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– ¿Vas a salir? -le dije.

– Sí -dijo.

Poco más y se echa la botella entera en el vaso.

– Tengo hambre -dije.

– Hay queso en la heladera -dijo mi madre.

– Hambre de comida. Comida caliente, como Dios manda-dije yo.

– Tengo que darme un baño y después irme -dijo mi madre.

Salió llevando su vaso y yo me quedé en la cocina. Abrí la heladera y saqué un pedazo de queso y la botella de ginebra. Mi madre se metió en el baño y al rato oí el murmullo de la ducha. La vi pasar después, envuelta en una toalla, caminando rápidamente. Su imagen atravesó la galería ante la puerta de la cocina y después desapareció. Estaba maravillosa. Cuando terminé mi queso me eché más ginebra en el vaso y me fui para su dormitorio. Le pedí permiso para entrar. Se había puesto su hermoso vestido amarillo y se estaba pintando los ojos delante del espejo.

– Deberíamos ir a comer juntos una de estas noches -dije.

– Ya veremos -dijo mi madre, con una débil hosquedad.

– Es hora de que empecemos a llevamos mejor -dije yo.

– Así espero -dijo mi madre. Después me fui para mi dormitorio, y al rato la oí salir. Me senté frente a la mesa, saqué mí cuaderno de notas, abrí el Tonio Kroeger en la última página y copié lo siguiente en mi cuaderno: "Miro al interior de un mundo inédito y en bosquejo, el cual reclama que se lo ordene y forme; veo un remolino de figuras humanas que me hacen señas para que las liberte y redima; son figuras ridículas algunas, y trágicas las otras; y no pocas son al mismo tiempo trágicas y cómicas… Y a estas últimas las estimo por encima de todo". Después cerré el libro y el cuaderno. No tenía ganas de quedarme en mi casa. Quería salir a la calle y estar con alguien, y si era posible con todo el mundo. La procesión de la noche anterior apareció patente ante mis ojos cuando salí a la galería y encendí la luz. La luz iluminó el patio en el que la llovizna flotaba en una masa blanca y lenta. No parecía caer, sino estar suspendida en el mismo lugar desde hacía muchos días. Pensé que casi ni le había dado importancia me sentí culpable. Había estado pasando algo en este mundo -la llovizna- que era de por sí un misterio y que a la vista se presentaba hermosa y llena de tristeza, y yo no la había ni siquiera mirado. Después recordé el cuerpo encogido sobre las baldosas amarillas, en la vereda del tribunal, y me pregunté qué cosas tan graves podían suceder como para obligar a un hombre a hacer de su cuerpo una cáscara vacía y tirarlo por la ventana de un tercer piso, para hacerlo pedazos contra el suelo. Había anochecido sobre su cuerpo: un crepúsculo azul y sin sol. Me puse el impermeable y salí a la calle. No se veía un alma. Caminé hasta el centro y entré en la galería. No había nadie. La cajera de guardapolvo verde miraba el vacío, con la mano puesta sobre la manija de la caja registradora. Tomé una ginebra sin separarme del mostrador y volví a salir. Anduve dos cuadras por San Martín y hacia el norte, y después doblé. Pasé frente al Banco Provincial y en su reloj circular vi que eran las once. Después llegué al parque del palomar y anduve un rato bajo los árboles cargados de agua. Pensé que estaba en una ciudad desierta, a la que todos habían abandonado. Se habían ido todos, dejándome solo. ¡Y qué bien se estaba! Andaba a mis anchas, en la oscuridad, y atravesaba las luces de las esquinas, unas esferas de claridad débil entorpecida por la llovizna, y después me internaba otra vez en las calles oscuras. Cuando menos me di cuenta estaba en la esquina de la casa de Tomatis. Se veía la gran claridad que arrojaba la ventana en la pieza delantera en la vereda. Me acerqué lentamente. La persiana estaba completamente alzada y a través de los vidrios se veía la habitación iluminada, con sus sillones, su biblioteca, la mesa y las sillas, Gloria estaba sentada en el diván, leyendo. Estaba con su ropa de siempre, la espalda apoyada contra la pared y las piernas estiradas hacia adelante. Sostenía la antología de poesía de habla inglesa en una mano, y en la otra un cigarrillo que humeaba. Vi que murmuraba lo que leía porque sus labios se movían. Estuve contemplándola durante un largo rato sin que ella se diese cuenta. Después me acerqué a la puerta y probé el picaporte, tratando de no hacer ruido. La puerta se abrió. Recorrí en puntas de pie el pasillo negro y entré en la pieza delantera. Estaba a tres metros de Gloria, frente a ella, en el hueco de la puerta, y ella todavía no había notado mi presencia. Un segundo después alzó la vista de golpe y dio un grito. Me eché a reír.

– No te asustes -dije-. Soy yo. Te vi por la ventana y entré.

Gloria estaba pálida.

– Carlitos no está -dijo.

– Espléndido -dije yo-. Voy a cambiar el agua de las aceitunas y vengo.

Salí de la habitación y comencé a recorrer el pasillo. Al pasar frente a la puerta entreabierta del dormitorio de Tomatis vi que salía una luz por ella y oí patente la voz de Tomatis, pero no escuché lo que decía, porque sonó demasiado débil. Me detuve de golpe, y abrí la puerta. Estaban los dos desnudos sobre la cama, Tomatis y mamá. El vestido amarillo de mamá estaba en el suelo hecho una pelota. Cerré la puerta tan de golpe que el ruido sonó como una explosión. Cuando salí corriendo le di un empujón a Gloria, que había salido de la habitación delantera al pasillo y me miraba, y después salí a la calle. Creo que Gloria me llamó, pero no me detuve. Ni siquiera miré cuando pasé delante de la ventana iluminada.

Las primeras tres cuadras las recorrí a toda velocidad. Después fui aminorando la marcha. A la quinta o sexta cuadra, andaba lo más tranquilo. La ciudad era un cementerio, y salvo las luces débiles de las esquinas, el resto estaba enterrado en la oscuridad. Cuando me puse a cruzar una esquina en diagonal, bajo la luz que dejaba ver las masas blanquecinas de la llovizna suspendidas en el aire, vi venir una figura humana en mi dirección. Fue emergiendo lentamente de la oscuridad, y al principio apareció borrosa por la llovizna, pero después fue haciéndose más nítida. Era un hombre joven, vestido con un impermeable que me resultó familiar. Era igual al mío. Venía tan derecho hacia mí que nos detuvimos a medio metro de distancia, exactamente bajo el foco de la esquina. Traté de no mirarle la cara, porque me pareció saber de antemano de quién se trataba. Por fin alcé la cabeza y clavé la mirada en su rostro. Vi mi propio rostro. Era tan idéntico a mí que dudé de estar yo mismo allí, frente a él, rodeando con mi carne y mis huesos el resplandor débil de la mirada que estaba clavando en él. Nunca nuestros círculos se habían mezclado tanto, y comprendí que no había temor de que él estuviese viviendo una vida que a mí me estaba prohibida, una vida más rica y más elevada. Cualquiera hubiese sido su círculo, el espacio a él destinado a través del cual su conciencia pasaba como una luz errabunda y titilante, no difería tanto del mío como para impedirle llegar a un punto en el cual no podía alzar a la llovizna de mayo más que una cara empavorecida, llena de esas cicatrices tempranas que dejan las primeras heridas de la comprensión y la extrañeza.

MARZO, ABRIL, MAYO

Hay tres maneras de ganar al poker, hijo, me sabía decir mi abuelo en los años de su vejez. Con mucho resto, sabiendo jugar muy bien, o con las cartas marcadas. Pero el resto, por grande que sea, siempre termina por acabarse. Y por muy bien que uno juegue, siempre hay algún otro en este ancho mundo capaz de jugar mejor. Por lo tanto, el método más seguro es marcar las cartas. Así acostumbraba hablar mi abuelo en los años de su vejez, que fue muy larga.

Mi abuelo sabía. Murió a los ochenta y dos años. Los mocovíes lo habían llamado padre. Dos meses antes de cada elección, mi abuelo se sentaba en el escritorio de su almacén de ramos generales en San Javier, y esperaba. Los jefes políticos iban llegando, uno por uno. Mi abuelo los escuchaba sin abrir la boca, mascando su cigarro y escupiendo a la vereda unos gargajos de flema parda. Los jefes políticos se retiraban después de haber hecho su propuesta, sin esperar que mi abuelo dijese esta boca es mía. Una semana después mandaba llamar a uno de ellos. A veces era durante dos o tres elecciones seguidas el jefe del mismo partido, a veces el partido cambiaba de elección en elección. Conversaba diez minutos con el jefe político -escupiendo sus gargajos de flema parda a la vereda- y después se hacía preparar su volanta y salía a recorrer los ranchos de los mocovíes. Ese año, el jefe político que había sido mandado llamar ganaba la elección.

Así hizo mi abuelo alguna fortuna. El año cuarenta y cinco, en la elección de febrero, mi abuelo perdió un ojo.

Había mandado llamar al jefe radical, y después recorrió los ranchos de los mocovíes que lo llamaron padre, le pidieron remedios para la diarrea y lo acompañaron hasta la salida del rancherío, saludando la volanta hasta que la polvareda arenosa que levantó se esfumó completamente en el aire. Pero ganaron la elección los peronistas. A la madrugada, mi abuelo, que vivía solo en el inmenso galpón con su escritorio a la vereda donde tenía el almacén, oyó que llamaban a la puerta. Preguntó quién era y le dijeron que había un enfermo grave. Fue a abrir y desde la oscuridad recibió un tiro de revólver que le vació el ojo y de milagro no lo mató.

Así mí abuelo se retiró de la política, vendió el almacén, y se vino para la ciudad, a casa de mi madre. Me sabía tener en sus rodillas en San Javier, cuando yo era chico, pero cuando vino a la ciudad en el cuarenta y cinco, yo ya hacía rato que me afeitaba. Puso toda su fortuna a nombre de mi madre, diciendo que pronto se iba a morir. Pero en el cincuenta, mi madre, que era viuda de un hombre que yo no conocí, y que supongo fue mi padre, mi madre, que jamás había estado enferma de nada, estaba en la mesa sirviendo la sopa y dijo que iba hasta la cocina a buscar una cuchara que faltaba, y nunca más volvimos a verla viva. Como demoraba, me levanté para buscarla y la encontré muerta. Había tenido tiempo de abrir el cajón, pero no de sacar la cuchara, porque no tenía ninguna cuchara en la mano, ni había rastro de cuchara en toda la cocina, como no fuese en el cajón de los cubiertos.

Yo tenía entonces veintitrés años, y quedé solo con mi abuelo. El cincuenta y dos me recibí de abogado, y el cincuenta y cinco me casé. El sesenta quedé viudo. Yo había empezado a jugar alrededor del cincuenta y seis cuando salí de la cárcel. Me casé el dieciséis de septiembre de mil novecientos cincuenta y cinco. Acababa de decir que sí al jefe del Registro Civil, y salía a la puerta con mi mujer para sacarme unas fotografías con los testigos y con ella frente al edificio, cuando llega el Negro Lencina y me dice que hay una manifestación que quiere tomar la CGT. Le pregunto si hay tiempo de sacar la fotografía y me dice que no. Entonces dejo la ceremonia y me voy para la CGT.

Entramos por los techos. Bajamos al patio embaldosado de amarillo. Eran las diez de la mañana. Apenas si se dispararon tres o cuatro tiros, y no hubo ningún herido, salvo un tipo que tropezó con el cordón de la vereda cuando salió disparando al oír el primer tiro, y se vino al suelo, partiéndose la cabeza. Después llegó el ejército y nos metieron a todos presos.

Me largaron a los nueve meses. Mi mujer me esperó vestida con la ropa que había llevado en el civil la mañana del casamiento, y estaban todos los testigos, unos parientes, y mi abuelo. Yo invité por mi parte al Negro Lencina y a Fiore, de los molineros, que habían estado conmigo en el sur, durante nueve meses. Se habían pasado todo el tiempo diciéndome que salíamos a los nueve meses y yo iba a llegar a mi casa el día del nacimiento de mi primer hijo. Yo les decía que no había habido tiempo.