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«No me iré —gimió—. Soy un lobo, no me iré.» Pero incluso así, la oscuridad se espesó hasta cubrir sus ojos, llenar su nariz y taponar sus oídos, de manera que no podía ver, oler, oír ni correr, y los grandes riscos desaparecieron junto con el caballo muerto, y su hermano desapareció y todo se volvió negro, silencioso, negro y frío, negro y muerto, negro…

—Bran. —Una voz susurraba muy queda—. Bran, regresa. Regresa ya. Bran. Bran…

Cerró su tercer ojo y abrió los otros dos, los dos antiguos, los dos ciegos. En el sitio oscuro, todos los hombres eran ciegos. Pero alguien lo retenía. Podía sentir brazos en torno a su torso, el calor de un cuerpo que se acurrucaba con él. Podía oír a Hodor.

—Hodor, Hodor, Hodor, Hodor —cantaba muy bajito, casi para sus adentros.

—¿Bran? —Era la voz de Meera—. Estabas muy agitado, haciendo ruidos horribles. ¿Qué has visto?

—Invernalia. —La lengua era un objeto extraño y grueso en su boca. «Un día, al regresar, ya no sabré cómo hablar»—. Era Invernalia. Ardía toda. Olía a caballo, a acero y a sangre. Habían matado a todo el mundo, Meera. —Sintió la mano de ella sobre su rostro, acariciándole el cabello.

—Estás todo sudado —dijo Meera—. ¿Quieres beber algo?

—Sí, por favor —aceptó. Le acercó un odre a los labios, y Bran bebió con tanta avidez que el agua le escapó por la comisura de la boca. Al regresar, siempre se sentía débil y sediento. Y hambriento también. Recordó al caballo moribundo, el sabor de la sangre en su boca y el olor de la carne quemada en el aire matutino.

—¿Cuánto tiempo?

—Tres días —dijo Jojen. El niño había llegado en silencio, o quizá había estado allí todo el tiempo; en ese mundo negro y ciego, Bran no hubiera podido asegurar nada—. Hemos temido por ti.

—Estaba con Verano —dijo Bran.

—Demasiado tiempo. Te morirás de hambre. Meera te vertió un poco de agua en la garganta y te untamos miel en la boca, pero no es suficiente.

—Comí —dijo Bran—. Derribamos un alce y tuve que espantar a un gato arbóreo que intentaba robárnoslo. —El gato era color bronce y marrón, de la mitad del tamaño de los lobos huargo, pero muy feroz. Recordaba su olor a almizcle y la manera en que les había gruñido desde la gruesa rama del roble.

—El lobo comió —dijo Jojen—, pero tú no. Ten cuidado, Bran. Recuerda quién eres.

Recordaba demasiado bien quién era; Bran, el niño, Bran el roto, «Mejor Bran, el hombre bestia.» Era normal que prefiriera sus sueños de Verano, sus sueños de lobo. Allí, en la gélida y húmeda oscuridad de la tumba, su tercer ojo se había abierto finalmente. Podía llegar a Verano siempre que quería, y en una ocasión había llegado a tocar a Fantasma y a hablar con Jon. Aunque quizá sólo hubiera soñado aquello. No podía entender por qué Jojen siempre trataba de hacerlo regresar. Bran utilizó la fuerza de sus brazos para sentarse.

—Tengo que contarle a Osha qué he visto. ¿Está aquí? ¿Adónde se ha ido?

—A ninguna parte, mi señor —respondió la mujer salvaje—. Estoy harta de vagar por la oscuridad.

Oyó el arañar de un talón sobre la piedra, volvió la cabeza hacia el sonido, pero no vio nada. Pensó que podía reconocerla por su olor, pero no estaba seguro. Todos ellos hedían de la misma manera, y no contaba con el olfato de Verano para diferenciarlos.

—Anoche oriné en el pie de un rey —prosiguió Osha—. O quizá fuera por la mañana, ¿quién sabe? Estaba durmiendo, pero ahora estoy despierta.

Todos ellos dormían mucho, no sólo Bran. No había otra cosa que hacer. Dormir, comer y dormir otra vez, en ocasiones conversar un poco… pero no demasiado, y sólo en susurros, para estar a salvo. Osha hubiera preferido que no hablaran nunca, pero no había manera de tranquilizar a Rickon ni de impedir que Hodor murmurara constantemente «Hodor, Hodor, Hodor» entre dientes.

—Osha —dijo Bran—, vi que Invernalia ardía. —A la derecha oía el sonido calmado de la respiración de Rickon.

—Un sueño —dijo Osha.

—Un sueño de lobo —replicó Bran—. También lo olí. Nada huele como el fuego o la sangre.

—¿La sangre de quién?

—De hombres, caballos, perros, de todo el mundo. Tenemos que ir a ver.

—Este flaco pellejo mío es el único que tengo —dijo Osha—. Si ese príncipe calamar me pone la mano encima, me desollará la espalda con un látigo.

La mano de Meera encontró la de Bran en la oscuridad y le apretó los dedos.

—Si tienes miedo, iré yo.

Bran oyó dedos que rebuscaban algo en el cuero, seguido por el sonido del acero en el pedernal. Una vez más. Saltó una chispa y se mantuvo, Osha sopló con delicadeza. Una llama larga y pálida despertó, estirándose hacia lo alto como una chica de puntillas. El rostro de Osha flotaba encima de ella. Tocó la llama con la punta de una antorcha. Bran tuvo que entrecerrar los ojos cuando el alquitrán comenzó a arder, bañando el mundo con un resplandor anaranjado. La luz despertó a Rickon, que se sentó entre bostezos.

Cuando las sombras se movieron, por un instante pareció que los muertos se levantaban de sus tumbas. Lyanna, Brandon y el padre de ambos, Lord Rickard Stark; el padre de éste, Lord Edwyle; Lord Willam y su hermano, Artos el Implacable; Lord Donnor, Lord Beron y Lord Rodwell; el tuerto Lord Jonnel, Lord Barth, Lord Brandon y Lord Cregan, que había combatido contra el Caballero Dragón. Estaban en sus tronos de piedra, sentados con lobos de piedra a sus pies. Allí era adonde iban cuando el calor había huido de sus cuerpos; aquél era el oscuro salón de los muertos, que los vivos temían pisar.

Y en la boca de la tumba vacía que aguardaba a Lord Eddard Stark, bajo su esbelta imagen de granito, los seis fugitivos se acurrucaron en torno a su pequeña reserva de pan, agua y carne seca.

—Queda muy poco —murmuró Osha tras contemplar las provisiones—. Tengo que subir rápido a robar comida como sea, o no tendremos más remedio que comernos a Hodor.

—Hodor —dijo Hodor, mirándola con una sonrisa.

—Arriba, ¿es de día o de noche? —inquirió Osha—. Hemos perdido la noción del tiempo.

—De día —respondió Bran—, pero todo está oscuro por culpa del humo.

—¿Estáis seguro, mi señor?

No podía mover aquel cuerpo roto, pero de todos modos salió, y por un instante vio doble. Allí estaban Osha, con la antorcha en la mano, Meera, Jojen y Hodor, y detrás de ellos la doble fila de altos pilares de granito y señores muertos mucho tiempo atrás, que se perdía en la oscuridad… pero allí también estaba Invernalia, gris por el humo que la cubría, con las gruesas puertas de roble y hierro calcinadas y retorcidas, y el puente levadizo caído en un amasijo de cadenas partidas y tablas perdidas. En el foso flotaban cadáveres, islas para los cuervos.

—Seguro —declaró.

Osha le dio vueltas a la idea por unos momentos.

—Entonces, me arriesgaré a asomar la cabeza. Quiero que permanezcáis muy cerca. Meera, coge el cesto de Bran.

—¿Nos vamos a casa? —preguntó Rickon, excitado—. Quiero mi caballo. Y quiero tortitas de manzana, mantequilla, miel y a Peludo. ¿Vamos adonde está Peludo?

—Sí —prometió Bran—, pero tienes que estarte quieto.

Meera ató la cesta de mimbre a la espalda de Hodor y ayudó a meter a Bran dentro de ella, pasando sus piernas inútiles por los agujeros. Bran tenía una extraña sensación en el vientre. Sabía qué los aguardaba allá arriba, pero eso no amortiguaba su miedo. Cuando se pusieron en marcha se volvió para echar una última mirada a su padre, y a Bran le pareció que había algo de tristeza en los ojos de Lord Eddard, como si no quisiera que se marcharan.