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Después pasamos al comedor y en el momento en que nos sentábamos a la mesa (serían las once), sonó el teléfono. La sirvienta le dijo a Ernesto que lo llamaban de la guardia de Tribunales. Ernesto dejó su vaso de whisky sobre la mesa (estábamos de pie todavía, conversando) y desapareció en el estudio, cerrando la puerta. No oí nada. Durante unos cuantos minutos hubo un silencio perfecto en toda la casa, así que cuando Ernesto abrió la puerta de su estudio regresando al comedor, el ruido sonó no solamente en el momento de producirse sino que siguió resonando durante todo el tiempo en que Ernesto demoró en atravesar el largo corredor oscuro que separa el estudio del comedor. Se esfumó cuando la figura de Ernesto reapareció en la arcada del comedor. Tenía una expresión pétrea y estaba pálido. Nos sentamos a la mesa. Comimos el primer plato en silencio. A pesar de que era más bien corpulento, Ernesto comía poco y de a bocados insignificantes. Yo, en cambio, devoraba lo que la mujer iba sirviendo en mi plato. Durante el segundo plato -un pollo que era la locura-, Ernesto abrió por fin la boca para otra cosa que no fuese mandarse esos bocados que habrían dejado con hambre a un gorrión.

Me había mirado muy poco durante la comida, de modo que ahora alzó la vista y suspiró.

– Un hombre mató a tiros de escopeta a su mujer hace un rato, en Barrio Roma -dijo-. Querían que yo le tomara declaración esta noche, porque no tienen donde alojarlo en Jefatura. Les dije que esperaran hasta mañana a la tarde.

– ¿Por qué la mató? -dije yo.

– No sé nada -dijo Ernesto-. Sé que la mató a tiros de escopeta, en el patio de un almacén.

– ¿Vas a tomarle declaración mañana? -dije yo.

– A la tarde, probablemente. Tengo otras audiencias a la mañana -dijo Ernesto.

– ¿Puedo estar presente? -dije.

– Ya veremos -dijo Ernesto.

Después volvimos al estudio, y Ernesto puso el tocadiscos. Sirvió whisky y nos sentamos a escuchar el disco predilecto de Ernesto, el Concierto para violín y orquesta (opus 36) de Arnold Schönberg. No hablamos una sola palabra mientras duró el concierto. Yo pensé en muchas cosas. Pensé en un amor que había tenido dos años antes, que duró un año entero. Se llamaba Perla Pampiglioni. La primera vez que la vi estaba en la parada del colectivo, cerca del puente colgante, en la vereda de la estación de trenes, para ser más exactos. Me volví loco apenas la vi: estábamos a dos metros de distancia, parados los dos en el borde de la vereda, y nos mirábamos de reojo. Ella tenía puesto un vestido amarillo que dejaba ver sus brazos, su cuello, y sus piernas tostadas por el sol. El pelo parecía una lámina lisa de cobre. Tomamos el mismo colectivo y por suerte había un solo asiento doble desocupado, así que me senté al lado de ella, dándole el lugar de la ventanilla. Ella simulaba mirar por la ventanilla pero de vez en cuando me echaba una mirada de reojo. Yo hacía lo mismo. Por el espejo delantero del colectivo le miraba las rodillas. Hicimos más de veinte cuadras juntos, y en un momento dado, el brazo de ella rozó el mío. Después, en el centro, se levanto y se bajó. Yo pensé bajarme en la misma esquina que ella y dirigirle la palabra en la calle, pero tenía la impresión de que todo el pasaje me estaba vigilando, así que decidí bajarme una cuadra más adelante. Cuando volví a la esquina en que ella bajó, ya había desaparecido. Durante tres días comencé a rondar los alrededores de la estación de trenes, con la esperanza de volverla a ver, pero no olí ni rastro de ella. La volví a ver a la semana. Yo estaba en el bar de la galería tomando un café con un tipo que había sido compañero mío en el Nacional y que estaba estudiando medicina en Córdoba desde hacía seis meses, cuando la veo avanzar desde el corredor iluminado de la galería hacia el bar, otra vez con su vestido amarillo, y las láminas de cobre del cabello golpeándole sobre los hombros. Me gustaban sus tetitas bien paradas y me di cuenta de que me había visto porque empezó a hacerse la desentendida. Se puso a mirar la vidriera de una juguetería. No estaba ni a cinco metros de nuestra mesa. Entonces Amoldo Pampiglioni se para, va hasta donde está ella, le da un beso y se ponen a conversar. Estaban a cinco metros y el hijo de mil putas no fue capaz de invitarla a tomar un café a la mesa, y me dejó como quince minutos esperándolo. Después ella se volvió -no sin antes echarme una mirada rápida de reojo- y se alejó por el corredor de la galería hacia la calle, moviendo el culito más redondo y apretado -perfecto, ésa es la palabra- que he visto en mi vida. Amoldo se sentó otra vez y dijo: "Perlita se viene salvando, nada más que porque es mi prima". Respiré otra vez. Le pregunté quién era y cómo se llamaba. "Es Perlita Pampiglioni", me dijo Amoldo. "Se recibió de maestra este año." Me dijo dónde vivía y todo. Después se volvió para Córdoba. Al otro día inicié las operaciones. Guiado por la dirección que me dio Amoldo busqué el teléfono en la guía y encontré lo que buscaba. Su padre se llamaba José Pampiglioni, y vivía en Guadalupe. También figuraba un José Pampiglioni en pleno centro con el rubro "Artículos para el hogar", de modo que me aposté frente al negocio del padre en plena calle San Martín una tarde entera, hasta que vi salir a todos los empleados, y por último, media hora más tarde del cierre del comercio, a un hombre de unos cincuenta años que cerró con llave la puerta de calle, dejando el negocio iluminado por dentro.

Al otro día, a eso de las once, entré en el local y pregunté el precio de una aspiradora eléctrica, si podía comprarse a crédito, y si el crédito podía figurar a mi nombre, que era menor de edad, pero que deseaba darle una sorpresa a mi madre. El empleado me preguntó si yo trabajaba y le respondí que sí, y que además yo recibía puntualmente una pensión mensual de doscientos dólares que me enviaba un hermano de mi madre, un señor Phillip Marlowe, desde Los Ángeles, California. El empleado me dijo que le parecía que era posible que yo pudiese completar la operación, pero que de todos modos debía conseguir la garantía de una persona mayor, con propiedades inmuebles. Estábamos en eso cuando de pronto siento algo raro a mis espaldas, me doy vuelta, y la veo entrar: estaba con unos pantalones blancos, muy ajustados, y una blusa blanca. Dejó un perfume suave al pasar hacia el fondo del local y meterse en los escritorios, desapareciendo adentro. Desgraciadamente ya estábamos al final de las conversaciones, y vi con claridad que el empleado estaba tratando de despacharme hasta que yo volviera con algo más seguro. Le dije si podían darme una solicitud de crédito y si no convenía que yo le planteara mi caso al dueño, pero e! empleado me llevó hasta el mostrador del fondo, me dio una solicitud, y me dijo que no valía la pena plantearle la cuestión al dueño, que la situación era absolutamente normal desde que yo no tenía dificultad en encontrar una persona mayor de edad, con propiedades inmuebles, que saliera de garantía. Le pedí que pusiera en funcionamiento la aspiradora, que quería ver otra vez cómo funcionaba. El empleado me dijo que ya no había más que ver, que me había mostrado todos los dispositivos y posibilidades del artefacto, y que si volvía con la solicitud en regla y pagaba el anticipo, iba a poder llevar la aspiradora a mi casa y hacerla funcionar todo lo que quisiera.

Así que salí y me puse a esperar en la esquina. Estuve ahí mucho más de media hora, en pleno sol. A eso de las doce y cuarto, después que se fueron todos los empleados, la vi salir con el padre. Tomaron hacia la esquina contraria, pero en el momento en que el padre se detuvo a cerrar con llave la puerta de calle advertí que ella miraba en mi dirección, muy fugazmente, y que se daba por enterada de mi presencia. Empecé a seguirlos, a unos treinta metros de distancia. El padre la llevaba del hombro. Llegaron hasta la primera esquina por San Martín, doblaron hacia la derecha en dirección a 25 de Mayo, pasando frente al edificio del Banco Provincia], en cuyo reloj redondo vi que eran las doce y dieciséis, y después siguieron hacia el parque del Palomar, de donde arranca la avenida del Puerto. El viejo tenía el coche estacionado en la playa del parque. Era un auto celeste, ancho, largo, y debía de tener por lo menos dos o tres ambientes y baño instalado. Hablaron un momento antes de subir al coche (yo me había parado en la esquina y fingía esperar un colectivo) y al fin vi que el viejo le daba las llaves y ella se sentaba al volante, no sin echar una mirada de reojo hacia el punto en que yo estaba antes de entrar en el coche. Al fin se fueron.

Quedé medio loco. Me di cuenta de que contaba con algo más que su cuerpo, que su cuerpo era algo imperfecto respecto de un nuevo elemento que acababa de aparecer: su automóvil. Y entonces empezó el gran período en el que yo esperaba verla aparecer en su automóvil; lo esperaba con tanta fuerza, con tanta convicción, que la vi aparecer dos veces. Una vez fue en la costanera, una tarde de lluvia: yo estaba acodado en la baranda, mirando cómo caía la lluvia sobre el río guarecido apenas bajo un árbol, pensando "Ahora va a llegar ella con el automóvil y va a llevarme. Ahora", y me di vuelta de golpe para ver el gran coche azul que avanzaba desde Guadalupe por la gran costanera desierta, lentamente. Tardó muchísimo en llegar, creciendo gradualmente desde el horizonte gris, y a medida que se aproximaba yo podía ver el movimiento regular del limpiaparabrisas arrasando las gotas que caían sobre el parabrisas enturbiando el rostro que vigilaba el camino a través del vidrio. Pasó de largo y no era ella. Y la segunda vez, una siesta de enero, yo cruzaba una calle también completamente desierta, y en el momento en que pienso "Ahora el coche de ella va a doblar en la esquina y va a venir hacia aquí", oí el chirrido de unos frenos y vi aparecer desde la esquina el coche azul a toda velocidad, bramando sobre el asfalto hirviente. También pasó de largo, y tampoco era ella. Pero me di cuenta de que estaba empezando a manejar el poder de evocar ese coche azul y traerlo hasta donde yo estaba, desde doquiera que el coche estuviese.

La vi cinco veces más en ese año, siempre a pie. De todas las largas guardias que hacía por los alrededores de su casa logré verla una vez sola. Salió de su casa, cruzó la calle corriendo, y entró en una casa de la vereda de enfrente. Estaba con los pantalones blancos y la blusa blanca. Esperé tres horas que volviera a salir pero no reapareció. Durante esas tres horas anocheció. Vi tantos manchones blancos cruzar la oscuridad fugazmente, entre los árboles negros, que la millonésima vez que me pareció verla decidí que estaba haciendo el papel de imbécil y me fui a dormir. La segunda vez fue en un cine: entré en la oscuridad y me senté y cuando se encendieron las luces vi que ella estaba en la butaca de al lado. Tenía un sacón de piel y el cutis más blanco, porque era pleno invierno. Me pareció que enrojecía cuando se dio cuenta quién era el tipo que tenía al lado. Después que apagaron las luces estuvimos toda la película rozándonos el codo en el apoyabrazos de la butaca y si a la salida alguien me hubiese preguntado cómo se llamaba la película que vi y de qué se trataba me habría quedado más mudo que una piedra. Diez minutos antes de que la película terminara ella se levantó y se fue. La tercera vez fue en el bar de la galería: llegamos juntos a la caja, ella desde el patio, yo desde la calle, y le cedí el lugar para que sacara el vale de consumición, aunque yo había llegado a la caja un segundo antes. Ella pidió una naranja Crush y un perro caliente. Se los llevó a la mesa y yo me quedé tomando mi café en el mostrador, echándole de vez en cuando alguna mirada disimulada, pero ella estaba de espaldas, de modo que no me veía. Cuando me di vuelta por última vez para mirarla, comprobé que había desaparecido. La cuarta vez que la vi, yo pasaba en colectivo y ella estaba parada en una esquina. La miré por el vidrio trasero hasta que desapareció de mi vista. Un mes después era yo el que estaba parado en una esquina y ella la que pasó en colectivo. Después no la vi más por muchos meses, y al fin me olvidé de ella.