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Era Josiah Carson.

A June Pendleton simplemente no le agradaba él, pero aún no sabía con certeza por qué.

Josiah Carson conducía con rapidez, tan familiarizado con las calles de Paradise Point que no necesitaba concentrarse en la ruta. En cambio, se preguntaba qué iba a ocurrir cuando Cal Pendleton tuviera que examinar a Sally Carstairs. Sabía que Cal venía evitando a los niños desde aquel día en Boston, la primavera anterior. Pero esa noche, Josiah iba a averiguar cuan deteriorado estaba Cal Pendleton. ¿Se dejaría llevar por el pánico? ¿Lo paralizarían los recuerdos de lo sucedido en Boston? ¿O habría recobrado su confianza? Josiah lo sabría pronto. Se detuvo frente a la casa de los Carstairs y esperó a que Cal se detuviera detrás de él.

Encontraron a Fred y Bertha Carstairs, una pareja de poco más de cuarenta años y aspecto próspero, nerviosamente sentados junto a la mesa de su cocina. Carson hizo las presentaciones; luego se frotó las manos con vivacidad.

– Bueno, empecemos -dijo-. Michelle, ¿por qué no haces compañía a la señora Carstairs aquí en la cocina, por si acaso tenemos que cortarle el brazo a Sally?

Y sin esperar respuesta se volvió, conduciendo a Cal hacia un dormitorio situado en los fondos de la casa.

Sally Carstairs estaba sentada en su cama, con un libro en precario equilibrio en el regazo y el brazo derecho flojamente extendido al costado. Cuando vio a Josiah Carson, sonrió débilmente.

– Me siento muy tonta -empezó.

– Estabas tonta el día en que te traje al mundo -respondió Carson, impertérrito-, ¿por qué iba a ser distinto hoy?

Sin hacer caso de sus bromas Sally se volvió hacia Cal.

– ¿Es usted el doctor Pendleton?

Cal asintió con la cabeza, sin poder hablar momentáneamente. Su visión pareció nublarse, y en la cama el rostro dé Sally Carstairs fue reemplazado de pronto por otro… el rostro de un niño de la misma edad, también en cama, también dolorido. Cal sintió que el estómago le daba vueltas, y los inicios del espanto brotaron en su interior. Pero se defendió de él obligándose a guardar calma, mientras procuraba concentrarse en la niña acostada.

– Tal vez usted pueda enseñar a tío Joe a ser médico -estaba diciendo ella-. Y luego obligarlo a jubilarse.

– Ya te jubilaré yo, jovencita -rió Carson-. Ahora dime, ¿qué pasó?

Sally dejó de sonreír y se mostró pensativa.

– No estoy segura. Tropecé en el patio y me pareció que golpeaba el brazo en una piedra… -empezó.

– Pues veámoslo -dijo Carson tomando suavemente el brazo de Sally con sus grandes manos. Enrolló la manga de la niña y escudriñó con cuidado su brazo. No había rastros de contusión-. No debe de haber sido una piedra muy grande -comentó.

– Por eso me siento tonta -dijo Sally-. No había ninguna piedra. Yo estaba en el prado.

Carson se apartó y Cal Pendleton se inclinó para examinar el brazo. Hurgó con vacilación, sintiendo los ojos de Carson que lo observaban.

– ¿Te duele aquí? Sally asintió con la cabeza.

– ¿Y aquí, qué me dices?

Una vez más, Sally asintió. Cal continuó hurgando. Todo el brazo de Sally desde el codo hasta el hombro, estaba dolorido al tocarlo él. Finalmente se enderezó y se obligó a mirar a Carson.

– Podría ser una tercedura -dijo con lentitud.

Carson elevó las cejas, sin comprometer opinión. Luego volvió a bajar cuidadosamente la manga de Sally.

– ¿Te duele mucho? -preguntó. Sally lo miró enfurruñada.

– Pues no me voy a morir -dijo-. Pero no puedo hacer nada, tampoco.,

Carson le sonrió, apretándole la mano sana.

– Te diré qué haremos. El doctor Pendleton y yo hablaremos un rato con tus padres, y para ti trajimos una sorpresa.

De pronto Sally se mostró ansiosa.

– ¿De veras? ¿Qué es?

– No qué… sino quién. Parece que el doctor Pendleton trajo consigo a su ayudante, y resulta ser de tu misma edad.

Y acercándose a la puerta del dormitorio, llamó a Michelle. Un instante más tarde Michelle entraba en la habitación, vacilante. Al entrar se detuvo y miró tímidamente a Cal. Su padre presentó a las dos niñas; luego los adultos las dejaron solas para que trabaran conocimiento.

– Hola -dijo Michelle algo indecisa.

– Hola -replicó Sally. Hubo un silencio, y luego: – Puedes sentarte en la cama si quieres.

Michelle se apartó de la puerta, pero antes de llegar a la cama se detuvo de pronto, con los ojos fijos en la ventana.

– ¿Qué pasa? -preguntó Sally.

Michelle sacudió la cabeza.

– No sé. Me pareció ver algo.

– ¿Afuera?

– Aja.

Sally trató de darse vuelta en la cama pero el dolor se lo impidió.

– ¿Qué era?

– No sé -respondió Michelle. Luego se encogió de hombros-. Fue como una sombra.

– Ah, eso es el olmo. Me asusta a cada rato.

Sally palmeó la cama y Michelle se instaló cautelosamente a los pies. Pero sus ojos permanecieron fijos en la ventana.

– Debes de parecerte a tu madre -dijo Sally.

– ¿Eh? -Sorprendida por la observación, Michelle apartó finalmente la mirada de la ventana y encontró los ojos de Sally.

– Dije que debes de parecerte a tu madre. Por cierto que no te pareces a tu padre.

– Tampoco me parezco a mamá. Soy adoptada.

– ¿De veras? -exclamó Sally boquiabierta. En su voz hubo un tono de respetuoso asombro que casi hizo reír a Michelle.

– Bueno, no es gran cosa.

– Creo que sí -dijo Sally-. Me parece sensacional.

– ¿Por qué?

– Bueno, quiero decir, podrías ser cualquiera, ¿verdad? ¿Quiénes crees que fueron tus verdaderos padres?

Era una conversación que Michelle había tenido antes con sus amigos en Boston y jamás había podido comprender el interés de ellos por el tema. Por cuanto a ella se refería, sus padres eran los Pendleton y nada más. Pero en vez de tratar de explicar todo esto a Sally cambió de tema.

– ¿Qué le pasa a tu brazo?

Sally, fácilmente distraída del tema de los ancestros de Michelle, giró los ojos hacia arriba en una expresión de disgusto.

– Tropecé y me lo torcí o algo así, y ahora todos están alborotando mucho por eso.

– Pero ¿no te duele? -preguntó Michelle.

– Un poquito -admitió Sally sin querer demostrar su dolor-. ¿Realmente eres ayudante de tu padre?

Michelle sacudió la cabeza.

– El doctor Carson le pidió que me trajera -sonrió-. Me alegro de que lo haya hecho.

– También yo -admitió Sally-. El tío Joe es sensacional en eso.

– ¿Es tu tío?

– En realidad, no. Pero todos los chicos lo llaman tío Joe. El ayudó a traernos al mundo a casi todos. -Tras una pausa Sally miró tímidamente a Michelle.- ¿Podría ir alguna vez a tu casa?

– Claro. ¿Nunca estuviste en ella?

Sally sacudió la cabeza.

– Tío Joe nunca recibió a nadie allí. Realmente era muy misterioso con respecto a esa casa… decía siempre que la iba a demoler, pero nunca lo hizo. Y luego, después de lo sucedido la primavera pasada, todos estaban seguros de que la demolería. Pero supongo que sabes todo sobre eso, ¿o no?

– ¿Saber sobre qué? -preguntó Michelle.

Los ojos de Sally se dilataron.

– ¿Quieres decir que nadie te habló de Alan Hanley? Alan Hanley. Así se llamaba aquel muchacho en el hospital de Boston.

– ¿Qué pasa con él?

– Tío Joe le pagó para que hiciese algo en el techo… arreglar unas tejas o algo así, creo. Y él se cayó. Lo llevaron a Boston, pero igual se murió.

– Ya sé -respondió lentamente Michelle. Luego agregó:- ¿Ese muchacho, se cayó de nuestra casa?

Sally asintió con un movimiento de cabeza.

– Nadie me lo dijo -murmuró Michelle.

– Nadie dice nunca nada a los niños -comentó Sally-. Pero igual nos enteramos siempre. -Se encogió de hombros dejando de lado la cuestión, ansiosa por volver al tema de la casa de los Pendleton.- ¿Cómo es por dentro?