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Después llegó el personal de urgencias. Amanecía cuando empezaban y pronto se hizo de día. La carnicería que los rodeaba era un auténtico campo de batalla. Los dos se alejaban hacia el Mercedes estacionado en el arcén cuando el helicóptero ambulancia se posó en el suelo desatando un torbellino de polvo.

Los equipos de rescate se acercaron corriendo con una camilla y un enfermero los acompañaba sosteniendo un gota a gota.

Osborn miró a Remmer.

– Creo que hemos perdido el tren -dijo en voz baja.

– Ja -asintió Remmer. Apoyaba la mano en la puerta del Mercedes cuando sonó la radio. Una breve enumeración en código fue seguida del nombre de Remmer. Éste cogió inmediatamente el micrófono y respondió. Siguió un rápido diálogo en alemán. Remmer escuchó, respondió con una frase breve y colgó.

– Von Holden disparó contra tres agentes en la estación de Frankfurt. Mató a los tres y él consiguió escapar -dijo Remmer, y siguió mirando fijamente a Osborn. A éste le molestó la mirada del policía.

– Hay algo más que no me ha dicho. ¿Qué es?

– Viajaba con una mujer.

– ¿Y…?

– La soltaron de su celda a las diez y treinta siete de la noche -explicó Remmer por encima del chirrido de neumáticos que provocó el coche al salir a toda velocidad-. El responsable de su liberación se ha encontrado muerto hace menos de una hora en el asiento trasero de un coche aparcado cerca de- la estación ferroviaria de Berlín.

– ¿Me está diciendo que la mujer que viaja con Von Holden es Vera? -Osborn se sintió embargado por la ira y el resentimiento.

– No estoy emitiendo juicios de valor, me limito a enunciar un hecho. A la luz de lo que está pasando, es importante que lo sepa.

Osborn lo miró fijamente.

– ¿La soltaron y ahora nadie sabe dónde está?

Remmer negó con un gesto de la cabeza.

– Entonces, ¿qué ocurre?

– Ya me gustaría poder responderle.

Tres personas habían visto a un hombre y una mujer bajando del tren Berlín-Frankfurt cuando llegó a la Hauptbahnhof. Después de cruzar el andén, habían desaparecido en la estación. Los tres sostenían opiniones radicalmente opuestas con respecto a la dirección que podían haber tomado. Todos estaban de acuerdo en que el hombre era el mismo que aparecía en las fotos de la policía y que llevaba una especie de maletín al hombro.

Por el testimonio de esas tres personas y por las pruebas de que disponían, los consternados inspectores de Homicidios de Frankfurt pudieron entender la sucesión de los acontecimientos. Los policías habían subido al tren de Berlín nada más llegar, a las siete y cuatro minutos. Los habían asesinado poco después, tal vez unos cinco o seis minutos, víctimas de disparos desde el interior de un compartimiento ocupado por un hombre llamado Von Holden. Un hombre de negocios italiano había descubierto los cuerpos al salir de su compartimiento, aproximadamente a las siete y dieciocho minutos. El hombre había oído hablar en el pasillo, pero no había escuchado disparos, lo cual hacía pensar que el asesino llevaba un arma con silenciador. Hacia las siete y veinticinco habían llegado los primeros policías y hacia las siete y cuarenta y cinco, la estación fue acordonada. Durante las tres horas siguientes se detuvo la salida de trenes, personas o taxis hasta ser registrados minuciosamente. Remmer había recibido la llamada por radio a las siete y treinta y cuatro. A las ocho y diez minutos, él y Osborn entraron en la estación.

Osborn esperó a un lado mientras Remmer revisaba los detalles con los inspectores de Frankfurt y luego interrogaba personalmente a los tres testigos. Remmer no le dijo nada de los disparos hasta que lo llamaron por radio. Pero Osborn oyó que pronunciaban el nombre de Von Holden seguido inmediatamente de la palabra Fráulein, una mujer joven. Remmer no dijo nada y Osborn no preguntó, pero Remmer sabía, o le daba miedo, que Osborn hubiera oído que la Fráulein que acompañaba a Von Holden era Vera Monneray.

Y ahora, mientras Remmer interrogaba a los testigos, Osborn intentaba descifrar lo que oía. Pero le faltaban palabras para entenderlo cabalmente. La principal preocupación, había dicho Remmer después de la llamada, era la logística. Tal como él lo veía, Frankfurt era un nudo de enlace más que una terminal, lo cual significaba que Von Holden se dirigía a algún otro lugar. El aeropuerto distaba diez kilómetros de la estación de ferrocarril y un metro directo unía a ambos. Pero era evidente que los inspectores lo habían sorprendido o habría bajado del tren antes de llegar a Frankfurt. Después de matarlos, estaría sometido a una fuerte presión. Por lo tanto, era improbable que intentara coger un vuelo, especialmente en Frankfurt. Tenía dos alternativas: esconderse en la ciudad y esperar durante un tiempo o salir de allí utilizando otro medio de transporte. Esto último le ofrecía tres posibilidades, coche, tren o autobús. A menos que robara un coche o los esperara alguien, era difícil que optara por ese medio, porque no podría alquilarlo sin llamar la atención en el momento del trámite. Eso reducía las alternativas al autobús y al tren y planteaba un problema a la policía, porque Frankfurt tenía enlaces de autobús con doscientas ciudades en toda Europa. Habían buscado en todos los vehículos, pero era posible que por algún medio hubiesen burlado el cerco. Lo mismo sucedía con los trenes. Entre las siete veinte y las ocho y veinte, esa mañana habían salido veinticinco trenes y la búsqueda sólo había comenzado una vez acordonada la estación, a las siete y cuarenta y cinco. En los treinta minutos transcurridos entre los asesinatos y el acordonamiento, es decir, entre las siete y cuarto y las ocho menos cuarto, habían salido de Frankfurt dieciséis trenes. Los billetes de autobús tenían que comprarse con antelación y los taquilleras de las líneas no recordaban haber vendido pasaje a nadie que se pareciera a Von Holden. Los billetes de tren, por el contrario, solían adquirirse una vez el tren había salido. No se dejaría nada a la improvisación y la policía peinaría la ciudad de Frankfurt, vigilaría el aeropuerto durante varios días y seguiría buscando en trenes y autobuses. En cualquier caso, Remmer intuía que Von Holden había escapado en uno de los dieciséis trenes antes de que se acordonara la estación.

– ¿Qué aspecto dicen que tenía ella? -preguntó Osborn irritado y ansioso, abriéndose paso entre los testigos hasta llegar a Remmer.

– Las descripciones de la mujer varían -contestó Remmer-•. Puede que se trate de ella y puede que no.

– Oiga, ¡este hombre los ha visto! -decía un policía apartando a los curiosos y conduciendo a un negro delgado vestido con bata.

Remmer se volvió para mirarlos.

– ¿Usted los vio?

– Sí, señor -respondió el hombre, que insistía en mirar al suelo.

– Le sirvió café a la mujer a eso de las siete y media -dijo el policía, que permanecía de pie junto al negro, a quien superaba en estatura en unos treinta centímetros.

– ¿Por qué no lo dijo desde el principio? -preguntó Remmer.

– Es mozambiqueño y en alguna ocasión lo han golpeado los cabezas rapadas. Teme a los blancos.

– Mire -interpeló Remmer tranquilamente-. Nadie le va a hacer daño. Simplemente cuéntenos lo que vio.

El negro levantó la mirada hasta Remmer y enseguida volvió a mirarse los pies.

– El hombre pidió café para la mujer -explicó con tosco acento alemán-. Ella muy guapa, mucho miedo. Las manos le temblaban y casi no pudo beberse el café. El fue buscar un periódico y le enseñó cuando volvió. Luego se marcharon…

– ¿Dónde? ¿En qué dirección iban?

– Allá, al tren.

– ¿Qué tren? -preguntó Remmer abarcando con un gesto la estación llena de ellos.

– Allá, o puede que allá. No estoy seguro -contestó el negro en dirección a uno de los andenes y luego al de al lado, y se encogió de hombros-. No miré más cuando marcharon.