Выбрать главу

Tannis no se movió. Durante un largo minuto, como si se tratara de una apuesta, no se movió. Con las manos bien visibles sobre el volante, pero plenamente consciente del peso del arma en su bolsillo, se quedó sentado, absolutamente inmóvil.

No ocurrió nada.

El viento hizo danzar las sombras por delante del capó; flotaron reflejos sobre el cristal del parabrisas, pero la noche estaba vacía.

Un tanto relajado, sacó la cabeza por la ventanilla. A su izquierda, al borde del círculo de asfalto, distinguió una vieja carretilla, a la que faltaba un mango, volcada sobre un lado, y una parte de grava salpicada de cemento endurecido, pero no había señal alguna de otro vehículo. Y puesto que no había encontrado ningún coche al bajar, ni había visto que hubiera alguno aparcado a lo largo de la autopista, no creía que fuera posible que hubiera un coche allí, a menos que cayera del cielo. Se agachó hacia atrás dentro de la cabina y consultó el reloj. Pasaban tres minutos de la medianoche. Su comunicante, si había estado allí, no podía haberse marchado. Sintió una leve incertidumbre. Abrió lentamente la puerta de la camioneta y se bajó, pero mantuvo con todo cuidado la puerta abierta para tener así protección, al menos por un lado. El viento le golpeó el rostro. Los ojos y la nariz se le quedaron secos. Manteniéndose pegado a la camioneta, la rodeó por su parte posterior y miró carretera arriba. Tuvo que entrecerrar los ojos a causa del viento. La pendiente era muy suave, apenas un pequeño declive, pero bastaba para ocultar la autopista. Aun así, por lo que podía ver, no había nada allá arriba, tan sólo las borrosas formas de las montañas, guardianas de la base, que ocupaban el horizonte. Ya más abiertamente, rodeó la camioneta por delante, y luego caminó de un lado al otro del terreno asfaltado. Después, con un movimiento brusco, se agachó, poniéndose por debajo de cualquier horizonte. Entornando los ojos de nuevo, inspeccionó el paisaje, pero siguió sin ver nada.

Estaba solo. Apretó los dientes. En realidad no pensaba, sencillamente había un vacío allí, y él lo llenaba. Pero la lógica era evidente. El hombre había cometido un error. Quizá por un exceso de cautela, el miedo a que se cerrara una trampa en torno a él, había creado exactamente esa posibilidad, montar una trampa que podría caer sobre él. Tannis, casi acuclillado, salió corriendo, montando el arma al tiempo que corría, y se adentró en el desierto con sus botas deslizándose sobre la arena. Veinte metros hacia la derecha de su camioneta se alzaba un montículo creado por la creosota; en el momento en que se agachó detrás fue invisible.

¿Lo haría? ¿Mataría a aquel hombre? No estaba claro. Pero quizá lo haría, eso sí estaba claro. Le latía el corazón con violencia. Conteniendo la respiración le quitó el seguro a la pistola y volvió a mirar en dirección a la carretera donde la camioneta resplandecía como una sombra nacarada a la luz de las estrellas, como el cebo de una trampa, donde él estaba emboscado. El peculiar silencio del desierto se cernía a su alrededor, un silencio que susurraba sin pausa, como si el viento transmitiera mensajes de una estrella a otra. Y mientras escudriñaba a través de la noche, recordó al alemán, cómo se había acercado a él, junto al jeep (igual que la camioneta), cómo había sorprendido a aquella figura surgida de der Totentanz, con el uniforme hecho jirones y que, sin embargo, había permanecido firme al final, cuando vio la pistola y finalmente comprendió… Al observar fijamente de aquella manera, a Tannis le pareció que la oscuridad se disolvía bajo la misma fuerza de su mirada. Su mano, arrastrándose junto a él, escarbó en el duro terreno -caliche-, el presente se desmenuzó en la palma de su mano y se encontró repitiendo una de las lecciones de su padre, nombrando cada piedra, planta o animal que pudiera ver: creosota, encelia, viburno y corniera. Bajo las variaciones del sonido del viento oyó un pequeño chirrido y supo que era un grillo mormón. Y cuando sus dedos extrajeron un puñado grumoso de la arena, se lo llevó a los labios y notó el sabor de la sal, sabiendo que probablemente era halita. Luego, por encima de su cabeza, advirtió el movimiento de un murciélago, lo cual significaba que había una mina en las cercanías. Pero había cientos de ellas y, claro está, él las conocía todas. Al este: Ophit, Redhill, Virginia Ann, la Gold Bottom, Stockwell, Standard. Y dentro de la misma base (se suponía que la Marina las había cerrado, pero nadie se lo creía del todo): la Mariposa, El Conejo, Mohawk, Ruth, la Sterling Queen… Los nombres, los recuerdos, parpadeaban como brillantes luces, tan reales en aquel instante como el tic de un vaso capilar en el ojo. En el silencio de aquella espera todo aquello cobraba existencia de golpe, su padre, el alemán muerto, el zumbido del radar giratorio. Entonces el viento volvió a levantarse. Una brisa le acarició la nuca, se retiró, le rozó la mejilla. Un remolino se alzó y dio vueltas en lo alto hasta desaparecer, y luego una gran ráfaga de viento suave bajó ondulante desde el enorme cielo y avanzó junto a él, obligando a la tierra a inclinarse a su paso. Un viento que su piel caliente sintió como hielo. Durante aquellos momentos, con la pistola apretada contra sí, Tannis formaba parte de todo aquello, y cada ráfaga de aquel viento parecía individual y vivida, como espíritus separados que se movieran a su alrededor, respirando sobre él, llamándolo… ¿diciendo qué? ¿Y cuánto tiempo transcurrió? No lo sabía a ciencia cierta. Cinco minutos seguro. O diez. Pero de repente tenía la boca seca. Olfateó, tan imperiosa era su necesidad de algún olor. La sangre se le agolpaba en las sienes. Forzó la vista… Sabía que algo estaba a punto de suceder. Su dedo apretó… Y entonces ocurrió, una explosión tan cercana a él que casi sintió su fuego, tan violenta que le pareció la compresión última del universo, o de su propio corazón. O al menos eso le pareció por hallarse él mismo al borde de la violencia, aunque su mente identificó al instante aquel ruido con una simple (pero real) descarga de un fusil de alta potencia.