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– Entonces… -dijo con aire solemne. Metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó un delgado libro encuadernado en cartoné con sobrecubierta de color ante. Me lo ofreció, sujetándolo con ambas manos como si se tratase de una taza llena hasta el borde- debes haber visto esto.

Era una antología, publicada por Arkham House, de los veinte mejores relatos de August Van Zorn.

– Las abominaciones de Plunkettsburg y otros relatos -leí-. ¿Cuándo se ha publicado?

– Hace un par de años. Es una editorial especializada. No es fácil de encontrar.

Hojeé algunas de las páginas de bordes cortados a mano del libro que Albert Vetch no vivió lo suficiente para ver publicado. En las solapas había un texto laudatorio y una sorprendente fotografía del hombre sencillo, culto y miope que durante años, en su habitación de la torre del Hotel McClelland, había bregado con oscuros remordimientos, con la vacuidad de la existencia y con los estragos del mal de las noches pasadas en vela. Desde luego, nada de eso era evidente en la fotografía. En ella tenía un aspecto relajado y hasta parecía un hombre apuesto, con ese cabello ligeramente despeinado que parece el más idóneo para un especialista en Blake.

– Quédatelo -me ofreció Crabtree-, ya que lo conociste tan de cerca.

– Gracias, Crabtree -dije, lleno de nuevo de un súbito e irracional afecto hacia aquel individuo pequeño y delgaducho, con su bufanda, su torpeza y sus calculadas exhibiciones de arrogancia y desdén. Exhibiciones que, por supuesto, con el tiempo dejaron de ser premeditadas y se transformaron en una actitud inconsciente que no provocaba precisamente una admiración universal-. Tal vez algún día seas mi editor, ¿eh?

– Tal vez -dijo-. Desde luego, vas a necesitar uno.

Sonreímos y nos dimos la mano, y entonces la chica a la que había tratado de evitar se me acercó por la espalda y me tiró un jarro de agua con hielo por la cabeza, con lo que empapó no sólo mi persona sino también el libro de August Van Zorn, que quedó completamente destrozado; bueno, al menos así es como lo recuerdo.

Las dos varillas del limpiaparabrisas jugaban a perseguirse sin fin mientras permanecíamos sentados dentro del coche en la calle Smithfield, fumando un canuto de la marihuana californiana, esperando a que mi tercera esposa, Emily, saliese del edificio Baxter, donde trabajaba como redactora de una agencia de publicidad. El principal cliente de Richards, Reed & Associates's era una marca muy conocida en la zona de salchichas polacas famosas por sus generosas dimensiones, lo cual convertía la redacción de los eslóganes publicitarios en un trabajo sencillo, pero delicado. Vi que la secretaria de Emily asomaba por la puerta giratoria y abría el paraguas, y tras ella aparecieron sus amigos Susan y Ben, y un individuo cuyo nombre había olvidado pero al que había visto disfrazado de salchicha en una fiesta navideña que celebraron los de la agencia un par de años atrás. A esa hora, montones de personas salían del edificio y se dispersaban por el grisáceo atardecer: dentistas, podólogos, gestores administrativos, el etíope de aspecto tristón que vendía flores marchitas en un pequeño quiosco del vestíbulo; todos alzaban la vista, se cubrían la cabeza con un periódico abierto y sonreían ante la perspectiva de darse una vuelta por el centro de la ciudad aquella lluviosa tarde de viernes. Pero pasaron quince minutos y Emily seguía sin aparecer, a pesar de que los viernes siempre me esperaba a la puerta cuando pasaba a recogerla, así que finalmente tuve que admitir lo que me había pasado el día entero intentando negar: Emily me había abandonado aquella mañana. Al despertarme, me encontré con una nota pegada a la cafetera, encima del mármol de la cocina, y descubrí que sus cajones y armarios roperos estaban vacíos.

– Crabtree -dije-. Me ha abandonado, tío.

– ¿Qué?

– Que me ha abandonado. Esta mañana. Ha dejado una nota. Ni siquiera sé si ha ido a trabajar. Creo que debe de haber ido a casa de sus padres. Está a punto de empezar la Pascua judía; mañana es la primera noche. -Me volví y miré a la señorita Sloviak, sentada en el asiento trasero al lado de Crabtree, ya que, en teoría, Emily debía sentarse delante conmigo. Y ahí detrás estaba también la tuba, que yo no sabía muy bien como había llegado hasta allí. Ni siquiera sabía si realmente era o no de la señorita Sloviak-, En total son ocho. Ocho noches.

– ¿Está de guasa, o qué? -le preguntó a Crabtree la señorita Sloviak, que durante el trayecto desde el aeropuerto parecía haberse retocado el maquillaje, pero con tal torpeza que todo él estaba desplazado unos tres centímetros hacia la izquierda de sus ojos y labios, de forma que su rostro parecía una foto movida y borrosa.

– ¿Por qué no nos has dicho nada, Tripp? Quiero decir que ¿por qué hemos venido hasta aquí?

– Supongo que yo… No lo sé. -Me volví hacia el parabrisas y escuché el murmullo de la lluvia sobre la capota del coche, un Galaxie del 66 verde, descapotable, que tenía desde hacía algo menos de un mes. No me quedó otro remedio que aceptarlo como reembolso de una considerable suma de dinero que en un imperdonable desliz había accedido a prestarle a Happy Blackmore, un viejo compañero de borracheras que colaboraba en la página deportiva del Post-Gazette y ahora estaba en algún lugar de los montes Blue Ridge de Maryland, en un centro de rehabilitación para perdedores impenitentes, representando el último acto de un espectacular colapso emocional y financiero. En cuanto a su Ford, era un coche viejo y elegante, con una imprevisible transmisión, un desastroso sistema eléctrico y aquel asiento trasero que parecía ofrecer unas posibilidades casi infinitas. A decir verdad, no quería saber lo que acababa de pasar ahí atrás.

– Pensaba que quizá, simplemente, eran imaginaciones mías -dije. Mi condición de consumidor habitual de marihuana durante años me había acostumbrado a que hasta los fenómenos más espantosos, vueltos a considerar con frialdad, resultaban ser meros retazos de mis fantasías paranoides, así que me había pasado el día entero tratando de autoconvencerme de que mi matrimonio no se había ido definitivamente a pique aquella mañana a las seis en punto, mientras roncaba con las piernas desparramadas por la zona recién abandonada de la cama-. Me refiero a que tenía la esperanza de que lo fuesen.

– ¿Se siente bien? -preguntó la señorita Sloviak.

– Estupendamente -respondí mientras intentaba averiguar cómo me sentía en realidad. Lamentaba haber empujado a Emily a abandonarme, no porque pensase que podía haber obrado de otra forma, sino porque ella, durante años, habla tratado de evitar por todos los medios una situación que, por motivos que jamás he llegado ni llegaré a comprender, le resultaba ofensiva moralmente. Sus padres, que se casaron en 1939, seguían juntos y eran muy felices. Sabía que para ella el divorcio era el primer refugio para los débiles de espíritu y el último para los inútiles sin posible redención. Me sentía como alguien que ha obligado a una persona honesta a mentir por él, o a una persona ahorradora a dejar una propina desmesurada. Sentía también que amaba a Emily, pero de la manera fragmentaria y confusa en que uno ama a la gente cuando va colocado. Cerré los ojos y recordé los movimientos de su falda mientras bailaba una noche en un bar del South Side, al ritmo de Barefootin' que sonaba en una gramola, el ángulo que formaba su cuello y el escote de su camisón cuando se inclinaba sobre el lavabo para lavarse la cara, el bocadillo de ensalada de atún que me ofreció una tarde ventosa mientras, sentados en una mesa de picnic en Lucía, California, tratábamos de atisbar el paso migratorio de las ballenas…, y sentí que amaba a Emily en la medida en que amaba todas esas cosas -de una manera que estaba más allá de la razón y con tal anhelo que sentía la necesidad de inclinar la cabeza-, pero era un amor que se parecía demasiado a la nostalgia. Incliné la cabeza.