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– No me bajo -dice.

– Quiero bajarme -dice la nena.

– Cállese la boca -dice ella.

– Quiero hacer pis -dice la nena.

– Deja bajar esa criatura y llévala para adentro -digo.

– Yo no me bajo -dice ella.

– Me estoy haciendo pis, mami -dice la nena.

Saco las llaves del bolsillo de mi pantalón y se las doy a la nena.

– Toma -le digo-. Hace pichí y acostate.

La nena baja.

– Bajá de una vez -digo.

– No me bajo nada -dice ella.

Arranco y comienzo a avanzar a toda velocidad. Doblo en la primera esquina y sigo recto tres cuadras, sobre la calle apisonada con desechos de construcción. De golpe, veo luz que se cuela por la puerta del almacén de Jozami. Aminoro, cruzo el puentecito y atravieso la camioneta en el patio. Palpo buscando la escopeta y encuentro los patos sobre el asiento. Recojo los patos y la escopeta -el caño está frío- y bajo. Ella se ha bajado también.

– Hubieras dicho que querías tomar una copa, sin necesidad de hacer tanto lío -dice.

La luz que se cuela por la puerta entreabierta es muy débil. Resbalo en el barro y después tanteo con el pie hasta encontrar el sendero de ladrillos que lleva hasta la puerta. Ella va adelante. Entramos.

En el interior del almacén están el turco Jozami, don Gorosito, y dos mujeres. Toco a la Gringa en el brazo y le digo en voz baja:

– Ojo cómo te portas y con lo que decís.

– Ya vas a pagármelas -dice.

Saludamos en voz alta. Pido dos cañas. Dejo la escopeta y los patos encima del mostrador, cerca de la punta, y me quedo parado ahí. Veo nítidamente todo.

– ¿Anduvieron de caza? -dice Jozami.

– Saben salir muchos patos en esta época -dice don Gorosito-. Solíamos salir a cazar patos con los muchachos, en otros tiempos, y volvíamos con las bolsas llenas. Comíamos pato hasta cansarnos y todavía nos quedaba para repartirle a todo el barrio.

– Lo que es hoy -dice ella- no nos alcanza ni para nosotros. Mi marido anda mal del pulso, últimamente.

– ¿Por dónde fueron? -dije Jozami.

– Fuimos para el lado de Colastiné -dice ella.

Jozami sirve las dos cañas. Viene y deja la mía cerca de los patos y la culata de la escopeta.

– El pato al horno es muy sabroso -dice don Gorosito.

– Para usted, don Gorosito, ya irán quedando pocas cosas sabrosas en esta vida -dice una de las mujeres.

Ella me da la espalda. Los otros tres están parados en semicírculo, más allá de ella, de frente hacia mí. Jozami tiene las dos manos apoyadas sobre el mostrador.

– Pero vaya a saber lo que habrá sido don Gorosito en su juventud -dice la otra.

– Pregunte y le van a decir quién era Pedro Gorosito -dice don Gorosito.

– Lo que es los hombres de ahora -dice ella- no valen nada.

– Es la pura verdad -dice la mujer que habló primero.

– Es lo que yo siempre digo -dice la otra, que está parada más cerca del mostrador, casi rozando con su hombro el hombro de don Gorosito.

– Acérquese, amigo Fiore -dice don Gorosito-. Venga a compartir esta amable rueda con nosotros.

– Cuídese que anda con toda la bronca -dice ella.

– Es lo que yo siempre digo -dice otra vez la mujer que está parada cerca de Gorosito-. Los hombres, hoy día, no sirven para nada.

– No sirven más que para andar atrás de las negras -dice ella-. Coma éste que está atrás: todo el santo día corriendo atrás de las negras.

– Oh, ya va a ver qué le dicen, si pregunta quién fue Pedro Gorosito -dice don Gorosito-. No es jatancia, pero yo sabía empilchar muy bien en esa época, y no hay que olvidar que he sido goleador del Progreso en los años cuarenta.

– Anda todo el día corriendo atrás de las negras, como si yo no fuera tan hembra como cualquiera -dice ella-. Como cualquiera, y más todavía.

Tomo un trago de caña y dejo el vaso sobre el mostrador. La otra mujer, la que está cerca de la pila de latas de conserva, mira en dirección a donde yo estoy, mientras ella no para de hablar. Quiere eso, y me doy cuenta por el tono de su voz aunque esté de espaldas. Está de espaldas, del lado del mostrador. Si giro la cabeza en dirección a la pila de latas de conserva, y cierro un ojo, la borro. Ahora no oigo más que su voz, porque la he borrado. Abro el ojo, y reaparece. Vuelvo a cerrar el ojo, con la cara vuelta ligeramente hacia la pila de latas de conserva, y la vuelvo a borrar. Porque ella quiere eso, lo está buscando. No entiendo lo que dice. Sé que habla de mí. Para mí.

– Ahora hay que desconfiar mucho de los hombres -dice la mujer que está parada cerca de Gorosito-. Son muy interesados y no saben más que mentir.

– Éste que tengo atrás mío -dice ella- se vuelve loco cuando ve una negra. Se enloquece. La negra más sucia es capaz de hacerlo dejar todo. Capaz de hacerlo robar, cualquier cosa. Como si yo no fuese tan o más mujer que cualquiera.

La vuelvo a borrar, girando ligeramente la cabeza hacia la pila de latas de conserva, y cerrando el ojo derecho. Voy abriendo el ojo lentamente, y la imagen turbia se precisa cada vez más, hasta que ella reaparece moviendo los hombros y gesticulando.

– Yo he tenido un departamento en pleno centro, por ahí por donde ahora está la Municipalidad. Puede ir y preguntar en ese barrio quién es Pedro Gorosito -dice don Gorosito.

Veo la cabeza de ella moviéndose mientras habla. La nuca y la espalda acompañan sus movimientos, y alza los brazos y después los deja caer a lo largo del cuerpo.

– No les basta con una sola -dice la mujer que está parada cerca de Gorosito.

– Por una parte hacen bien -dice la otra, mirándome.

– Servirme otra ginebra, che, Jozami -dice don Gorosito.

– Van hacer bien -dice ella-. Son todos unas porquerías, eso es lo que son.

– A ver si te callas de una vez, Gringa -digo yo.

– No piensan más que en chupar y en polleras -dice ella-. Y éste que tengo atrás es el peor de todos.

– Callate la boca, Gringa -digo yo.

– Después la quieren hacer callar a una, cuando una les empieza a sacar los trapitos al sol -dice ella.

– Gringa -digo yo.

– Tranquila -digo.

Se vuelve hacia mí, sonriendo. Yo me sonrío.

– Está bien, corazón -dice.

Abre el bolso y saca la linterna. De golpe, mis ojos se llenan de luz. Cierro los ojos y echo atrás la cabeza. Enciende y apaga la linterna, la enciende y la apaga. Veo bien que quiere eso. Veo bien que está tratando de dármelo a entender.

– Apaga esa luz, Gringa, o ya sabes lo que te espera -digo.

La apaga. La escena reaparece ante mis ojos, plagada de astillas de luz y de manchas rojizas, hasta que todo vuelve a estar ahí como antes, nítido.

– Lo tengo así -dice ella-. A raya. Me da mala vida.

– Ya sabes lo que te espera -digo.

– Me da muy mala vida -dice.

– Vámonos -digo yo.

– La juventud de ahora no se acuerda, pero el nombre de Pedro Gorosito estaba en boca de todos, años atrás -dice don Gorosito.

Termino mi caña de un trago y dejo un billete de cincuenta pesos sobre el mostrador.

– Termina esa caña y vamos -digo.

– Soy dueña de quedarme, si quiero -dice ella.

– No. Vámonos -digo yo.

Ella toma su caña, de un modo lento, deliberado, para hacerme tirar la bronca. Tiene la linterna en la mano. Después recoge el bolso de sobre el mostrador y se apresta a salir. Alzo la escopeta y los patos.

– Buenas noches a todos -dice ella.

Saludo. Salimos. Ahora llovizna.

– ¿No dije yo que iba a llover? -dice ella.

– Sí. Dijiste -digo yo.

– Cuando yo digo una cosa, sé por qué la digo -dice.

Percibo en la oscuridad que se ha parado, interceptándome el paso hacia la camioneta.

– Camina de una vez -le digo.

– ¿Acaso no dije una y mil veces que iba a llover? -dice.

– Sí -digo-. Marcha de una vez.

– Cuando yo digo que una cosa se va a cumplir, se cumple -dice.

Llevo la escopeta bajo el brazo derecho, los patos en la mano izquierda.

– No marcho nada -dice.

Sigue parada entre mi cuerpo y la camioneta. Percibo su respiración en la oscuridad, y los tintineos y chasquidos de su bolso y la linterna. Por un momento no hago nada.

Después avanzo hacia ella y la toco, empujándola, y la siento trastabillar. Hace una exclamación y después enciende la linterna. El círculo de luz brillante estalla y me busca hasta que por fin, después de lamerme las manos, el pecho y el cuello, me da de lleno en la cara. Es un destello cegador, lleno de astillas brillantes que llamean alrededor de un núcleo de luz blanca que las expande, inmóvil. Me deja como clavado en la oscuridad.

– ¿No dije yo que iba a llover? -dice la voz de ella- ¿No dije? ¿Acaso no oíste lo que yo dije?

Entonces alzo los cañones de la escopeta, que queda en posición oblicua, apuntando hacia arriba No tengo mas que apretar los gatillos, uno después del otro, y cuando lo hago las explosiones resuenan una tan inmediatamente después de la otra que la segunda parece una vacilación de la primera, el eco algo demorado de la primera que llena el aire lluvioso de unos sonidos retumbantes impregnados de olor a pólvora En el momento de oprimir los gatillos mi mano izquierda se afloja y los patos caen al suelo. También la linterna cae al suelo, el círculo de luz proyectándose sin sentido en cualquier dirección y quedando después inmóvil. El haz de luz choca contra algo y se interrumpe, y después continua, quebrado en dirección a la calle oscura. Sorteo la linterna y subo a la camioneta.

Hago una maniobra brusca, paso el puentecito, y doblo en la esquina. El motor brama. Cuando llego a la avenida compruebo que he venido todo el trayecto con la puerta abierta, que ha estado golpeándose locamente contra el marco de metal. En la avenida encuentro un bar abierto y detengo la camioneta. Bajo y tomo dos ginebras en el mostrador, una atrás de la otra. Después salgo y me voy para mi casa. Dejo la camioneta estacionada en la oscuridad y entro en la casa, llevando la escopeta. Enciendo la luz del dormitorio de la nena. Esta dormida. Me acerco a su cama, y levanto la escopeta apuntando derecho a su cabeza. Gatillo, pero no se oye mas que un sonido metálico Entonces voy a mi dormitorio. Esta el ropero, con su espejo oval, que me refleja al pasar. Dejo la escopeta sobre la cama, me saco la cartuchera, y la dejo al lado de la escopeta. Después voy al patio, recojo la pava y el mate, fríos, de donde los he dejado a la mañana, y me voy para la cocina. Vacío el mate de la yerba vieja, le pongo yerba nueva, y cuando la pava comienza a chillar me la llevo con el mate y la bombilla a la galena. Me siento en la silla baja.

La llovizna cae sobre los árboles mutilados, negros, que están sobre el patio liso. La luz del patio los ilumina débilmente Deslumbran, sin embargo La corteza atravesada de hendiduras se llena de agua, y también algunas porciones del patio liso emiten de golpe algunos reflejos. Deslumbran. Cierro los ojos durante un momento, apretándolos fuertemente. Cuando los abro, los muñones mojados y el patio liso están todavía ahí.

Entonces comprendo que he borrado apenas una parte, no todo, y que me falta todavía borrar algo, para que se borre por fin todo.

NAM OPORTET HAERESES ESSE