como un ataque al corazón. Cuando creciera iba a pedirle a la señorita Samms que se casara conmigo.