Выбрать главу

– No te hagas el vivo -dice.

– Bajamos un pato más y nos vamos -digo yo.

– ¿Puedo guardarme los caracoles, mami? -dice la nena.

– Está bien. Guárdeselos -dice ella-. Pero cuidadito con andar ensuciándose la ropa porque si no va a cobrar.

Me doy vuelta. Detrás, lejos, está la franja verde del monte de eucaliptus, y antes, anchísimo, el pastizal. Avanzamos en dirección contraria al río, hacia la izquierda de los eucaliptus. Ella y la nena vienen detrás. Puedo sentir el chasquido de sus zapatos contra los pastos. De golpe, aleteando, a unos doce metros, un pato se levanta del pastizal. Aletea ruidosamente, tomando altura, pero después sube en línea recta, como una bala. Apunto. El cuerpo negro, compacto, del animal se desliza oblicuamente en el aire gris sin salirse un milímetro de la muesca de la mira. Aprieto el gatillo, sintiendo en el hombro la sacudida de la explosión. El pato sigue deslizándose en línea oblicua hacia la altura. Vuelvo a insertarlo en la muesca de la mira, ya más lejano, y aprieto por segunda vez el gatillo. Por un momento da la impresión de estar clavado contra algo en el espacio, porque aletea un momento desesperadamente, sin progresar ni caer. Después se viene a pique como en tirabuzón, aleteando y moviendo las patas, y desaparece en el pastizal. Vamos los tres rápidamente, rastreándolo, haciendo chasquear los pastos con nuestra corrida. Ella jadea, mientras la nena se nos adelanta. Nos detenemos en el punto en que nos ha parecido verlo caer, y comenzamos a girar en redondo, separando las matas con los pies. Los pastos cimbran y se quiebran, y por momentos nos hundimos en ellos hasta las rodillas.

– No se puede venir a cazar sin perros -digo yo-. Es completamente al pedo.

– Ya va a aparecer -dice ella-. Tiene que estar en alguna parte.

– Se ve que le di con todo -digo yo.

– ¿Estás seguro de que cayó por acá? -dice ella.

– Segurísimo -digo yo.

– Vi patente que cayó por acá. Volaba en dirección a la laguna y fue por acá donde le di -digo.

– Capaz que se alejó caminando -digo.

– Donde lo agarre le retuerzo el pescuezo -dice ella- para que aprenda a no hacerse el vivo.

Seguimos girando en redondo, haciendo chasquear los pastos con nuestros zapatos. Cada cual traza su propio círculo en medio del espacio abierto, y por momentos los círculos se rozan. Entran uno en el otro, y se confunden.

– Tengo las piernas a la miseria -dice ella.

– ¿Lo dejamos? -digo yo.

– ¡Acá está! -dice la nena, agachándose y medio desapareciendo entre el pastizal.

Corremos hacia ella, dificultosamente, enredándonos con los pastos más altos. Al llegar nos inclinamos. Oigo el jadeo de ella contra mi oreja izquierda. El pato está echado, vivo, bajo una mata de pajabrava, mirándonos con desconfianza. Sacudo la cabeza hacia él.

– ¿Querías escaparte, eh? -digo. Tiene un ala rota. Le he dado justo en la articulación y muestra las plumas desgarradas y unas manchas de sangre que las tiñen cerca de la raíz.

– Pobrecito -dice ella.

Cuando estiro la mano hacia él, el animal aletea. Lo agarro de las patas y lo levanto; se retuerce desesperadamente, aleteando y tirando unos débiles picotazos furiosos.

– Yo lo llevo, papi -dice la nena, tirando los caracoles y sacudiéndose las manos.

– Con cuidado -digo yo.

Se lo entrego. Lo agarra de las patas y lo levanta hasta su cara para verlo mejor.

– ¿Viste, papi, los ojos que tiene? -dice.

– Bueno, ya tenemos el segundo pato -dice ella-. ¿Nos vamos o no nos vamos?

– No -digo yo-. Quedémonos hasta el año que viene.

– Hacete el gracioso -dice ella.

– Vamos a tomarnos una ginebrita que nos la hemos ganado -digo yo.

– Ya está él con su ginebrita -dice ella, riéndose.

– Papi, y si lo llevo del cuello, ¿qué pasa? -dice la nena.

– No pasa nada -digo yo-. Pero cuidadito con dejarlo escapar que si no soy capaz de sacarte la cabeza.

– No -dice la nena.

– Capaz que a esta altura ya nos han robado todo de la camioneta -dice ella.

– Por mucho que teníamos -digo yo.

– Estaban los platos y los repasadores y el reloj tuyo que yo puse en la guantera -dice ella.

– Vayan ustedes adelante, que yo las sigo -digo yo.

Ella me mira con desconfianza.

– ¿Vas a tenernos ahí hasta la noche, esperándote? -dice.

– Te digo que voy enseguida -digo.

– En un minuto estoy con ustedes -digo.

– Bueno, pero un minuto. Si pasa de un minuto, agarro a la nena y me voy caminando -dice.

– Está bien, Gringa -digo yo, riéndome.

Comienzan a alejarse en dirección al monte de eucaliptus. No avanzan en línea recta, sino oblicua. Van cortando desde el extremo izquierdo del pastizal hasta el borde derecho del monte de eucaliptus, detrás del cual está la camioneta. Las veo moverse dificultosamente en el gran espacio abierto, ella comida por momentos hasta la cintura por el pastizal, y la nena completamente. Después me agacho, bajándome los pantalones, y hago mis necesidades. Me limpio con unos pastos. Después me quedo acuclillado, mirando un punto fijo entre los pastos, sin verlo. La escopeta está tirada en el suelo, a mi costado. La culata de madera está pulida por el uso, y el peso de la escopeta aplasta el pasto. Cuando me incorporo, abrochándome los pantalones, recojo la escopeta y avanzo hacia el monte de eucaliptus, viendo las diminutas figuras de ella y la nena, en la distancia, estremecer el pasto hundiéndose en él, y reaparecer por momentos enteramente en las zonas en que el pasto es más ralo. A veces parecen debatirse en el mismo lugar, sin progresar. Son lo único móvil en el espacio inmóvil. No oigo ni siquiera los chasquidos de mis propios zapatos sobre los pastos. Una o dos veces me detengo, la primera para cargar la escopeta, la segunda para mirar en dirección a la laguna y, más allá, a la ciudad. El cielo está perdiendo luminosidad. El color gris se ha vuelto más humoso, y algunas nubes redondas aparecen ribeteadas de negro. Cuando me faltan unos trescientos metros para llegar al monte de eucaliptus, un pájaro negro sale de entre los pastos, volando en mi dirección y cambiando de rumbo enseguida, con un giro brusco, hacia la izquierda del monte, al verme. Apunto e inserto su figura negra, veloz, en la muesca de la mira. Aprieto el gatillo y lo veo caer de golpe, en la línea recta, sin un solo aleteo, como una piedra, aunque la piedra hubiese producido un tumulto de astillas al recibir las municiones, seguramente. Miro hacia el punto en que cayó y vacilo un momento, pero después sigo caminando en dirección al monte. Cuando llego la nena está sentada en la cabina, maniobrando con el volante, y ella lee una fotonovela, sentada en el suelo.

– Murió, papi -dice la nena, al verme llegar.

Voy y me tiro en el suelo al lado de ella. Ella ni siquiera alza la cabeza de la revista. La nena baja de la camioneta y viene hacia mí con el pato muerto. Lo pone delante de mi cara. El pato cuelga en el aire, sostenido del cogote por la mano de la nena.

– Murió, ¿viste? -dice.

Lo hace colgar delante de mi cara, sosteniéndolo del cuello. Le doy un manotazo y el pato muerto vuela en el aire y cae al suelo con un ruido seco, opaco.

– Vas a mancharme toda la ropa -digo.

La nena recoge el pato y lo tira en la caja de la camioneta, introduciéndolo entre los dos tablones y dejándolo caer. Ella vuelve una y otra vez las hojas de su revista para verificar el sentido de lo que ha leído anteriormente y empalmarlo con el sentido de la página que se encuentra leyendo. Después lee enteramente la página y da vuelta la hoja, disponiéndose a seguir con la siguiente.

– Dame esa ginebra, Gringa -digo.

– Sí -dice ella, con voz distraída, sin dejar de leer y sin hacer otro movimiento que el de girar lentamente la cabeza, siguiendo el orden de la lectura.

– Dame -digo yo.

– ¿Eh? -dice ella, sin levantar la cabeza de la revista.

Está a mi costado, al alcance de mi mano. Yo estoy estirado en el suelo, bocarriba. La botella verde está más allá, entre ella y la camioneta. La nena está detrás, matando el tiempo por la parte trasera de la camioneta.

– Que me des esa botella, digo -digo yo.

– Estoy podrido de decirte que me alcances esa botella de ginebra, Gringa -digo yo.

– ¿Me la vas a alcanzar, o no? -digo.

Le doy un manotazo a la revista, que vuela por el aire, sonoramente, y cae sobre el estribo de la camioneta, y después al suelo. Doy un giro brusco a tiempo, cuando la mano de ella va a caer sobre mi cara. La mano golpea en el suelo. Ruedo por el pasto, alejándome de ella.

Ella gatea hacia mí.

– Que no te agarre -dice.

– Fue una broma, Gringuita -digo, riéndome. Me incorporo. Ella también se levanta y comienza a correrme. Doy fáciles vueltas en redondo, y gambetas, riéndome. Cuando vuelvo la cabeza hacia ella, sin dejar de correr, alcanzo a distinguir su expresión furiosa. Marcho en dirección a la parte trasera de la camioneta, y me escudo detrás de la nena. Ella se acerca, corriendo. Me apoyo en los hombros de la nena y la empujo suavemente hacia ella. Ella se enreda en la nena, se desliga dándole un empujón, y después me persigue alrededor de la camioneta. Por fin se sienta en el estribo y recoge otra vez su revista jadeando. Yo me acerco, también jadeando y sonriendo. Me acuclillo delante de ella, recogiendo la botella verde.

– Bueno -digo-. Me dejo dar un coscorrón en la cabeza. Pero uno solo, ¿eh? No aprovecharse.

Cierro los ojos, esperando, pero no pasa nada. Cuando vuelvo a abrirlos, ella está mirándome con los ojos muy abiertos, extrañados. La furia se le ha ido.

Alzo la botella de ginebra y la miro en la luz gris que ya comienza a declinar.

– Apenas si has dejado un traguito -digo. Desenrosco la tapa y me tomo todo el contenido de la botella. Después me paro, camino unos pasos alejándome de la camioneta y tiro la botella con todas mis fuerzas, en dirección al pastizal. La botella verde hace una curva rígida en el aire, disminuyendo de tamaño a medida que se aleja, y después cae entre los pastos y desaparece.

Ella sigue leyendo. Me siento a su lado, en el estribo, y le rodeo los hombros con el brazo. Ella no parece ni siquiera darse cuenta de que tiene mi brazo rodeándole los hombros. Comienzo a hacer presión, tratando de inclinar su cuerpo pesado hacia mí.

– Venga aquí, conmigo -digo. -Venga, Gringuita -digo.

– Déjame -dice ella. -Que me dejes, te digo -dice.

– ¿Vas a dejarme o no? -dice.

Pero después se afloja y cae sobre mi hombro. Delante está el pastizal, extendiéndose hacia la laguna. Está vacío. Mi brazo se desliza desde el hombro hasta el cuello blanco, redondo. La boca de ella se aprieta, abierta, contra mi mandíbula dura. Siento la humedad de sus labios blandos contra la mandíbula. Difícil de borrar.

– Vamos a quedarnos despiertos hasta tarde, esta noche -dice, en voz muy baja.

– Sí -le digo.

Todo su cuerpo blando, cubierto con la ropa de lana, está aplastado contra mi costado.

– Vámonos -dice.

– Sí -digo.

– Ahora. Enseguida. Vámonos -dice.

– Sí -digo.

Se separa, bruscamente.

– Estoy cansada -dice.

Me paro. La escopeta está en el suelo. La recojo. Saco el cartucho vacío, lo guardo en la cartuchera, y pongo en su lugar otro intacto. Miro el cielo.