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La sorpresa fue extraordinaria, como ese momento al límite mismo del sueño en que te despiertas sobresaltado. Y por un instante pensó que su propio dedo había apretado el gatillo, y al siguiente que le habían dado. Pero, incluso mientras se le aceleraba la sangre, se dio cuenta de que el áurea sangrienta que veía por el rabillo del ojo era el reflejo del estallido en la boca del cañón. Lo cual significaba que el disparo procedía de la zona por detrás suyo y a su derecha. Se giró hacia ese lado. La oscuridad brilló trémula. Quizá había oído un grito, pero no estaba seguro. Y casi simultáneamente el silencio descendió, como si dos manos se hubieran cerrado sobre sus orejas. Luego la brisa volvió a levantarse y escuchó el ruido de la arena deslizándose por el duro terreno y el sordo zumbido del transformador del radar. No se movió, o se movieron sólo sus ojos. Pero no había nada que ver, o nada definido, sólo formas que se perfilaban en la oscuridad y sombras que se abrían a otras sombras.

Durante cinco minutos se quedó paralizado. Estaba absolutamente inmóvil. Por fin, al sentir el vacío frente a él, se aflojó su tensión. Pero siguió demostrando una gran cautela. Miró carretera arriba y de nuevo la camioneta. Nada. Miró a izquierda y derecha. Nada. Sólo entonces se permitió liberar sus ojos del concentrado esfuerzo y consultó el reloj. Eran las doce y veintisiete minutos, o sea que llevaba allí casi media hora… ¿Qué había ocurrido? Esperó; cinco minutos de reloj. No habiéndose producido ningún ruido, se levantó, manteniéndose en cuclillas, y empezó a moverse hacia la derecha, desplazándose de una zona de sombra a otra en un amplio círculo en torno al área de desierto de donde había procedido el disparo.

Diez minutos más tarde halló el primer signo evidente, grotesco y ridículo: un sombrero, enganchado en el arbusto que había delante de él.

Un sombrero típico del oeste, pero hecho con paja; un sombrero de granjero, un sombrero para protegerse del sol. De paja amarilla. Visto su perfil contra el cielo tenía un aspecto cómico; podría haber sido el sombrero que llevara el gordo compañero del héroe, llamado Andy o Gaby o Slick, el que se cae de culo y queda aplastado, pero resucita siempre y se sacude el polvo. Estuvo contemplando el sombrero durante unos segundos, oscilando ante el fuerte viento, luego corrió hacia el sombrero y lo arrancó del arbusto de un manotazo… era un vulgar sombrero de paja barato, pero con el ala empapada de sangre. Lo aplastó sobre la arena. Mirando a su alrededor no descubrió huellas de su dueño. Pero el viento soplaba desde la izquierda, debía de haber empujado el sombrero hasta allí, y empezó a moverse cautelosamente en aquella dirección. Quizá cinco minutos más tarde estuvo a punto de tropezar con algo, literalmente, levantó el pie sobre un pozo de sombra, luego lo retiró al darse cuenta de lo que era.

Se quedó paralizado y lo miró fijamente.

El cadáver yacía en un hoyo escarbado en la arena. Estaba acurrucado en una postura fetal, con las manos metidas entre las piernas y los hombros encorvados hacia delante, como si hubiera intentado comprimirse, meterse a la fuerza por el último y oscuro túnel. Tenía un disparo en el pecho; probablemente le había atravesado los pulmones; había mucha sangre. Relucía en la oscuridad como aceite, y el rostro del hombre, inclinado sobre el pecho, estaba empapado en ella. Tras unos instantes, Tannis se arrodilló, para verlo mejor, colocó el cañón de su pistola contra el pecho del hombre y le echó la cabeza hacia atrás.

De inmediato Tannis supo que nunca antes había visto a aquel hombre; y que no tenía nada que ver con David Harper.

Con destreza profesional, Tannis lo cogió en brazos. El hombre no era muy alto, uno setenta o uno setenta y cinco. Sesenta y cinco kilos. Finos cabellos blancos. Era sin duda un hombre mayor, al menos tan viejo como el mismo Tannis, con rasgos duros y huesudos, mejillas hundidas, nariz aguileña y ojos metidos en profundas cuencas huesudas. Tenía los ojos abiertos y conservaba la expresión de la cara, fruncida en una mueca de dolor o de concentración. Tannis pensó de nuevo en un túnel y en un hombre tratando de hallar la luz al otro extremo. ¿Un minero? Pero por entonces ya nadie trabajaba las minas en aquella zona. Sin embargo, era un trabajador, o al menos esa impresión daba. Tenía las manos grandes y bastas. Y llevaba una chaqueta de la Marina de gruesa tela, y también gruesos eran los pantalones, de una especie de sarga. En los pies llevaba unos pesados zapatos negros de cordones. Un trabajador… pero quizás era un trabajador vestido para hacer una visita, ya que, bajo la sangre, había una camisa y una corbata. En cualquier caso, probablemente era forastero. Al reptar hasta allí en su agonía final, una de las perneras de sus pantalones se había desgarrado por encima de la espinilla, revelando unos baratos calcetines de fibra y un trozo de pálido tobillo. Piel de invierno, piel de ciudad. Para hacer juego con el sombrero, un hombre de ciudad, temeroso del sol del desierto. O al menos era una posible conclusión. Para confirmarla, Tannis utilizó de nuevo la pistola para hacer que el cuerpo rodara sobre un lado. Los miembros del hombre se movieron libremente dentro de la ropa, ya incoherentes. Arrodillándose junto a él, palpó el bolsillo del pantalón, notó una cartera, tiró de ella para sacarla, y luego buscó con dificultad en el interior de la chaqueta, de la que sacó un puñado de papeles. Se alejó unos pasos, de espaldas al viento, extendió sus hallazgos sobre un pañuelo y encendió el Zippo. En la oscuridad, la llama anaranjada se inclinaba y vacilaba con un leve sonido cortante, revelando una tarjeta de embarque para un vuelo de la Pan Am de Berlín a Frankfurt, y un pasaporte alemán, emitido en Bonn dos semanas antes. Lo hojeó rápidamente. En vida, en la fotografía en blanco y negro, el hombre había sido algo diferente a como era en la muerte. Pero aparentemente tenía los ojos azules y el pelo cano. Estatura: 168,3 cm., peso: 71 kg. Su nombre era Buhler, Walter Joseph, nacido en Leipzig, 1920. Pasando las páginas del visado halló que había un único sello, estampado en Nueva York nueve días atrás. Un alemán… un viejo trabajador alemán… Esto constituía sin duda una sorpresa, pero nada comparado con la que descubrió cuando abrió la cartera. Estaba confeccionada con piel marrón, vieja y suave por el uso, y contenía una buena cantidad de dinero, billetes de veinte dólares y algunos deutsche marks, así como un talonario del Berliner Bank, una factura de un motel en Lone Pine… y un carnet de identidad a nombre de Walter Joseph Buhler, emitido por la Volkspolizei en Karl-Marx-Stadt, República Democrática Alemana, la DDR. Es decir, el pasaporte era de Alemania Occidental, pero Joseph Buhler procedía de Alemania Oriental.

Un alemán oriental muerto, allí.

Un alemán oriental muerto de un disparo a menos de quince kilómetros del Centro de Armamento Naval de Estados Unidos, China Lake. Tannis se quedó muy quieto y oyó las preguntas que empezaban de nuevo.

– ¿Qué pensó en aquel momento, al mirar el cadáver de Buhler? Juguemos a psiquiatras. ¿Cuál fue la primera cosa que le vino a la mente?

– Alguien delató a Harper. Nos dieron el soplo. Ésa era la relación. Eso fue lo que me vino a la mente. Era el mismo hombre que nos había dado el soplo sobre Harper.

– No comprendo. ¿Me está diciendo que Buhler era un delator?

– No, todo lo contrario. Estaba pensando en el hombre que me había llamado por teléfono. Esa era la conexión, ¿comprende? De repente me di cuenta de que no existía relación real con Harper en absoluto, aquello no tenía nada que ver con el caso original, excepto que el hombre que me había llamado nos había dado el soplo entonces. ¿Lo entiende? Ahora, de algún modo, había descubierto a Buhler, ese alemán oriental, y todavía tenía mi nombre, por eso había acudido a mí, para darme otro soplo. En realidad Harper no tenía nada que ver.