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Ya no pude concentrarme en la lectura, porque le había dicho por lo menos una cosa injusta. Me refiero a haber admitido la conveniencia de que ella hubiese muerto en lugar de mi padre. Eso era algo injusto desde todo punto de vista, porque mi padre era un hombre tan insignificante que la más pequeña hormiga del planeta que hubiese muerto en su lugar habría hecho notar su ausencia más que él. Llegó a subjefe en una oficina pública porque era demasiado torpe como para tener la responsabilidad de cualquier empleado, y demasiado débil de carácter como para estar en condiciones de darle órdenes a nadie. No fumaba ni tomaba alcohol, ni se sentía desdichado ni tampoco había experimentado ninguna alegría en su vida que pudiera recordar con algún agrado. Se había salvado del servicio militar por un defecto en la vista (contaba eso cincuenta veces por día, con todos los detalles y con tanto ardor como si hubiese sido el general San Martín contando la batalla de San Lorenzo), pero no era un defecto tan grave como para que le recetasen anteojos. Era delgado, pero no demasiado delgado; callado, pero no muy callado; tenía buena letra, pero a veces le temblaba el pulso. No tenía ningún plato preferido, y si alguien le pedía su opinión sobre un asunto cualquiera, él invariablemente respondía: "Hay gente que entiende de eso. Yo no". Pero no había un gramo de humildad en su respuesta, sino absoluta convicción de que ésa era la verdad. De modo que cuando mi padre murió, el único cambio que hubo en mi casa fue que en el lugar que él ocupaba en la cama (durante los últimos seis meses ya no se levantó) ahora había aire. Creo que ésa fue la modificación más notoria que produjo en su vida: dar espacio. Dejar un espacio libre de un metro setenta y seis de estatura (porque también era de estatura mediana) y cierto espesor, de modo que lo que él interrumpía con su cuerpo volviera a convertirse otra vez en sustancia respirable para beneficio de la humanidad.

Cuando al otro día fui al diario y me enteré de que Tomatis había viajado a Buenos Aires y no volvía hasta el veintinueve me sentí mal. Había pensado contárselo todo. No sé bien por qué, ya que Tomatis rara vez demuestra escuchar, pero de todos modos es el tipo al cual más confianza le tenía y tal vez podía entender el hecho de que yo le hubiese pegado a mi madre. En cuanto a ella, dejó de dirigirme la palabra, y cuando no tenía más remedio que hacerlo me trataba de usted. No nos veíamos casi nunca, y ahora que el tiempo estaba más fresco (en abril llovió casi todos los días, lo que me permitió repetir varias veces la misma información meteorológica sin que nadie se diese cuenta) mamá ya no andaba semidesnuda, como acostumbraba hacerlo en el verano. En rigor de verdad, se ponía unos suéters chillones que a un fakir le habrían quedado bastante ajustados, pero ése era su gusto para vestir y yo tenía que admitirlo aunque no me gustase. Ella seguía saliendo de noche y cuando volvía se acostaba sin pasar por mi habitación. Yo me levantaba tarde y me iba al diario a las diez de la mañana y no volvía hasta la noche, y a veces ni eso. Recuerdo muy bien que la pelea por la ginebra fue el veintitrés de abril porque el día siguiente cumplí dieciocho años. Pedí un adelanto en la administración y me fui a comer un asado. Apenas si probé la comida, pero me tomé un litro de vino. No sentía rabia ni nada, sino simplemente ganas de tomar vino, por el gusto de tomarlo, y la seguridad de saber que siempre podía tener la copa llena para vaciármela de un trago, y que si la botella se terminaba podía llamar al mozo y pedirle otra de las largas hileras que se exhibían en las paredes, me hacía sentir extraordinariamente bien. Después vacilé entre el cine y una prostituta y elegí la prostituta. No tuve que esperar ni nada. Me hicieron pasar a un vestíbulo donde no había más que un sillón doble de madera y una percha de pie, después me guiaron por una galería y por fin me metieron en una cocina donde había dos mujeres. Las dos eran rubias. Estaban tomando mate y ni siquiera se pusieron de pie. Una de ellas tenía una revista de historietas en la mano. Elegí a la otra. Eran tan parecidas (las dos de pantalones negros y suéters blancos) que ahora vacilo y no sé en realidad si me encamé con la de la revista o con la otra porque pueden haberse pasado la revista una a la otra sin que yo me diese cuenta, o la de la revista puede haberla dejado sobre la mesa en el momento de entrar yo y agarrarla la otra de un modo automático y sin que yo pudiese prestarle atención. Además, mi elección no fue tan precisa, ya que me limité a hacer un movimiento de cabeza en dirección a la que me pareció que no tenía la revista en la mano, y ya no sé bien cuál de ellas es la que se adelantó primero. La que vino conmigo -la de la revista, la otra, ya no sé bien- me guió por un traspatio hacia una habitación de la que recuerdo el olor a creolina y que estaba tan limpia y ordenada que de inmediato pensé en la de mi madre, por contraste. Cuando se desnudó vi que tenía el tajo de una operación en el vientre, una cicatriz como una medialuna, atravesada por las rayitas de los costurones. Después me acosté con ella y me fui a dormir.

Tomatis llegó el treinta a la mañana, eufórico, fumando cigarrillos norteamericanos. Entró a la redacción con pasos enérgicos y se sentó frente a su máquina. Se veía que estaba recién bañado y afeitado. Le dije que tenía problemas con mi madre y que quería hablar con él.

– Anda a comer a mi casa, esta noche. Lleva vino -dijo, y se puso a trabajar.

Después salí y me fui para Tribunales. Caía una llovizna fina, de modo que ese día pasé al taller el parte meteorológico del día anterior. El edificio gris de los Tribunales parecía más gris en la llovizna, pero de un gris que deslumbraba. Las anchas escaleras de mármol del portal estaban sucias de un barro aguachento. Habían regado de aserrín el vestíbulo, que estaba lleno de gente. Pasé por el Colegio de Abogados y después vi al Chino Ramírez, de la Oficina de Prensa. Ramírez me hizo servir un café que parecía haber sido exprimido del barro aguachento que manchaba el umbral. En vez de dientes Ramírez tenía dos finísimas sierras marrones. No sé qué peste podía habérselos podrido tanto. Se reía a medias para ocultarlos.

– El juez de Crimen quiere verlo -me dijo-. Anduvo preguntando por usted.

– No he matado a nadie -dije.

– Nunca se sabe -dijo Ramírez.

– Es la pura verdad -dije. Señalé el pocillo con la cabeza levantándome:

– Vigile al personal, Ramírez. Se han confundido y están sirviendo el café de los presos.

Se hubiese reído más, de habérselo permitido la dentadura. Me dio los papeles que me había preparado y salí de la oficina. Ernesto estaba con su dichosa traducción de Wilde. La llevaba a todas partes. Cuando me vio entrar en la oficina cerró el diccionario y dejó señalada la página de The picture of Dorian Gray con su lápiz rojo.

– Te has perdido -me dijo.

Algo en su cara le daba el aire de Stan Laurel, únicamente que era un poco más gordo.

– No he podido llamarte porque he tenido mil problemas con mi familia -le dije. Señalé el libro de Wilde.

– ¿Cómo marcha esa traducción? -dije.

– Bien -dijo. Se sonrió-. Únicamente a mí se me ocurre traducir algo que ya ha sido traducido un millón de veces.

Sobre la mesa había un expediente. Alcancé a leer la palabra homicidio.

– ¿Has mandado muchos hombres a la cárcel? -dije.

Entornó los ojos antes de responder y se derrumbó en el sillón.

– Muchos -dijo.

– ¿Has estado en la cárcel alguna vez? -dije.

– De visita. Algunas veces -dijo.

Adivinó lo que yo estaba pensando.

– Es igual, estar libre, o en la cárcel -dijo-. Todo es absolutamente igual. Vivos, muertos, todo es exactamente igual.

– No comparto -dije.

– Estamos en un país libre -dijo, riéndose.

– Ramírez me dijo que me estabas buscando-dije.

– Quería saber cómo estabas y si estás libre mañana a la noche -dijo.

– ¿Mañana a la noche? -dije-. ¿Qué es mañana?

– Puedo perdonarle todo a la juventud, menos la coquetería -dijo-. Mañana es primero de mayo.

Debo haber enrojecido.

– Sí -dije-. Estoy libre.

– ¿Querés venir a comer a casa? -dijo, levantándose.

Dije que sí, así que a la noche siguiente fui a su casa. Empezó a lloviznar a eso de las nueve, después de un día acerado, frío. Estuve caminando desde la casa de Tomatis, en la otra punta de la ciudad, en el norte, de modo que atravesé todo el centro y llegué al sur. El centro estaba desierto y eran exactamente las nueve cuando pasé frente al edificio del Banco Provincial, porque vi el reloj redondo empotrado en la pared sobre la puerta de entrada. En la galería tomé un cognac y seguí viaje. Ya lloviznaba. Salí a San Martín y recorrí silbando unas calles oscuras que reflejaban en las esquinas las luces débiles del alumbrado público. Después pasé delante de los Tribunales, atravesé en diagonal la Plaza de Mayo frente al edificio de la Casa de Gobierno, y retomé otra vez San Martín donde ya no es más que una calle curva y ciega, sin vereda de enfrente, con la arboleda de! Parque Sur verdeando en la oscuridad al otro lado de la calle. Después que toqué el timbre, me di vuelta y vi las aguas del lago refulgir fugazmente entre los árboles. La puerta se abrió y me di vuelta de golpe.

– Se te esperaba -dijo Ernesto. Sacudí la cabeza.

– Llovizna -dije.

Subimos la escalera y fuimos derecho a su estudio. Ernesto descorrió las cortinas que cubrían el amplio ventanal y después sirvió dos whiskies. Sobre su escritorio estaban el libro de Oscar Wilde, el diccionario y el cuaderno Laprida con la dichosa traducción manuscrita. Me incliné sobre el escritorio y observé la letra: era tan chica y apretada que resultaba imposible distinguir las vocales unas de otras. Ernesto me alcanzó el vaso.

– Es indescifrable -dijo.

– Pareciera -murmuré, continuando mi observación-. ¿Por dónde vas? Ernesto recitó:

– Yes, Harry, I know what you are going to say. Something dreadful about marriage. Don't say it. Dorít ever say things of that kind to me agian. Two days ago I asked Sibyl to marry me. I am not going to break my word to her. She is to be my wife. Exactamente estoy en la palabra wife.

Me tomé todo mi whisky de un trago, sintiendo sobre mi cara la mirada de Ernesto. Después me acerqué al ventanal. Se veía el lago por encima de los árboles del parque, cuyo follaje verdeaba en la oscuridad. Era una locura.

– Me gusta tu casa. Es confortable -le dije.

– Es, sí -dijo-. Es confortable.

Me miraba fijamente.

– Tendrías que venir más seguido -dijo.

– Hago lo que puedo -dije y crucé la habitación para servirme más whisky.

Yo me sentía exactamente como esos muñecos que venden en la calle, a los cuales el tipo que los vende los maneja con un hilo invisible, un hilo oscuro que él disimula y que nadie más ve: "Siéntese, Pedrito", y Pedrito aplasta su culo de cartón sobre las baldosas. El hilo era su mirada, y yo me sentía atrapado en su campo visual, en esos metros a la redonda iluminados por las lámparas cálidas del estudio, y cuando me encaminaba hacia la mesa de las bebidas o hacia el ventanal, me parecía que la tensión de su mirada llegaría en cualquier momento a su extremo y yo iba a verme detenido de golpe de espaldas a él, chocando contra el límite. Pero Ernesto hablaba con suavidad, aunque trataba honradamente de no ocultar lo que pensaba. Tal vez eso me parece a mí solamente, y no era honrado. Porque como tenemos patrones fijados de antemano para determinar lo bueno y lo malo, el hecho de que Ernesto reconociera que él era capaz de hacer algo que yo tenía calificado como "malo", no me daba ninguna seguridad de que al admitirlo estuviese obrando honradamente, ya que bien podía valerse de eso habitualmente considerado como "malo" para ocultar algo todavía peor. Pero esto lo pienso ahora y no en aquel momento, la noche del primero de mayo, porque la noche del primero de mayo yo pensaba que Ernesto era honrado porque era capaz de reconocer lo malo que había en él.