Выбрать главу

Así que yo salía mucho de casa, sobre todo si había alguna pelea por alguna razón. Yo salía especialmente de día, porque era de noche cuando ella no estaba en casa. Cuando dejaba el diario me daba unas vueltas por el centro o me iba a ver el río, y si no tenía plata para comer algo volvía a casa alrededor de las diez y media -hora en que seguro mi madre ya no estaba- y me mandaba cualquier cosa que encontraba en la heladera. Después me daba un baño y me sentaba a leer. Durante los cinco días de suspensión, en los que no salí de casa, leí La montaña mágica, que me gustó muchísimo; Luz de agosto, fabulosa; un libro verde que se llamaba Lolita, una verdadera mierda; El largo adiós, obra francamente genial, y dos novelas del tarado de Ian Fleming. Yo leo muy rápido, y me parece que entiendo bastante bien. Después de que mi madre me encontró desnudo en el patio, con el pito parado, ya me fue más difícil moverme tranquilo en la casa; de modo que era de noche, cuando ella no estaba, que me sentía mejor. A veces iba a tomar una copa con Tomatis, hasta que llegaran las diez, y si al aproximarme a la casa veía luz, todavía me demoraba en algún bar del barrio hasta estar seguro de encontrar la casa sola.

Marzo y abril fueron un infierno. Mi madre estaba hecha una pantera. Al principio opté por no darme por aludido y tomármelas apenas la cosa amenazaba desencadenarse, pero no siempre lo conseguía. Y al fin terminó por sacarme de las casillas a mí también. Si, por ejemplo, yo me sacaba la camisa y la colgaba en la percha del baño sobre su salto de cama -salto de cama que cualquier persona con el menor sentido de la higiene no tocaría ni con una caña- ella aparecía en mi dormitorio, se paraba en el hueco de la puerta con las piernas abiertas y empezaba a murmurar con una voz furiosa:

– Te he dicho una y mil veces que no pongas tus camisas mugrientas sobre mi ropa.

Yo me levantaba, iba al cuarto de baño, sacaba la camisa de la percha y la tiraba en el canasto de la ropa sucia. Ella me seguía durante todo el trayecto. Cuando yo terminaba de dejar la camisa en el canasto de la ropa sucia y me volvía hacia el dormitorio, ella estaba interceptándome el paso en la puerta del baño. Diciéndome:

– No hagas un bollo con la ropa que yo no soy tu sirvienta y no tengo por qué andar cuidándotela. Ya sos bastante grande para darte cuenta de cómo se debe tratar la ropa.

Yo no decía una palabra y volvía a mi cuarto. Ella me seguía todo el trayecto, y acompañaba mis movimientos con la mirada, desde que yo me sentaba hasta que recogía el libro y recomenzaba la lectura. Ella se volvía a su dormitorio y antes de media hora ya estaba de vuelta.

– ¿Vas a estar todo el día encerrado ahí adentro? -decía-. Vaya a saber las inmundicias que te estarán trabajando en la cabeza.

– ¿Inmundicias? ¿Cabeza? -decía yo extrañado, alzando la cabeza del libro y mirándola, sin entender nada.

Ella me miraba con furia, el cigarrillo le colgaba de los labios.

– Cualquier cosa te puedo permitir, menos que te hagas el estúpido -decía.

Después desaparecía otra vez. Una tarde me pegó porque le dije, de la manera más suave posible, que no me gustaba que atendiera al lechero en bikini. Vino directamente y me dio una cachetada. Yo le apreté el brazo tan fuerte, para impedirle que me diera la segunda, que le clavé sin querer una uña y la hice sangrar, y le dejé una marca negra que le duró como un mes. Cuando vi la manchita de sangre sobre su brazo blanco y redondo la solté y dejé que me pegara hasta cansarse. Me dio todo lo que quiso y después se fue a llorar y se metió en su dormitorio y no salió hasta la noche. Todo ese día estuve tranquilo hasta el amanecer, pero a eso de las diez ella me trajo un plato de pan y queso y un vaso de vino y después desapareció. Estaba vestida para salir, con un vestido amarillo que le quedaba que era una locura. Ni siquiera se molestó cuando vio que yo había hecho con mi camisa blanca un trapo que utilizaba para secarme el sudor del cuerpo.

Recién para fin de marzo llegó el otoño, aunque el veintiuno yo hice un pequeño comentario en mi sección Estado del Tiempo sobre el cambio de temperatura, las prendas de olor a naftalina, y las hojas doradas cayendo de los árboles y formando un colchón crujiente en el suelo. Cuando la leyó, Tomatis se echó a reír a carcajadas y me preguntó si había estado leyendo otra vez a los modernistas. Con el otoño, se acabaron para mí las noches estrelladas y el vaso de ginebra en medio del patio, así que me sentaba en mi pieza, en un sillón, con la luz de un velador, hasta que llegaba la mañana. Mi madre entraba a la madrugada, haciendo sonar sus tacos altísimos sobre el mosaico rojizo de la galería. Ya no le importaba si yo la oía entrar; incluso hasta parecía tener especial interés en que yo la oyera. A veces hasta se asomaba a mi cuarto y decía, con cierta hosquedad: "Ah, estás leyendo todavía", o bien, "Se ve que no es él el que paga la cuenta de la luz", y después desaparecía. Yo sabía que mi madre estaba por llegar porque oía primero el motor de un auto al detenerse y después al arrancar y alejarse. Después se oía el ruido de la puerta de calle y después el taconeo. Una vez sola entró en mi pieza después de haber ido al cuarto de baño y después de haber entrado en el dormitorio e incluso haber apagado la luz. Yo estaba seguro de que ella ya se había acostado y estaba completamente absorto en la lectura de El largo adiós, que leía ya por tercera vez en un mes y pico, cuando de golpe se abrió la puerta y apareció mi madre, en camisón y descalza. La expresión de su cara revelaba una mezcla de perspicacia y desilusión. Me miró un momento y, por decir algo murmuró: "No leas tanto que eso va a ponerte mal de la cabeza". Después cerró la puerta y se fue. Yo me había puesto de pie de un salto, sobresaltado. Por suerte, estaba completamente vestido.

El veintitrés de abril se armó la tremolina. Llovió todo el día y ni mi madre ni yo salimos esa noche. Mi madre, que por lo común sabe estar hecha una pantera, esa noche parecía el tipo especial de pantera que ya ha probado carne humana y se ha cebado con ella. Yo le he admitido siempre cualquier cosa, pero lo que no he podido sufrir nunca es que ande paseándose semidesnuda por la casa, en especial cuando hay gente extraña. Una cuestión de honor que ha habido siempre entre nosotros, por otra parte, es la cuestión de las botellas de ginebra y los cigarrillos. Hemos dado siempre por sentado, en especial desde que murió el viejo, que cada cual tiene su ginebra y cada cual su paquete de cigarrillos, y el que se queda sin ellos, sencillamente sale y va a comprar. Y a eso de las once, con una lluvia que era la locura, voy a la heladera a buscar mi botella de ginebra, comprada el día anterior y de la cual no había tomado ni dos dedos, y descubro que se la han llevado. Camino por la galería sin apuro (llovía a cántaros), sin el menor fastidio, sino más bien lo contrario y me detengo ante la puerta, de su dormitorio y golpeo.

– ¿Quién es? -pregunta mi madre, como si en la casa estuviesen viviendo cincuenta personas.

– Yo. Ángel -digo.

Vacila un momento y me dice que pase. Está echada en la cama, leyendo una revista de historietas, con un cigarrillo que le cuelga de los labios y la botella de ginebra, una cubetera y un vaso sobre la mesa de luz. He visto muchos basurales, y todos me han parecido siempre más limpios que el dormitorio de mi madre. Si hubiese estado desnuda, siempre habría tenido un aspecto más decente que el que le daba la ropa íntima que llevaba puesta. Vi que en la botella no quedaban ya ni tres dedos.

– Mamá -le dije-. ¿No tendrías inconveniente en que me sirva un vasito de ginebra? No hay más que esa botella.

– Creo que habíamos decidido de común acuerdo que el que quiere ginebra va y se compra su botella -dice mi madre.

– Es verdad -digo yo-. Pero ¿no te parece que con este tiempo y a estas horas se hace un poco cuesta arriba salir a buscar un almacén donde se pueda comprar una botella de ginebra?

– Eso debiste pensarlo a su debido tiempo -dice mi madre-. No es cuestión mía.

– Está bien -le digo yo-. Lo único que te pido es que me des un vasito de ginebra y que trates de mirar para otro lado cuando me dirigís la palabra, porque me puedo desmayar en cualquier momento.

– No estarás tratando de decir que estoy borracha, supongo -dice mi madre.

– No estoy tratando de decir nada -digo yo.

– Además -dice mi madre-, nunca he visto bien que tomes alcohol.

– Tampoco yo nunca he visto muy bien que digamos que mi madre me reciba poco menos que en pelotas -digo yo.

– No soy yo la que anda en pelotas toda la noche, en el medio del patio -dice mi madre.

– En la oscuridad y solo, soy dueño de andar como más me guste. Cosa muy distinta sería si supiera que me andan espiando -digo yo.

Mi madre hace como que no me oye y sigue leyendo la revista de historietas. Después alza la vista y comprueba que yo sigo ahí.

– ¿Llueve, todavía? -dice.

– Sí -le digo.

Mi madre me mira un momento, parpadeando. Apaga el cigarrillo en el cenicero, estirando el brazo hacia la mesa de luz, incorporándose levemente, sin dejar de mirarme.

– Además -le digo, sosteniendo la mirada- es mi botella. Te has tomado mi botella.

Veo que la cara blanca y pulida de mi madre se pone roja de golpe, pero ella queda inmóvil unos segundos más. Después deja la revista sobre la cama y se levanta, con gran lentitud, sin dejar de mirarme. Camina hacía mí, sin rabia ni apuro, mirándome a los ojos, y se planta a medio metro de distancia. La ola de rubor que le manchó la cara va borrándosele gradualmente. Mi madre alza la mano y me da dos cachetadas, una en cada mejilla. Se queda mirándome, probablemente las dos manchas rojas que ahora están en mis mejillas y no en las de ella, como si fuesen las mismas. Después de unos segundos de miradas sin parpadeos alzo la mano y doy dos cachetadas, una en cada mejilla. Las manchas rojas que han de estar borrándose en mis mejillas, aparecen en las de ella. Le saltan las lágrimas. No es que esté llorando; le han saltado por alguna razón fisiológica inexplicable, porque nadie que llore puede tener una expresión tan pétrea en la cara. Alrededor de la boca apretada se le forma un círculo pálido.

– Debí morirme en lugar de tu padre para no ver esto -dice mi madre,

– No sólo por esto -digo yo-. Desde todo punto de vista hubiese sido más conveniente.

Ella me dio otra cachetada y entonces me enceguecí y empecé a pegarle y a darle empujones, la tiré sobre la cama, me saqué el cinto y hasta que no empezó a llorar a gritos no dejé de pegarle. No trató de defenderse siquiera. Cuando vi que no hacía más que llorar, volví a ponerme el cinto tranquilamente y me serví un vaso de ginebra, poniendo cuidado en que quedara un poco para ella. Le eché dos cubos de hielo al vaso y me fui para mi habitación.