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– ¿Llovizna otra vez? -digo yo.

– Un poco -dice la chica de vestido verde.

El tipo de lentes mira pero no dice nada. Después de un momento, señalo la cama y las sillas y digo:

– ¿Nos sentamos?

La chica de verde se encoge de hombros y se sienta en un sillón, sin soltar el paraguas, ni la cartera ni el pañuelo. El tipo de lentes queda tan inmóvil en su lugar como si hubiese sido de piedra. Yo me siento en el borde de la mesa. Saco mi paquete de cigarrillos y ofrezco sin que nadie me acepte. Entonces enciendo un cigarrillo para mí y me guardo el paquete. Muerdo el filtro, con los labios separados y la cabeza algo alzada para impedir que el humo me vaya a los ojos. Si no tienen filtro para morder, los cigarrillos no me interesan. Lo que me gusta de verdad es morder el filtro, no fumar. La chica de verde me mira con los ojos muy abiertos. Yo estoy sentado sobre el borde de la mesa, con las piernas estiradas, las manos metidas en los bolsillos del impermeable, y mordiendo el filtro del cigarrillo. Tengo los ojos entrecerrados y la cabeza alzada. El otro tipo sigue parado inmóvil y yo estoy tentado de sacudirlo para ver si no se ha muerto. Entonces entra Tomatis, con un vaso en la mano.

– Pónganse cómodos -dice. Me mira-. Preferiría que no pongan el culo sobre la mesa.

La chica se echa a reír.

– Carlitos -dice- ¿Dónde has conseguido este sillón?

– Lo heredé de mi abuela -dice Tomatis. Va y le da una palmada a la estatua del tipo de impermeable sobre el brazo-. No estés ahí parado.

El tipo obedece y va y se sienta.

– Pueden ir a la cocina y servirse lo que quieran -dice Tomatis-. Gloria y la Negra están preparando la comida y Barco está empezando a comérsela. Siempre tiene hambre. Una vez se comió una vaca entera.

– No puedo creerlo -dice la chica de verde.

– Bueno, dejó los cuernos y la cola -dice Tomatis. Me señala con la cabeza- Angelito es compañero mío en el diario. Hace la sección Estado del Tiempo. Él es el responsable de esta lluvia que no quiere parar.

La mujer del impermeable blanco entró y empezó a desabotonarse el impermeable. Debajo tenía una pollera azul marino y un suéter del mismo color. Terminó de sacarse el impermeable y lo tiró sobre la cama. Vi que tenía vello en las sienes y en las muñecas y me pregunté si desnuda no sería demasiado peluda.

– En diez minutos comemos -dijo, antes de volver.

– Negra -dijo la chica de verde-. Puedo ir a ayudar si necesitan.

– Barco está ayudando -dijo la Negra y desapareció.

Sentado y todo, el tipo de lentes seguía con el impermeable doblado sobre el brazo. Estaba en el borde de la silla, inclinado hacia adelante, el impermeable doblado sobre el brazo y el brazo apoyado sobre el muslo. No se le movía un solo músculo de la cara. Pensé que si iba por detrás y le sacaba la silla, el tipo iba a quedar exactamente en la misma posición, en el aire. Tomatis sigue parado con el vaso en la mano. La barba le ha crecido algo desde la mañana y sus mejillas emiten unos reflejos azulados, metálicos. Su nariz ganchuda brilla en el arco.

– ¿Dónde estábamos? -dice.

– En que había dejado los cuernos y la cola-dice la chica de verde.

– Entonces estábamos hablando del demonio -dice Tomatis.

La chica de verde se echa a reír. Tomatis deja el vaso sobre la mesa y recoge las hojas del diario de la tarde, acomodándolas y doblándolas.

– Recién será viejo mañana -dice, y se incorpora con la cara enrojecida por el esfuerzo que le ha costado agacharse.

Horacio Barco entra y cubre el hueco de la puerta con su cuerpo. Viene masticando algo, y trae un vaso de vino en la mano.

– Carlos -dice-. No hay sal.

– Imposible -dice Tomatis.

Pero Barco ha desaparecido ya en dirección a la cocina. Tomatis sale detrás de él.

– ¿Usted también es escritor? -dice la chica de verde.

– No-le digo.

– ¿A qué se dedica, aparte del diario? -dice.

– A nada. A veces hago algún trabajo para la policía, pero muy esporádicamente -digo yo.

– ¿Qué tipo de trabajo? -dice la chica de verde.

– Seguir a alguien, algún allanamiento. Cosa de nada -digo yo.

– Apasionante -dice la chica de verde.

– No crea -digo yo-. Me aburro, muchas veces.

– Si, es verdad -dice la chica de verde, pensativa-. Todo resulta muy aburrido a la larga.

Tomatis entra en el momento en que yo estoy alzando su vaso de whisky para mandarme un trago. Espera hasta que tomo y después me saca el vaso.

– Hay dos botellas, en la cocina -dice.

Después se acerca al tipo del impermeable doblado sobre el brazo, que ya debe haber muerto.

– Podes servirte algo en la cocina, Nicolás -dice.

El tipo se levanta sin decir palabra y sale, llevando el impermeable en el brazo. Cuando desaparece me dirijo a Tomatis:

– ¿Lo tiene cosido al brazo? -pregunto.

– ¿Qué cosa? -dice Tomatis.

– El impermeable -digo yo.

Tomatis se ríe sin ganas y me dice que vaya a la cocina si quiero tomar algo, y que avise cuando esté lista la cena.

– No -digo yo-. Por ahora no quiero tomar nada. Con la comida, en todo caso.

– Ángel es todo un carácter -dice Tomatis.

– Pareciera -dice la chica de verde, mirándome con alguna curiosidad.

Tiro el cigarrillo al suelo y salto de la mesa aplastándolo con el zapato. El suelo está lleno de manchas de barro, y desde el centro de la habitación a la puerta que lleva para la cocina hay un rastro intrincado de huellas aguachentas. La chica de verde tiene las piernas abiertas y la pollera recogida dejando ver la mitad de unos muslos redondos que son la locura. Trato por todos los medios de no mirar en esa dirección, pero una fuerza loca me hace girar la cabeza una y otra vez. Ella ni siquiera se da cuenta. Incluso tengo la impresión de que apenas si sabe que estoy allí, y las preguntas que me hace salen en forma mecánica de sus labios, como si las formulara cada vez que está en presencia de alguien cuya cara no le resulta del todo familiar. La última mirada que me ha echado ha sido la más viva de todas, pero la ha dejado deslizar sobre mi cara con una levedad que me produjo una débil irritación.

– A usted le veo cara conocida -le digo.

– Puede ser -dice ella-. En esta ciudad, todo el mundo se conoce.

– No -le digo-. Tengo la impresión de que hemos estado hablando otra vez antes de ahora.

– Puede ser -dice ella-. Yo hablo tanto. Y con tanta gente.

– Pero tengo la sensación de que hemos hablado íntimamente -digo yo.

No surte el menor efecto. Hace un gesto de extrañeza y se encoge de hombros, admitiendo la posibilidad. Tomatis me mira muy fijamente. En ese momento entra el tipo de impermeable doblado en el brazo con un vaso de whisky en la mano libre. Se queda parado cerca de la puerta, inmóvil. Tiene unos zapatos marrones enormes, con una suela de goma tan gruesa que parecen ortopédicos.

– Te has munido de combustible, Nicolás, por lo visto -dice jovialmente Tomatis.

– Podemos pasar a la mesa -dice entonces Nicolás. De modo que habla. Es una gran cosa, teniendo en cuenta el aspecto enteramente humano que presenta. Pensé que existía la posibilidad de que fuese un objeto de material plástico al que Barco le hubiese improvisado rápidamente en la cocina un dispositivo destinado a permitirle formular la expresión: "podemos pasar a la mesa". O que Tomatis mismo emitió la respuesta, como un ventrílocuo. La chica de verde se levantó y salió.

– No te afanes, Ángel -me dijo Tomatis-. Pupé no tiene sexo. Ha venido así al mundo. Pero es muy divertida y resulta útil si uno tiene ganas de hablar de algo. De cualquier cosa: ella de todos modos no entiende de nada.

La comida resultó horrible. Habían abierto como cincuenta latas de arvejas y las habían puesto a hervir con cebollas, de modo que de todo eso salió un potaje verdoso y aguachento que no tenía gusto a nada. No sé quién convenció al tal Nicolás que dejara el impermeable en el respaldo de la silla, pero el brazo le quedó todo el tiempo en la misma posición en que lo había tenido mientras cargaba con el impermeable, de modo que su actitud no varió mucho. Como las sillas no alcanzaban, Gloria comió sentada en las rodillas de Barco, en el mismo plato que él. Se ve que habían intimado durante la preparación de la comida, o probablemente se conocían ya de antes. La tal Gloria tenía unos pantalones negros muy ajustados y el pelo recogido en una cola de caballo. Tenía un cuello delgado y largo como un palo, y Barco la sostenía por la espalda para que no se cayera. Yo me senté entre Tomatis y la Negra -Pupé estaba sentada del lado de Tomatis- y tuve la oportunidad de comprobar que el vello de la Negra crecía también detrás de las orejas. Me juego la cabeza de que era peluda como un mono. Cuando probó el primer bocado, Tomatis dijo que tal vez con cebollas podridas el potaje habría salido un poco mejor, pero que todavía estaban a tiempo de sacar algún condimento del tacho de la basura y agregárselo. Después dijo que un productor de cine es fácil de reconocer a primera vista por el grosor de su cigarro, pero que con un director la cosa se vuelve más difícil porque detrás del hueso frontal un director de cine no tiene más que aire, y se lo reconoce por eso. Después discutió con Barco que decía que Otelo no era un hombre celoso, que Yago no hacía más que presentarle evidencia de la traición de Desdémona, y que a lo sumo se trataba de una persona demasiado influenciable. Lo que saltaba a la vista, según Barco, era más bien su masoquismo, y la rudeza de Shakespeare empeñado en construir una tragedia en base al criterio popular de que todos los turcos son celosos e impulsivos. De ahí saltó a decir que la flema de los ingleses era producto de la gran humedad ambiente. Tomatis admitió que Otelo no era un hombre celoso, pero se burló de los argumentos de Barco, afirmando que saltaba a la vista que Otelo no era celoso porque su conducta no era la conducta habitual de un hombre celoso, ya que es archisabido que el hombre celoso no mata a puñaladas a la mujer que lo engaña sino que se dedica a calcular las dimensiones de su plantación de bananos y a contemplar cómo va corriéndose la sombra de la pilastra sudoeste de la galería de su bungalow. "Es elemental", gritaba Tomatis, dando puñetazos en la mesa. "Ningún celoso mata a su mujer a puñaladas. Eso es psicología barata. Un verdadero celoso es un maniático del detalle. Y la vez que sentí verdaderos celos en mi vida, experimenté el impulso irrefrenable de conseguir un metro de carpintero y salir a tomar las medidas de la cama de dos plazas donde yo suponía que se perpetraba el engaño."