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– Terry, ¿qué va a ser de ti? -le pregunté. Sentía como si el timbrazo todavía me estuviese reverberando en el pecho. ¿Qué va a ser de mí?, pensé. ¿Qué va a ser de mi novela?-. ¿Cuántos años llevabas trabajando en Bartizan? ¿Diez?

– Sólo diez, si no cuentas los últimos cinco -respondió mientras se volvía hacia mí-, que es lo que supongo que haces.

Me miró con el aire tranquilo y la combinación de malicia y afecto que me eran tan familiares. Antes de que abriese la boca, ya sabía qué me iba a preguntar.

– ¿Qué tal va la novela? -dijo.

Alargué el brazo para coger la maleta de la señorita Sloviak antes de que pasase de largo ante nosotros.

– Muy bien -respondí.

Se refería a mi cuarta novela, o a lo que se suponía que iba a ser mi cuarta novela, Chicos prodigiosos, que le había prometido a Bartizan hacía más de cinco años. Mi tercera novela, El mundo subterráneo, había ganado un premio PEN y, con sus doce mil ejemplares, había vendido el doble que las dos anteriores juntas; como consecuencia de ello, Crabtree y sus jefes en Bartizan se habían sentido lo suficientemente optimistas acerca de mi inminente ascenso al status de, como mínimo, autor de culto para adelantarme una ridícula suma de dinero a cambio tan sólo de una fatua sonrisa del atónito autor, es decir, de mí, y de un título inventado sobre la marcha, fruto de una idea que se me habría ocurrido mientras meaba en el urinario de aluminio del lavabo de caballeros del estadio Three Rivers. Por suerte para mí, no tardé en dar con un argumento absolutamente soberbio para una novela -tres hermanos nacen, crecen y mueren en una pequeña ciudad embrujada de Pensilvania- y me puse a trabajar en él sin dilación; desde entonces habla estado puliéndolo con diligencia. No tenía problemas de motivación ni de inspiración, sino al contrario: ante la máquina de escribir siempre me he mostrado entusiasmado y competente, pues jamás he sufrido eso que llaman «terror a la página en blanco», algo en lo que nunca he creído, además.

El problema, a decir verdad, era precisamente que me ocurría todo lo contrario. Tenía demasiado material sobre el que escribir: demasiados edificios imponentes y miserables que construir, calles a las que dar un nombre y campanarios que hacer repicar; demasiados personajes que hacer emerger de la tierra como flores cuyos pétalos arrancaba de los complejos y frágiles órganos interiores; demasiados atroces secretos genéticos y crematísticos que desenterrar, enterrar de nuevo y volver a desenterrar; demasiados divorcios que conceder, herederos que desheredar, citas que concertar, cartas que desviar hacia manos malignas, inocentes criaturas que enviar a la muerte víctimas de fiebres reumáticas, mujeres a las que dejar insatisfechas y desesperadas, hombres a los que arrastrar hasta el adulterio y el robo, fuegos que encender en el corazón de viejas mansiones. La novela narraba la historia de una familia y para entonces constaba ya de dos mil seiscientas once páginas, cada una de ellas revisada y reescrita media docena de veces. Y a pesar de los años que llevaba en ello y de las ingentes cantidades de palabras utilizadas para plasmar los excéntricos devaneos de mis personajes, éstos todavía no habían llegado a su cénit. Me encontraba todavía lejos del final.

– Ya la he terminado -dije-. Bueno, prácticamente la he terminado. Ahora estoy…, ya sabes, dándole pequeños retoques.

– Estupendo. Esperaba poder echarle un vistazo en algún momento durante el fin de semana. ¡Oh, creo que allí viene otra! -Señaló una pequeña maleta con un estampado rojo a cuadros, también cubierta con un envoltorio de plástico, que avanzaba hacia nosotros en la cinta transportadora-. ¿Crees que será posible?

Recogí la segunda maleta -que era más bien un bolso con forma de achaparrada medialuna y goznes en los costados- y la deposité en el suelo junto a la primera.

– No lo sé -respondí-. Mira lo que le pasó a Joe Fahey.

– Sí, se hizo famoso -dijo Crabtree-. Con su cuarto libro.

John José Fahey, otro escritor auténtico al que conocí, sólo escribió cuatro novelas: Noticias tristes, Melancólico, Aplausos y despedidas y Ocho sólidos años luz de plomo. Joe y yo nos hicimos amigos durante el semestre que pasé como profesor invitado, hacía casi doce años, en una universidad de Tennessee, donde él coordinaba los cursos de escritura creativa. Cuando lo conocí, Joe era un escritor disciplinado, con un admirable talento para la digresión narrativa, que se vanagloriaba de haber heredado de su madre mexicana, y muy escasos hábitos malos o ingobernables. Era un tipo extremadamente cortés y a sus treinta y dos años tenía el cabello cano por completo. Tras el moderado éxito de su tercera novela, sus editores le dieron un adelanto de 125.000 dólares para estimularle a que les escribiese la cuarta. Su primera tentativa abortó casi de inmediato. Se lanzó bravamente a una segunda, a la que se dedicó durante un par de años hasta que llegó a la conclusión que era una pura mierda y lo dejó correr. La tercera fue rechazada por los editores antes incluso de que Joe la hubiese terminado, porque, según ellos, resultaba ya demasiado larga y no encajaba en su línea editorial.

Después de eso, John José Fahey cayó en picado y se convirtió en un fracasado irrecuperable. Acabó consiguiendo que lo echasen de aquella universidad de Tennessee, donde era profesor numerario, presentándose borracho en horas lectivas, dirigiéndose con imperdonable crueldad a los alumnos menos dotados de sus clases y, en una ocasión, blandiendo desde la tarima una pistola cargada ante sus pupilos con la finalidad de enseñarles a escribir sobre el miedo. También logró ahuyentar a su esposa, que lo abandonó de mala gana y se llevó consigo la mitad del fabuloso anticipo. Al cabo de algún tiempo, Joe regresó a su Nevada natal y vivió en una sucesión de moteles. Años más tarde, mientras esperaba para cambiar de avión en el aeropuerto de Reno, me topé con él. No iba a ninguna parte; simplemente, se había dejado caer por allí. Al principio, fingió que no me reconocía. Se había quedado sordo de un oído y tenía una actitud fría y distante. Sin embargo, después de unas copas, acabó confesándome que por fin, tras siete tentativas, había enviado a su editor lo que consideraba el aceptable manuscrito final de una novela. Le pregunté cómo se sentía con respecto a lo que había escrito.

– Es aceptable -respondió fríamente.

Quise saber si conseguir acabar el libro le había hecho sentirse muy feliz. Tuve que repetirle la pregunta un par de veces.

– Feliz como un jodido pez en el agua -sentenció.

Después de aquel encuentro, empecé a oír rumores. Oí que poco después Joe trató de reescribir la séptima versión, tentativa que abandonó cuando su editor, perdida ya la paciencia, le amenazó con emprender acciones legales. Oí que hubo que suprimir pasajes enteros, debido a su vaguedad, su falta de lógica y su tono excesivamente amargado. Oí toda clase de comentarios desfavorables. Al final, sin embargo, Ocho sólidos años luz de plomo resultó ser un libro francamente bueno y, gracias a la publicidad adicional que le dio la precoz y absurda muerte de Joe -no sé si recuerdan que lo atropelló una furgoneta blindada que transportaba la recaudación de un casino-, se vendió muy bien. Los editores recuperaron con creces su inversión, y todo el mundo coincidió en que era una lástima que Joe Fahey no viviese para poder disfrutar de su éxito, aunque nunca he estado seguro de que fuera así. Ocho sólidos años luz de plomo, por si no han leído la novela, es el espesor de la coraza de ese metal con la que uno debería revestirse para evitar verse afectado por los neutrinos. Me temo que hay jodidos bichitos de ésos por todas partes.