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– ¿Crees que está loca?

– Por supuesto que no -respondió Sally -. Solo que… bueno, ahora es diferente, nada más.

Repentinamente, Alison se detuvo. Su rostro se puso pálido.

– ¡Sally! -exclamó con voz ahogada -. ¡Mira!

Estaban cerca de los columpios, y Sally vio enseguida lo que señalaba Alison.

El cuerpo de Annie Whitmore yacía retorcido en tierra, con una pierna todavía enganchada en el asiento del columpio.

Las palabras de Jeff Benson resonaron fuertemente en los oídos de Sally.

¿A quién mataste hoy?

Retordó la semana anterior, cuando Michelle había estado jugando con Annie Whitmore,

¿A quién mataste hoy?

Recordó a Michelle que venía por el camino, desde el poblado.

¿A quién mataste hoy?

Tomando la mano de Alison, Sally Carstairs echó a correr cruzando el campo de juego… corriendo a casa, corriendo a contar a su madre lo que había sucedido.

CAPITULO 27

Lentamente caminaba Michelle por el sendero en lo alto del risco. Una lluvia ligera empezaba a caer, y el horizonte, vago contra el cielo gris acero, se esfumaba. Pero Michelle, escuchando los murmullos de Amanda, no pensaba en el día.

– Más lejos -decía Amanda-. Fue un poco más lejos.

Dieron algunos pasos más; luego Amanda se detuvo, con la frente arrugada, la expresión indecisa.

– No está bien. Todo está cambiado. -Después agregó:- Por allí.

Llevó a Michelle unos metros más al norte- y se detuvo cerca de una roca grande que se alzaba en precario equilibrio sobre la playa.

– Aquí -musitó Amanda-. Aquí mismo fue…

Desde arriba, Michelle contempló la playa. Se encontraban directamente encima del lugar donde, apenas un mes y medio atrás, ella había merendado con sus amigos. Al menos, habían sido sus amigos en esa época.

Ahora la playa se encontraba desierta; la marea estaba lejos y las rocas, alisadas por el fluir de las aguas durante siglos, yacían expuestas al amenazante atardecer.

– Mira -susurró Amanda.

Señalaba la lejana orilla de la playa, donde el mar, al retirarse, había dejado al descubierto los charcos de marea. Michelle pudo distinguir dos figuras, que la lluvia enturbiaba.

En seguida reconoció a una de ellas: Jeff Benson. Y la otra… ¿Quién era la otra? Pero de pronto supo que no importaba.

Jeff era el buscado.

Era a Jeff a quien Amanda quería.

¿A quién mataste hoy?

Las palabras de Jeff resonaron en sus oídos. Y Michelle supo que Amanda también las escuchaba.

– Vendrá por aquí -ronroneó Amanda-. Cuando entre la marea, vendrá por aquí. Y entonces…

Su voz se apagó, pero una sonrisa le arrugó la cara. Mantuvo una mano sobre el brazo de Michelle, pero extendió la otra y tocó la roca.

June estaba todavía sentada junto al teléfono cuando llegaron Cal y Josiah Carson. Los oyó entrar por la puerta principal, oyó que Cal la llamaba.

– Aquí -respondió ella-. Estoy aquí.

Su voz era apagada y estaba pálida.

Cal se le acercó y se arrodilló junto al sillón.

– June, ¿qué pasa?

– El estudio… está en el estudio.

– ¿Qué cosa? ¿Ha sucedido algo? ¿Dónde están las niñas?

June lo miró con expresión perpleja.

– ¿Las niñas? -repitió. Entonces se dio cuenta-. ¡Jenny! Dios mío, ¡dejé a Jenny en el estudio!

Disipado ya su letargo, se incorporó, pero presa del vértigo, volvió a desplomarse en el sillón.

– No puedo, Cal. No puedo ir allá. Ve, por favor, y que te acompañe el doctor Carson. Trae contigo a Jenny.

– ¿Que no puedes ir allá? -inquirió Cal con expresión que reflejaba desconcierto -. ¿Por qué? ¿Qué ha sucedido?

– Lo sabrás. Simplemente anda y mira. Entonces verás -insistió June. Los dos hombres iban a salir de la habitación cuando ella los detuvo.

– Cal… el cuadro… el cuadro que está en el caballete no lo pinté yo.

Cal y Josiah se miraron sin comprender, pero como June no dijo nada más, se encaminaron hacia el estudio.

Antes de llegar, oyeron el llanto de Jenny. Cal echó a correr. Se precipitó adentro, miró apresuradamente en torno, pero no hizo caso de nada, salvo su hija. Alzando en sus brazos a la pequeña, que berreaba, la acunó contra su pecho mientras canturreaba:

– Todo está bien, princesa. Llegó papá y todo estará perfecto.

La meció suavemente un rato, hasta que sus berridos cesaron. Solo entonces miró el cuadro que estaba en el caballete, el cuadro que June tanto había insistido en decir que no había pintado ella.

Lo contempló fijamente, con la frente un poco arrugada. Al principio no le encontró sentido. Y luego comprendió lo que era… una mujer que moría mientras hacía el amor, en cuya expresión se mezclaban el éxtasis y otra cosa. Pero ¿qué era?

– No lo entiendo… -empezó a decir en tono perplejo e indeciso.

Pero entonces vio la expresión de Josiah Carson y las palabras se extinguieron en su garganta. Mientras Carson observaba fijamente el cuadro, en su rostro aparecía lentamente una expresión comprensiva.

– De modo que así fue -susurró-. Eso fue lo que ocurrió.

Cal fijó la mirada en el anciano doctor.

– Joe, ¿qué pasa? ¿Se siente usted bien?

Dio un paso hacia Carson, pero el anciano lo apartó con un ademán, diciendo:

– Ella lo hizo. Finalmente Amanda vio a su madre y la mató. Cien años más tarde la mató. Ahora será libre. Ahora todos seremos libres. -Se volvió hacia Cal, diciendo con voz queda-. Fue justo que viniera usted aquí. Nos lo debía. Mató a Alan Hanley, por eso nos lo debía.

Desesperado, Cal miró a Josiah, luego al cuadro, después a Josiah de nuevo.

– ¿De qué demonios está usted hablando? -vociferó-. ¿Qué está pasando aquí? ¿De qué se trata?

– El cuadro -respondió Carson con suavidad-. Todo está en el cuadro. Esa mujer es Louise Carson.

– No… no comprendo…

– Procuro explicárselo, Cal -continuó Carson. Su tono era razonable, pero en sus ojos brillaba un extraño resplandor.- Esa mujer es Louise Carson. Está sepultada en el cementerio. Dios mío, Cal, June empezó a sentir dolores sobre su tumba… ¿acaso no lo recuerda?

– Pero es imposible -objetó Cal-. ¿Cómo iba a saber June…?

Entonces recordó.

"Yo no lo pinté"…

Cal se acercó más al cuadro para examinarlo cuidadosamente. La pintura era fresca, apenas seca. Se apartó otra vez. Solo entonces advirtió que la escena del cuadro era el estudio. Eso le causó una sensación escalofriante. Su mirada se apartó de la tela para recorrer la habitación.

Detrás de si, percibía vagamente a Josiah Carson que murmuraba de manera confusa.

– Ella está aquí -susurraba Carson-. ¿No lo entiende, Cal? Es Amanda. Está usando a Michelle. Está aquí. ¿No lo siente usted? ¡ Ella está aquí!

Entonces comenzó a reír; suavemente al principio, luego cada vez más fuerte, hasta que Cal ya no lo pudo soportar.

– ¡Basta! -gritó.

Fue como si hubiera roto un hechizo. Carson se estremeció, después volvió a mirar el cuadro. Con una peculiar expresión triunfante en el rostro, se dirigió a la puerta diciendo:

– Venga. Mejor será que volvamos a casa. Tengo la sensación de que las cosas apenas han empezado.

Pendleton se disponía a seguirlo cuando vio la mancha en el suelo.

– Jesús -susurró entonces.

Estaba tal como había estado el día en que ellos llegaron. De un color pardo rojizo, espesa, cubierta de polvo, casi inidentificable. Pero se la había limpiado. Lo recordaba con claridad, recordaba a June, de rodillas en el suelo, desmenuzándola. Y ahora allí estaba otra vez. De nuevo miró el cuadro. La sangre chorreaba del pecho herido de Louise Carson, brotaba a raudales de su garganta abierta…

Era como si de algún modo el pasado, tan claramente pintado en la tela, estuviese otra vez vivo en el estudio.