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– ¿Qué vamos a poner en todos esos armarios para vajilla? -preguntó June, sin esperar realmente una respuesta.

– Vajilla, por supuesto -respondió Cal con soltura-. Siempre oí decir que las posesiones se expanden para llenar espacio. Ahora lo averiguaremos. ¿Tendremos que comer aquí?

La melancólica expresión con que contemplaba la formal mesa de comedor con sus doce sillas hizo reír a June.

– Ya lo tengo calculado. Convertiremos la despensa en otro comedor.

Lo condujo a través de una puerta de vaivén; Cal sacudió la cabeza.

– ¿Cómo podía vivir alguien así? Es obsceno.

La despensa, que contenía un fregadero y un refrigerador, era más grande que lo que había sido el comedor de ellos en Boston.

– Es particularmente obsceno cuando se tiene en cuenta que esta casa fue construida por un clérigo -comentó June sutilmente.

Las cejas de Cal se alzaron de sorpresa.

– ¿Quién te dijo eso?

– El doctor Carson, por supuesto. ¿Quién, si no?

Antes de que Cal pudiese responder, June había pasado a la cocina. Ya había decidido que allí viviría la familia.

Era un cuarto enorme, con una chimenea que dominaba una pared, dos fogones grandes y un refrigerador donde se podía entrar, que había sido desconectado años atrás. Cuando los había acompañado a recorrer la casa, Josiah Carson había sugerido que lo arrancaran, pero Cal había pensado que el antiguo refrigerador sería una bodega ideal, perfectamente aislado, aunque su costo era prohibitivo si se usaba para su fin originario.

June se acercó al fregadero y probó el grifo. Los caños traquetearon algunos segundos, tosieron dos veces, luego soltaron un borboteante chorro de agua clara, sin cloro.

– Encantador -murmuró June. Sus ojos se dirigieron a la ventana y su rostro se iluminó con una sonrisa.

Del otro lado de la ventana, a unos quince metros de la casa, había un viejo edificio de ladrillo, con techo de pizarra, que antes era utilizado como bodega. Era la bodega lo que había convencido a June de que la casa sería perfecta para ellos. Una sola mirada le había dicho que se la podía transformar fácilmente en un estudio… un estudio donde ella podría pasar infinitas horas de bienaventuranza con sus telas, desarrollando un estilo que sería auténticamente suyo, algo que nunca había podido lograr en Boston.

Viendo la sonrisa en su cara, Cal volvió a leer los pensamientos de su esposa.

– Veamos -dijo pensativo, apartándose el cabello de la frente-. Hay que convertir la despensa en comedor, y la bodega en un estudio. Después supongo que podría transformar el granero en taller, el locutorio de adelante en un baño sauna y el estudio en sala de operaciones. Una vez terminado eso…

– ¡Vamos, calla! -exclamó June-. Te lo prometo, yo misma haré todo lo del estudio, y también la mayor parte de la despensa. Basta con que tú desempaques… ¡Y luego empieza a comportarte como un médico rural!

– ¿Lo prometes?

– Lo prometo -repuso June suavemente, introduciéndose entre sus brazos y apretándolo contra sí-. Todo irá bien ahora. Estoy segura de ello.

Deseó creer realmente en sus propias palabras.

Cal besó a su esposa; luego dejó que sus manos se posaran por un segundo sobre su redondeado vientre. Bajo los dedos, pudo sentir moverse al pequeño.

– Mejor será que subamos y pensemos dónde va a estar el cuarto de los niños. A mí me parece que esta criaturita está por hacer su presentación.

– Todavía faltan por lo menos seis semanas -replicó June. Pero muy contenta siguió a su esposo arriba, ansiosa por decidir cuál habitación se podría transformar mejor en cuarto para niños. "Allí está de nuevo esa palabra" pensó. "Este parece ser nuestro año de transformaciones"

Encontraron a Michelle en la planta alta, en un dormitorio situado en una esquina, desde donde veía un amplio panorama de la bahía, el Paso del Diablo y más allá, el océano. Hacia el noreste, la aldea de Paradise Point se destacaba en silueta, con los campanarios de sus tres diminutas iglesias elevándose en el aire, mientras sus pulcros edificios blancos, de madera, se apretujaban como para protegerse de la furia constantemente desencadenada en las aguas que los circundaban. June y Cal se acercaron a su hija, y por un momento la pequeña familia permaneció junta, examinando su nuevo mundo. Se ciñeron con los brazos y, por un largo instante, gozaron de una cercanía y una cordialidad que no habían sentido en mucho tiempo. Fue June quien finalmente los llevó de vuelta a la realidad.

– Habíamos pensado que ésta podría ser la nursery -dijo tentativamente.

Michelle, que parecía salir de un trance hipnótico, se volvió hacia ella diciendo:

– Oh, no. Yo quiero esta habitación ¿Por favor?

– Pero hay un cuarto mucho más grande del otro lado de la casa -contestó June-. Este es tan pequeño…

– Pero lo único que necesito es mi cama y una silla -imploró Michelle-. ¿No puedo ocupar éste? Sería capaz de estar siempre sentada en la ventana, mirando afuera, nada más.

June y Cal se miraron indecisos, sin poder pensar ninguno en una objeción razonable. Entonces Michelle fue hacia el armario y la cuestión quedó resuelta. Estirándose, Michelle buscó a tientas en el fondo del estante del armario.

– Aquí hay algo -dijo triunfante-. Tenía la sensación de que en este armario había algo y tenía razón. ¡Miren!

En la mano, Michelle sostenía una muñeca. Vieja y polvorienta, tenía un rostro de porcelana, enmarcado por cabellos casi tan oscuros como el de la niña, y un bonetito de encaje. Su vestido gris, desteñido y roto, debía de haber estado antes cubierto de volantes fruncidos, y en los pies tenía un minúsculo par de abultados zapatos de charol. June y Cal la miraron sorprendidos.

– ¿De dónde suponen que habrá venido? -se maravilló June en voz alta.

– Apuesto a que ha estado allí durante siglos -dijo Michelle-. Pero alguna vez habrá pertenecido a alguna niña y éste debe de haber sido su cuarto. ¿Puedo tenerla yo? ¿Por favor?

– ¿La muñeca o la habitación? -preguntó Cal.

– ¡Las dos! -exclamó Michelle, segura de que su padre estaba a punto de aceptar.

– Pues no veo por qué no -dijo Cal-. Probablemente nos vendría mejor tener la nursery al lado mismo de nuestra habitación, de todos modos. Supongo que podremos convertir una de las tres alcobas -agregó con una mirada burlona para June. Luego tomó la muñeca de manos de Michelle y la examinó con cuidado-. Se parece mucho a ti -observó-. Igual cabello castaño, iguales ojos pardos. ¡Iguales ropas harapientas!

Michelle arrebató la muñeca a su padre y le sacó la lengua.

– Si mis ropas son harapientas, es culpa tuya. ¡Si no podías darte el lujo de vestirme, debiste dejarme en el orfanato!

– ¡Michelle! -exclamó June-. Que cosas dices. Tú no saliste de un orfanato…

Hasta que su marido y su hija comenzaron a reír, no se dio cuenta de que era una broma entre ellos; entonces se tranquilizó. En ese momento, el niño que tenía adentro se movió, y June se encontró de pronto preguntándose qué sucedería cuando llegase el pequeño. Michelle había sido hija única durante tanto tiempo. ¿Cómo sería para ella? ¿Se sentiría acaso amenazada? June recordó todo lo que había leído últimamente sobre la rivalidad entre hermanos. ¿Y si Michelle odiaba al nuevo crío? June desalojó de su mente esa idea. Sus ojos se posaron en el mar, del otro lado de la ventana, las gaviotas que volaban en lo alto, el sol que brillaba luminoso. En un impulso momentáneo, decidió pasar el mayor tiempo posible disfrutando del sol. Después de todo, no duraría eternamente. Se avecinaba el otoño, y después el invierno, pero, por el momento, había calidez en el aire. Impulsivamente, dejó que Cal y Michelle empezaran a desempacar mientras ella salía a explorar lo que iba a ser su estudio.