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Cuando llega el secretario, se para delante del escritorio, inclinando su cabeza entrecana hacia mí. "Quiero decirle algo", dice. Lo miro. Vacila. "He notado… he notado cierto rigor excesivo en el tratamiento de los testigos. Y además, ciertas irregularidades de procedimiento", dice. "¿Y entonces?", digo yo. "Pienso, doctor, que usted está muy cansado y debería tomarse unas vacaciones. No tiene buena cara. Perdone mi atrevimiento, pero estoy seguro de que le está pasando algo malo", dice. "No se preocupe, Vigo", digo yo. "Estoy perfectamente bien." "Otra cosa, doctor", dice el secretario. "Hoy de mañana pagan el mes de abril." "Me alegro", digo yo. "Haga preparar uno de los coches oficiales y busque un escribiente. Vamos a ir al lugar del hecho dentro de un momento " "Esta todo listo", dice el secretario. "Usted es muy eficiente, Vigo", digo yo. "Debería estar en mi lugar".

Salimos para el lugar del hecho. Van en el asiento delantero el chofer y el escribiente, y en el trasero el secretario y yo. Subimos al automóvil frente a la puerta principal de los Tribunales -atravesamos, el secretario y yo, el vestíbulo cuadrado en el que los primeros grupos se amontonan, en el centro del espacio ajedrezado, conversando en voz alta- y el escribiente y el chofer ya están en el interior del coche, esperándonos. Doblamos en la primera esquina, en la Avenida del Sur, y comenzamos a rodar hacia el oeste. En la esquina nos detiene la luz roja del semáforo. Cuando la luz cambia, y el resplandor verde mancha las gotas arremolinadas a su alrededor, cruzamos la bocacalle y continuamos viaje. Doblamos hacia la derecha, en la Avenida del Oeste. Poco después, los jardines del Regimiento, con el edificio gris de la intendencia detrás de los árboles, se desplazan hacia atrás, a nuestra izquierda. Doblamos en la esquina del mercado, y después comenzamos a rodar junto a su muro lateral, por una calle empedrada. Veo a través del vidrio lateral del automóvil como el muro del Mercado de Abasto se interrumpe bruscamente en la abertura del gran portón de entrada. En el patio empedrado, sobre el que se abren dos largas hileras de puestos atestados de frutas y verduras, embolsadas o en cajones, o simplemente amontonadas en el suelo, veo un montón de carros detenidos o evolucionando en el patio, conducidos por gorilas sentados en los pescantes o parados sobre el piso de madera del carro con las piernas abiertas. Algunos, cargados, muestran gorilas sentados sobre pilas inmensas de hortalizas, de bolsas de papas, de cajones de frutas. Después el Mercado de Abasto queda atrás. Recorremos seis cuadras y doblamos a la izquierda otra vez En la próxima esquina nos detenemos. Ya no hay siquiera empedrado, sino desechos de construcción apisonados sobre la calle. De cada lado de la calle hay una zanja llena de agua, entre la que crecen yuyos. Bajamos. Llegamos a la vereda de tierra -de barro- pasando por un puentecito lo bastante ancho como para que un camión pueda pasar por el. Hay una construcción de ladrillos sin revocar, rectangular, con una pequeña puerta de madera abierta en el medio y un ventanuco muy pequeño, abierto en la altura, a la derecha de la puerta. Ante la puerta esta parado un vigilante. Entre la vereda y el frente de la construcción hay un vasto espacio de tierra, limpio, sin una sola mata de pasto, lleno de pisadas. Un caminito de ladrillos semienterrados en el barro conduce desde la vereda hasta la puerta de la construcción. Atravesamos el sendero de ladrillos haciendo equilibrio, bajo la llovizna. El secretario va delante, yo lo sigo, y siento detrás de mí las pisadas del escribiente y del chofer. Cuando llegamos a la puerta, el vigilante se cuadra, haciéndose a un lado, y nos deja pasar. Entramos en el almacén.

Es un recinto cuadrado, con techo de zinc, y unas vigas que lo atraviesan y lo sostienen, en la altura. A la izquierda de la entrada esta el mostrador, y detrás del mostrador la estantería. En el centro del recinto, a la derecha del mostrador y casi en dirección a la puerta de entrada, hay una pirámide de latas de conserva. Entre la estantería, se abre una pequeña abertura, cubierta con una cortina de cretona, que da acceso a las habitaciones interiores. El gorila rubio esta detrás del mostrador y se para de golpe al vernos entrar. Nos saluda y nos pregunta si queremos tomar algo. "El estaba parado ahí", dice después, señalando con la cabeza el extremo del mostrador, próximo a la pared del frente, sobre el que cae la luz magra del exterior, a través del ventanuco. "Los otros estaban mas o menos ahí, donde están ustedes. Y yo estaba parado en este mismo lugar." Miro al secretario: "Arregle la cuestión de la reconstrucción para mañana a la tarde", digo. Después me dirijo al escribiente: "Haga un plano del lugar" le digo. "Son dos cuadrados", dice el escribiente, sonriendo, y echando una mirada a su alrededor. "Uno lleno, y el otro vacío. Recién pasamos por el cuadrado vacío. Ahora estamos en el cuadrado lleno. Cuando salgamos, vamos a pasar otra vez por el cuadrado vacío." "Sí", digo yo. "Pero hágalo, de todos modos." Me vuelvo hacia el gorila rubio. "¿Nadie se movió de este lugar mientras ellos estuvieron?", digo. "Que yo sepa, nadie", dice el gorila rubio. "¿Cómo es que usted llegó antes que los demás al patio, si usted estaba detrás del mostrador?" "Yo corrí", dice el gorila rubio, "y ellos se quedaron parados y después me siguieron". Camino hacia la puerta. El vigilante, que nos contempla, se hace a un lado. Me asomo. Hay un grupo de curiosos en la vereda. El patio cuadrado está vacío, lleno de rastros que se arremolinan y entrecruzan más estrechamente, hasta formar un dibujo intrincado, en las proximidades del sendero recto de ladrillos semienterrados en el barro. Ahora el patio está vacío. El gorila rubio ha dado la vuelta al mostrador y se ha puesto a mi lado. Detrás está el secretario, y el escribiente se halla haciendo el bosquejo del plano, sobre el mostrador. "Él subió con el coche hasta el patio", dice, "y lo puso mirando para allá". Hace un ademán que indica que la camioneta quedó paralela a la pared de ladrillos sin revocar, atravesada sobre el sendero. "Cuando salimos, ella estaba tirada ahí", dice el gorila rubio, y señala un punto vacío a unos tres metros de la puerta, sobre el sendero de ladrillos. "Después él dio la vuelta con la camioneta, que estaba un poco más allá, cruzó el puentecito, y dobló en la esquina. Llevaba la puerta abierta."

El patio está vacío.

Llovizna. Cuando regresamos al automóvil y cruzamos el puentecito, veo cómo la llovizna fina horada la superficie sucia del agua de la zanja. El puentecito está lleno de barro. Los curiosos se hacen a un lado para dejarnos pasar. Entre ellos, de pasada, distingo al gorila de sombrero negro que prestó declaración. Subimos al coche y volvemos a Tribunales. Pasamos otra vez junto al muro lateral del Mercado de Abasto, esta vez a nuestra derecha, junto a la fachada principal del mercado y los jardines del Regimiento, a nuestra derecha, y cuando llegamos a la Avenida del Sur doblamos a la izquierda y avanzamos hacia el oeste. Cruzamos el semáforo, doblamos en la próxima esquina, y nos detenemos frente a la puerta principal de los Tribunales. Bajamos. El secretario camina a mi lado. Subimos la ancha escalinata de mármol, y cruzamos en línea oblicua el hall, hacia la escalera. El secretario sigue de largo y dice que sube por el ascensor. El estruendo de las voces que resuenan en el vestíbulo va apagándose a medida que comienzo a subir las escaleras. Cuando llego al tercer piso, ya no se oye. Me inclino al pasar ante la baranda y veo las figuras achatadas contra el piso blanco y negro, cubierto casi enteramente por la muchedumbre. Cuando llego a la oficina, el secretario está sentado ante su escritorio. Sigo de largo hasta mi despacho y me asomo a la ventana. En la Plaza de Mayo, unos gorilas achatados contra los senderos rojizos, protegidos con impermeables, caminan en distintas direcciones, borroneados por la llovizna. Después me siento ante el escritorio. Ángel me llama por teléfono y me pide que lo deje presenciar el interrogatorio. Insiste, y al fin accedo. Colgamos. Casi enseguida llega un empleado de la habilitación, con la planilla de pago, y me hace firmar tres copias. Después me entrega el sobre. Sin abrirlo, lo guardo en el bolsillo interior de mi saco. Después salgo del despacho y le digo al secretario que voy a volver a las tres y media en punto. Salgo al corredor, bajo las escaleras, cruzo el vestíbulo ajedrezado, entre el estruendo de las voces de la muchedumbre, y salgo al patio trasero. La llovizna me da en la cara. Subo al coche, reculo lentamente hacia la calle, y después tomo la Avenida del Sur hacia el este. Al llegar a San Martín doblo a la derecha, en el momento en que la luz verde se apaga y se enciende la amarilla, Avanzo hacia la esquina de la Gobernación, cruzo la bocacalle, paso frente al Convento de San Francisco, y una cuadra y media más adelante detengo el coche junto al cordón de la vereda, frente a mi casa. La llovizna cae sobre los árboles del parque. Los troncos de los árboles, negros y llenos de hendiduras, chorrean agua. Subo la escalera y voy en dirección al estudio. Estoy sacándome el impermeable cuando entra Elvira. Me dice que apenas son las once y cuarto; si voy a comer ya o prefiero esperar. Le digo que me lleve la comida al estudio.

Me siento ante el libro, el diccionario y el cuaderno, abierto, y el montón de lápices y lapiceras de todos colores, desordenados sobre el pupitre del escritorio. No tengo ni siquiera tiempo de comenzar a escribir, que me quedo dormido. Me despiertan los sacudones de Elvira, que llega con una fuente sobre la que ha puesto un pedazo de carne hervida, un poco de pan, y el tazón de sopa dorada, que humea. "Tiene que dormir un poco más, de noche", me dice. Deja la fuente y sale. Como la carne hervida y el pan, y tomo dos o tres cucharadas de sopa. Después dejo todo sobre el escritorio, corro las cortinas -veo en el parque dos gorilas jóvenes, machos, uno de lentes, las piernas torcidas, el otro más bajo y mayor, de vientre protuberante, que pasean lentamente, protegidos por un paraguas, leyendo un libro en voz alta, uno llevando el libro y otro el paraguas, el del libro, que lleva los lentes, haciendo ademanes como si recitara- y el estudio queda en penumbra. Me recuesto en el sofá doble de terciopelo. Cierro los ojos.