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Después volví al diario y Tomatis dijo que iba no sé dónde. Del taller me pidieron un titular para la sección Estado del Tiempo, que me había olvidado de pasar, y después de dar mil vueltas alrededor del asunto, me decidí por el siguiente: "Mantiénense invariables las condiciones del tiempo en ésta". Lo pasé al taller y me fumé un cigarrillo tranquilo, sin que nadie se acercara a molestarme. Después bajé a la sala de máquinas y cuando salieron los primeros ejemplares, saqué uno para mí y me fui a leerlo al bar de la galería. Estaba repleto de gente, y cuando llegué a la última página del diario -la de las historietas y los avisos clasificados- eran ya más de las siete y media. Había oscurecido y seguía lloviznando. Los letreros luminosos se reflejaban sobre el pavimento y como era demasiado temprano para ir a lo de Tomatis y no tenía interés en encontrarme con mi madre en casa decidí seguir al primer tipo que me resultara sospechoso, por puro entretenimiento. Elegí uno vestido a la moda, con un impermeable blanco y un paraguas negro y finísimo que llevaba plegado y usaba como bastón. Tendría alrededor de treinta años.

Yo me había parado en una de las entradas de la galería, protegido de la llovizna que caía sobre la vereda, y vi venir al tipo por San Martín, de sur a norte. Se paró un momento frente a la vidriera de una zapatería y después entró a la cigarrería que divide los dos pasillos de la galería bien sobre el filo de la vereda. Compró tabaco para pipa y después salió. Empecé a seguirlo. Anduvo cuatro cuadras por San Martín hacia el norte dobló a la derecha hacia 25 de Mayo, y después de dar la vuelta manzana penetró otra vez en San Martín y retomó el camino de norte a sur, esta vez por la vereda de enfrente. Yo lo seguía a unos cuarenta metros de distancia, sin perderle pisada. En el umbral de un negocio iluminado se resguardó de la lluvia y encendió una pipa, dándole tres o cuatro chupadas profundas para asegurarse de que estaba bien encendida. Yo me detuve a no más de dos metros de distancia, simulando mirar la vidriera del negocio en cuyo umbral él se había detenido. Cuando advertí que se trataba de un comercio de ropa interior femenina, me separé bruscamente de la vidriera y me adelanté unos metros, pero me volví a detener porque el tipo andaba tan despacio que ya le llevaba como diez metros de ventaja. Esperé en la esquina y él pasó a mi lado, deteniéndose un momento para desplegar su paraguas negro, porque la lluvia estaba poniéndose cada vez más densa. El tipo siguió por San Martín de norte a sur unas seis cuadras, y después volvió de sur a norte, por la vereda de enfrente. Yo no le perdí pisada durante todo el trayecto. Caminaba tan despacio que era la locura. Volvió a pasar delante de los pasillos iluminados de la galería y en la primera esquina dobló en dirección a la estación de ómnibus. En la boca de los andenes se detuvo, se sacó la pipa que venía mordiendo todo el tiempo y contempló con la boca abierta el edificio de Correos en la vereda de enfrente, cuyas ventanas se hallaban completamente iluminadas. El tipo lo reconoció de arriba abajo con la mirada, siempre con la boca abierta, alzando tanto la cabeza que en un momento dado me pareció que se iba a caer de espaldas. Después fue a la ventanilla de los ómnibus que van a Rosario y sacó un pasaje. Me acerqué a la ventanilla y me puse lo bastante cerca como para oír que el pasaje era para el día siguiente, a las ocho y diez de la mañana. Después el tipo salió a los andenes, desplegó otra vez el paraguas, cruzó a la vereda de enfrente y empezó a recorrer la calle en sentido inverso. En la esquina de 25 de Mayo se detuvo frente a las vidrieras del bar Montecarlo y miró el interior, curioseando. Al parecer no vio nada interesante, ya que se dio vuelta y siguió caminando por 25 de Mayo hacia el norte. Al llegar a la esquina, plegó el paraguas y entró en el hotel Palace. Entré detrás de él. El hall del hotel estaba extraordinariamente iluminado y limpio. No tenía felpudo, y sin embargo no había huellas de barro o agua en el piso. El tipo fue hasta el mostrador del conserje y yo lo seguí.

– Doscientos doce -dijo el tipo.

El conserje le dio la llave. El tipo se volvió, sin siquiera mirarme, y se metió en el ascensor. Yo me quedé mirándolo a través de la reja del ascensor, mientras la caja de metal enrejado ascendía hasta que desapareció. Entonces el conserje me preguntó qué deseaba.

– Quisiera saber si se encuentra alojado en este hotel el señor Phillip Marlowe. Se lo esperaba esta mañana -dije.

– ¿Señor cómo? -dijo el conserje.

– Phillip Marlowe -dije yo.

El conserje comenzó a revisar el registro de pasajeros.

– ¿De qué procedencia? -dijo.

– Los Ángeles, California -dije yo.

El conserje revisó con sumo cuidado el registro de pasajeros.

– No ha llegado, señor -dijo.

– Gracias -dije yo, y salí a la calle.

El reloj de Casa Escassany toco nueve campanadas. Pasé por una rotisería, compré dos botellas de vino tinto y me fui para lo de Tomatis. Ahora había dejado de llover, pero había una humedad que era la locura. Tomé un taxi en la esquina del Mercado Central y le di la dirección de Tomatis. Cuando Tomatis lo invita a uno a su casa, quiere decir que uno debe ir a un departamento muy chico que ha alquilado para trabajar, en un barrio apartado, encerrado entre dos avenidas. Cuando dice que uno pase "por la casa de mi madre", quiere decir la casa en la que vive con su madre y su hermana, en el centro. A decir verdad, me gusta mucho más el cuarto que Tomatis tiene en la terraza de la casa de su madre, porque consta de un sofá-cama, un escritorio, una biblioteca chiquita y una reproducción del Campo de trigo de los cuervos sobre el sofá-cama, en la pared amarilla. El departamento de las afueras es más cómodo, pero en él rara vez se lo encuentra. Lo más probable es que no conteste las llamadas por estar trabajando o encamado. A veces me ha hecho ir hasta allí y no lo he encontrado. Por las ventanillas del taxi veía desfilar una ciudad oscura, llena de agua. La vereda de la casa de Tomatis estaba más negra que el fondo del océano, pero se colaba un resquicio de luz por debajo de la puerta. Toqué dos veces el timbre y esperé largo rato antes de que abrieran la puerta. El que atendió era Horacio Barco. Ocupaba la entrada con su corpachón, enfundado en un pulóver borravino de cuello alto y unos pantalones de franela que le pienso pedir prestados el día que decida salir a pedir limosna.

– Hola-dijo.

Me dio paso y atravesé el umbral y entré. Él cerró la puerta y me siguió hasta la primera pieza iluminada. Había dos sillones y varias sillas desparramadas, una biblioteca y un escritorio. Una cama turca servía como diván, y me di cuenta de que Barco había estado allí, porque solamente un tipo de esas dimensiones podía haber formado un hueco semejante en la cama. En el suelo estaba el diario de la tarde, totalmente desordenado. Dejé las botellas de vino sobre la mesa y le pregunté a Barco si tenía alguna idea de dónde podía estar Tomatis.

– Tengo la plena seguridad de que está en alguna parte -dijo Barco.

– Me invitó a cenar -dije yo. Barco extendió el brazo.

– Creo que hay algo en la cocina -dijo.

– Puedo esperar un rato todavía -dije yo.

Barco hizo un gesto que no significaba absolutamente nada y se tiró en la cama. Se estiró bocarriba y dos minutos después roncaba. Yo me acerqué al escritorio de Tomatis y vi un cuaderno abierto, lleno de garabatos en el margen, y un texto manuscrito que decía lo siguiente:

Para acorralar a la liebre, tiene que haber un punto más adelante del cual la liebre no pueda avanzar; para que esté cansada, tiene que haber un campo por el que haya corrido; para que tenga que morir, tiene que haber un sitio, a campo raso, o en una gruta de ramas, donde pueda encontrar su muerte. Únicamente la lucecita que él llevaba consigo adentro era irreal.

Después seguían hojas en blanco; las hice deslizar con el pulgar; entre ellas había una hoja suelta, manuscrita, que decía:

El débil caserío fue borrándose, moviéndose hacia atrás, las habitaciones estrechas cálidamente iluminadas en las que hombres de rostro pálido caminan desde la mesa a la ventana, las camas llenas de un olor animal, los bares melancólicos de sucias baldosas en los que resuena una música turbia, la casa de gobierno y el cuartel de policía, el palacio de justicia, los parques abandonados a la lluvia, mujeres tendidas bocabajo sobre alfombras con arabescos de musgo, el pavimento y el humo de las tristes chimeneas, mezclado a la llovizna, el municipio blanco, con sus ventanas apagadas los lentos colectivos recorriendo la pasarela vacía de las calles, el rumor de un millón de mentes en continuo ronroneo, en lenta disgregación.

El ruido de la puerta de calle me sobresaltó y me hizo guardar el pedazo de papel entre las hojas del cuaderno. Dejé el cuaderno abierto sobre la mesa, tal como lo había encontrado. Tomatis apareció en la puerta de la habitación seguido de voces masculinas y femeninas. Oí el taconeo de zapatos femeninos en el pasillo. Tomatis se detuvo sorprendido al verme. Me di cuenta de que se había olvidado de la invitación, pero la recordó enseguida. Después echó una rápida ojeada a la mesa y a la cama, y al ver el cuaderno abierto me dirigió una mirada sospechosa y fue y lo cerró. Detrás de él entraron inmediatamente tres mujeres jóvenes y un tipo de lentes vestido con un saco azul y unos pantalones de franela. A las mujeres las conocía de vista. Al tipo no lo había visto en la perra vida. Llevaba una impermeable en la mano. Las mujeres estaban terminando de plegar sus paraguas y una de ellas, que llevaba un vestido verde que era la locura, se sacó un pañuelo de la cabeza y empezó a sacudirse el pelo, echándoselo para atrás. Tomatis fue y sacudió a Barco. Éste se sentó en la cama y miró a su alrededor; después se pasó varias veces las manos por la cara y se levantó. Una de las mujeres, que tenía un impermeable blanco ajustado en la cintura, traía un bolso de paja en la mano. Tomatis se lo quitó y lo puso sobre la mesa. Lo abrió y empezó a sacar cosas: dos botellas de whisky y un montón de latas de alimento en conserva. Del fondo del bolso sacó un pan casero. Dos de las mujeres desaparecieron en el interior de la casa y Tomatis las siguió, así que en la habitación no quedamos más que Horacio Barco, la chica de vestido verde, y el tipo con el impermeable doblado en el brazo. El tipo estaba parado cerca de la puerta, Barco al lado de la cama, con las manos en los bolsillos, yo con una mano apoyada sobre la mesa, cerca de las latas de conserva y las botellas de whisky, y la chica del vestido verde en medio de la habitación, con el paraguas verde en una mano y el pañuelo y la cartera en la otra. Yo estaba por decir algo, porque nadie hablaba y la situación se estaba poniendo algo difícil, pero en ese momento reaparecen Tomatis y las otras dos mujeres y empiezan a cargar las latas y las botellas y se las llevan para la cocina. Barco cruza la habitación detrás de ellos y desaparece, de modo que quedamos el tipo de saco azul con el impermeable doblado en el brazo, la chica de vestido verde, y yo.