El realismo mágico de Lee Falk lo escribí persuadido de reencontrar en el mundo de Falk las pautas estéticas de la novela latinoamericana moderna. Los otros tres ensayos casi no merecen llamarse así. Son notas breves, comentarios de un par de páginas que fijan un tema preciso casi sin detenerse en comentarios. El primero, Flash Gordon y H. G. Wells, me parece el mejor. Los otros dos no me terminan de convencer. Tarzán de los monos: una teoría del buen salvaje, se aplica más a Juan Jacobo que a Rice Burroughs, porque a mi modo de ver las ideas más ricas sobre la cuestión ya están en Rousseau, y en cuanto a Evolución ideológica de Mickey Mouse, ni sé bien por qué lo escribí. No obstante el espesor psicológico de Mickey, creo que se trata de una obra menor, y al ensayista puede interesarle apenas desde un punto de vista: como expresión sistemática del pensamiento liberal norteamericano. Pero que eso lo exalten más bien los liberales, si es de su gusto.
Al año de morir mí abuelo, empecé a sentirme solo en la casa, así que puse un aviso en el diario buscando una mujer que se encargara de la limpieza y los mandados. Tomé a una chiquilina de catorce años, que vino con su madre. Eran del lado de la costa, y eso me gustó todavía más, porque yo había pasado toda mi infancia en ella. A la madre le faltaban todos los dientes, y era tan gorda que tuvo que ponerse de costado para poder entrar La hice sentar en un sofá doble y la chica quedo parada cerca de ella, sin abrir la boca. Le expliqué que yo vivía solo y que necesitaba una persona que estuviese dispuesta a vivir en la casa y a cobrar por mes. La madre me dijo que justamente eso era lo que ella quería. Dijo que tenía las cosas de la chica en la estación de ómnibus y que si nos poníamos de acuerdo en el sueldo, ella misma iba a ir a buscarlas. Al fin transamos en cierta cantidad, con la condición de que yo tenía que escribir una carta al pueblo una vez cada dos meses, para informar cómo estaba la chica. La chica acompañó a la madre a la estación y volvió en una hora. Traía un paquete envuelto en papeles de diario. Era muy delgada y no parecía sucia. Estaba empezando a desarrollarse y clavaba en mí los ojos de tal manera que me hacía desviar la mirada.
En dos años nunca había estado la casa tan limpia como al día siguiente del que ella llegó. Yo la había estado haciendo limpiar con sirvientas ocasionales, pero eso no era limpieza. Revolvió todo y el teléfono blanco, una chifladura de mi madre con la moda de los años cuarenta, que había estado tomando en los últimos años el mismo color de los gallos de mi abuelo, volvió a brillar. Ella misma se bañaba todas las noches, antes de acostarse. No cruzaba una palabra conmigo. Como no sabía leer ni escribir, una noche que tuve una ganancia grande en el punto y banca le compré una radio, pero que yo sepa nunca la encendió. Cuando terminaba la limpieza se iba a la cocina, se paraba con los brazos cruzados y el vientre apoyado contra el borde del fogón, y se quedaba mirando por la ventana hasta que oscurecía. Había otras ventanas mejores en la casa para mirar por ellas, la de mi escritorio, que daba a la calle, por ejemplo, pero ella miraba por la de la cocina, que daba al patio trasero. A través de ella no se veían más que unas pocas ramas de la higuera, el techo de paja medio podrida de una especie de lavadero, y, entre las ramas de la higuera, y especialmente en invierno, cuando estaba sin hojas, porciones de cielo. La chica se llamaba Delicia. Cada dos meses, yo le preguntaba qué quería mandar a decir en la carta a su madre, y ella me respondía: Que estoy bien.
En realidad, nos veíamos poco. Yo me levantaba muy tarde, generalmente después de mediodía, y comía lo que encontraba. Después me encerraba en mi estudio hasta el anochecer; salía para la cena y comíamos juntos lo que ella había preparado. Después me iba a jugar, y volvía a la madrugada.
Jugaba especialmente al punto y banca, porque allí tenía a mi disposición un pasado hecho. Está bien que a veces se lo podía modificar, pero era un terreno más firme que la loca agitación de los dados en el interior del cubilete y su carrera ulterior, ciega y sin sentido, hasta quedar inmóviles en algún punto del paño verde. Mi corazón se sacudía más que los dados cuando yo agitaba el cubilete y lo volcaba sobre la mesa. No se puede apostar al caos. Y no porque no se pueda ganar, sino porque no es uno el que gana, sino el caos el que consiente.
En el punto y banca yo veía otro orden, análogo al de las apariencias de este mundo, porque un mundo en el que en el reverso de cada presente no hubiese más que caos, y en el que el caos, al reiniciarse, borrase los presentes ya consumados y que eso fuese todo me parecía horrible. Eso sentía al sacudir el cubilete. En el punto y banca, mis ojos seguían minuciosamente los movimientos de los empleados que mezclaban las cartas, guardándolas después en el sabó. Primero las desparramaban en desorden y después iban acomodándolas en montoncitos de altura pareja que organizaban en tres o cuatro hileras. Después encimaban todos los montones hasta hacer una pila única con los cinco mazos, las doscientas sesenta cartas y las guardaban en el sabó. Ahí empezaba la partida. Había que considerar primero las cartas guardadas en el sabó. En el punto y banca, cuando el jugador de punto recibe un cinco, formado por una negra y un cinco, un tres y un dos, un nueve y un seis, o cualquier otra combinación, decide libremente si pide otra o no para mejorar su puntaje. Si el jugador pide, toda la disposición del sabó se modifica. He dicho que en el punto y banca yo tenía un pasado ya hecho. ¿No debí decir mejor un futuro hecho? Desde el punto de vista objetivo, las cartas guardadas en el sabó son en realidad un pasado. Para mí, que desconocía su ordenación, iban haciéndose presente y después pasado a medida que aparecían los pases, de dos en dos. Eran por lo tanto un futuro. Y las decisiones del jugador de punto al recibir cinco, y pedir o abstenerse, lo modificaban, ya sea como futuro, o como pasado. Pero era necesario e¡ presente para que esa modificación pudiese tener efecto.
Así que el sabó, con sus cartas ya ordenadas que una decisión subjetiva podía reorganizar completamente con sólo pedir una carta, era al mismo tiempo un pasado hecho y un futuro hecho, y al mismo tiempo hecho y modificable según los jugadores de punto pidieran otra carta o se abstuvieran al recibir el cinco.
Cada pase era un presente, pero con el sabó puesto allí delante, en el centro de la mesa, también el pasado y el futuro estaban presentes. Coexistían los tres. Estaban los tres juntos sobre la mesa. Una vez jugado, las dos cartas del pase iban a parar a un montón de cartas apiladas bocarriba a un costado del sabó, las cartas que iban utilizándose en los pases ya jugados. Formaban, de hecho, otro pasado. Había entonces varios pasados objetivos: el pasado de las cartas ya usadas o sea el montón de cartas bocarriba apiladas a un costado del sabó; el pasado del sabó, que era también futuro, los pasados de las modificaciones sufridas por el sabó según los jugadores de punto pidieran o se abstuvieran al recibir el cinco. Pidiendo, lo modificaban pero esa modificación no operaba como tal hasta que no se jugaba el pase siguiente y comenzaban las nuevas combinaciones de cartas.
También coexistían varios futuros: el futuro del sabó ordenado tal como al principio; y a cada modificación, según el punto pidiera o se abstuviese al recibir cinco, los futuros que iban creándose. Como la perspectiva de pedir el punto con cinco era siempre presente, siempre futura hasta el momento de pedir, absteniéndose, puede decirse que había también una modificación.
Cada pase era entonces una especie de puente, una encrucijada por la que pasaban, entrecruzándose, los distintos pasados y futuros, y en cuyo centro se condensaban también todos los presentes: el presente del pase mismo, fugaz, transitorio; el presente del pasado de la pila de pases ya utiliza-dos y el presente del pasado del sabó tal como había recibido su ordenamiento en el principio; el presente del futuro del sabó, ya que, objetivamente, el sabó era al mismo tiempo un pasado hecho y un futuro hecho, y al mismo tiempo un pasado y un futuro pasibles de modificación.
También a través del pase se concentraban y fluían los diferentes pasados y futuros: por ejemplo, las cuatro cartas básicas del pase, dos para el punto y dos para la banca, número que podía modificarse y llegar hasta seis si el punto y la banca no reunían el puntaje mínimo, cuatro, pertenecían al pasado, o futuro, del sabó; no tenían otro origen más que las doscientas sesenta cartas ordenadas en el interior del sabó. Y la pila de cartas acomodadas bocarriba a un costado del sabó, estaba formada con las cartas que tenían su origen en el sabó, y que por un momento habían sido el pase, el presente absoluto y condensador, que mis ojos habían visto sobre la mesa. Una relación estrecha unía por lo tanto todos los estados.
Había también un caos preexistente, un caos coexistente, y un caos futuro. Los tres eran coexistentes, en acto o en potencia. El caos preexistente era coexistente con el ordenamiento sufrido por las cartas en el sabó, y se materializaba otra vez con el caos coexistente representado por las pilas de cartas apiladas bocarriba al costado del sabó, con el que era coexistente. Y ese caos sería sometido otra vez a una operación similar a la del origen, en la que los dos empleados mezclarían todas las cartas, las ordenarían en varias hileras de pilas parejas y las amontonarían finalmente en un solo mazo de doscientas sesenta cartas antes de meterlas en el sabó. El caos preexistente era presente en acto, ya que el ordenamiento del sabó había surgido de el. El caos futuro, en acto y en potencia, ya que se formaría del caos de las barajas apiladas bocarriba al costado del sabó y desde luego formaba en sí parte de él, ya que no podría surgir más que de él, y permanecería indiferenciado respecto de él. Permanecería indiferenciado también del caos preexistente, ya que el caos es de por sí indiferenciado, y en esencia, uno solo. Todos los caos eran también el caos futuro, y el ordenamiento del sabó, y el presente transitorio del pase formaban parte también del caos futuro, ya que iban a convertirse en el. Por otra parte, los tres caos, coexistentes entre sí, eran coexistentes con el ordenamiento del sabó, el presente del pase, y todos los entrecruzamientos de pasado y futuro que se condensaban en él.
Al recomenzar cada sabó, después de pasar por el caos de origen, en que las manos distraídas de lo- empleados dispersan las barajas en un montón sin sentido sobre la mesa, se produce un nuevo ordenamiento. Hay tantas posibilidades de ordenamiento como posibilidades de ordenación entre las doscientas sesenta barajas, partículas del caos de origen que se someten a un ordenamiento bajo las manos reflexivas de los empleados. A mi modo de ver ningún ordenamiento puede ser igual a otro, y si en dos de ellos las doscientas sesenta cartas estuviesen colocadas en el mismo orden, de todas maneras el ordenamiento no sería el mismo, por la siguiente razón: sería, de hecho, otro. Por otro lado, no parecería el mismo. No habría modo de verificarlo. La tarea de hacerlo desalentaría desde el principio, por su aridez y su inutilidad. Y al mismo tiempo, únicamente el ordenamiento inicial sería parecido al otro ordenamiento. Es decir, un trayecto o parte del proceso, se parecería a un trayecto o parte del proceso del ordenamiento anterior.