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—Si no puedo hablar siquiera con Thom —empezó Elayne una vez que se hubieron marchado los hombres, pero Nynaeve la interrumpió.

—No estoy dispuesta a que entren en la habitación mientras duermo y estoy en camisón. —Mientras hablaba, se desabrochaba trabajosamente los botones que cerraban el vestido por la espalda. Elayne se acercó a ayudarla, pero la otra mujer la rechazó—: Puedo arreglármelas sola. Dame el anillo.

Aspirando el aire por la nariz, la heredera del trono se remangó las faldas para llegar a un pequeño bolsillo que había cosido por la parte interior del vestido. Si Nynaeve quería mostrarse irascible, allá ella; no le seguiría el juego aunque empezara a despotricar otra vez. En el bolsillo había dos anillos; dejó la Gran Serpiente dorada que le habían entregado al ascender a Aceptada, y sacó el otro, de piedra.

Moteado y surcado de vetas rojas, azules y marrones, era demasiado grande para encajar en el dedo, además de estar aplastado y retorcido. Su peculiar aspecto se acentuaba por el hecho de tener un único borde; si se pasaba la yema del dedo sobre dicho borde, se recorría la circunferencia interior y la exterior antes de volver al punto de partida. Era un ter’angreal, y su función era permitir el acceso al Tel’aran’rhiod incluso a una persona que no poseyera el Talento que Egwene y las caminantes de sueños Aiel compartían. Lo único que hacía falta era dormir con él en contacto con la piel. A diferencia de los dos ter’angreal que habían recuperado del Ajah Negro, no requería encauzar para que funcionara. Que Elayne supiera, hasta un hombre podía utilizarlo.

Vestida únicamente con la camisola de lino, Nynaeve ensartó el anillo en el cordón de cuero, junto con el sello de Lan y el suyo de la Gran Serpiente, y después volvió a anudarlo y a colgárselo al cuello antes de tumbarse en una de las camas recién hechas. Sosteniendo los anillos contra su piel, recostó la cabeza en la mullida almohada.

—¿Hay tiempo aún para que Egwene y las Sabias entren allí? —preguntó Elayne—. Nunca soy capaz de calcular la hora que es en el Yermo.

—Aún hay tiempo a menos que entre temprano, cosa que no hará. Las Sabias la tienen atada en corto. Le vendrá bien, a la larga. Siempre ha sido muy testaruda. —Nynaeve abrió los ojos para mirar directamente a la heredera del trono, como si esto también rezara para ella. ¡Para ella!

—Acuérdate de decirle a Egwene que le comunique a Rand que pienso en él. —No pensaba permitirle a su amiga que iniciara una bronca—. Que le diga… Que le diga que lo amo, y sólo a él. —Ya estaba. Lo había soltado.

Nynaeve puso los ojos en blanco de un modo que resultaba verdaderamente ofensivo.

—Si eso es lo que quieres que le diga, lo haré —repuso con aspereza a la par que se acurrucaba contra la almohada.

Mientras la respiración de la otra mujer se tornaba más regular y profunda, Elayne empujó uno de los baúles contra la puerta y se sentó en él para esperar. Siempre odiaba la espera. A Nynaeve le estaría bien empleado que se bajara a la sala y la dejara sola. Thom estaría allí, y… Y nada. Se suponía que era un cochero. La heredera del trono se preguntó si Nynaeve no lo habría planeado cuando aceptó representar el papel de doncella. Con un suspiro, Elayne se recostó en la puerta. Cómo odiaba tener que esperar.

14

Encuentros

Los efectos del anillo ter’angreal ya no sobresaltaban a Nynaeve. Se encontraba en un lugar en el que estaba pensando cuando le llegó el sueño: la gran cámara en Tear llamada el Corazón de la Ciudadela, dentro de la gigantesca fortaleza. Las doradas lámparas de pie no estaban encendidas, pero una pálida luz parecía llegar de todas partes y de ninguna para cobrar vida en derredor de ella y disiparse paulatinamente en la distancia, perdiéndose en las sombras. Por lo menos no hacía calor; en el Tel’aran’rhiod nunca parecía hacer frío ni calor.

Inmensas columnas de piedra roja se extendían en todas direcciones, mientras que el alto techo abovedado quedaba medio oculto en las sombras, junto con otras lámparas doradas que colgaban de cadenas del mismo metal dorado. Las pálidas baldosas bajo los pies de la mujer estaban desgastadas; los Grandes Señores de Tear habían acudido a esta cámara —en el mundo de vigilia, por supuesto— sólo cuando lo exigían sus leyes y costumbres, pero se habían reunido aquí desde el Desmembramiento del Mundo. Bajo el punto central del abovedado techo se hallaba Callandor, en apariencia una brillante espada de cristal, hincada hasta la mitad de la hoja en el suelo de piedra. Como Rand la había dejado.

No se acercó a Callandor, Rand afirmaba haber tejido trampas a su alrededor con el saidin, unas trampas que ninguna mujer podía ver. Imaginaba que serían muy peligrosas, ya que el mejor de los hombres podía ser perverso cuando quería ser artero; peligrosas y tan dañinas para una mujer como para los hombres que intentaran apoderarse de ese sa’angreal. El joven lo había preparado pensando en protegerla tanto de quienes dirigían la Torre como de los Renegados. Aparte del propio Rand, quienquiera que tocara a Callandor se arriesgaba a morir o algo peor.

Eso era un hecho en el Tel’aran’rhiod; lo que era en el mundo de vigilia, también lo era aquí, aunque no siempre ocurría a la inversa. El Mundo de los Sueños, el Mundo Invisible, era reflejo del mundo de vigilia, bien que a veces de un modo extraño, y quizá de otros mundos también. Verin Sedai le había dicho a Egwene que existía un arquetipo de entramado de mundos, el de la realidad de aquí y otros, al igual que las vidas de las personas se entretejían en el Entramado de las Eras. El Tel’aran’rhiod estaba en contacto con todos ellos, si bien sólo podía entrarse en unos pocos salvo de manera accidental y durante unos instantes, inconscientemente, durante los sueños normales del mundo real. Eran unos instantes peligrosos para los soñadores, aunque jamás llegaban a saberlo a menos que fueran muy infortunados. Otro factor del Tel’aran’rhiod era que lo que le ocurriera al soñador aquí, también ocurría en el mundo de vigilia. Morir en el Mundo de los Sueños implicaba una muerte real.

Nynaeve tenía la sensación de que la vigilaban desde la penumbra que reinaba entre las columnas, pero no la inquietaba. No era Moghedien. «Son sólo imaginaciones; no hay nadie observando. Le dije a Elayne que no hiciera caso, y voy yo y me pongo a…» Moghedien no se habría limitado a observar. A pesar de todo, deseó estar lo bastante furiosa para poder encauzar. Y no es que se sintiera asustada, por supuesto. Pero no estaba furiosa. Y tampoco asustada, en absoluto.

El anillo de piedra pareció tornarse ligero, como si quisiera flotar y salirse por el escote de la camisola, lo que le recordó a la mujer que sólo llevaba puesta esa prenda. Tan pronto como pensó en ropa, se encontró con un vestido puesto. Era un truco del Tel’aran’rhiod que le encantaba; en ciertos aspectos no era preciso encauzar, porque aquí podía hacer cosas que dudaba que una Aes Sedai hubiera realizado jamás con el Poder. Empero, no era el vestido que esperaba; nada de una prenda de buena y fuerte lana de Dos Ríos. El cuello alto, orlado con encaje de Jaerecuz, le subía hasta la barbilla, pero el vestido de seda, amarillo pálido, le caía en pliegues que se ajustaban a sus formas de manera reveladora. ¿Cuántas veces había invocado atuendos tan indecentes como éste cuando los había llevado puestos en Tanchico para hacerse pasar por una mujer de allí? Por lo visto se había acostumbrado a ellos más de lo que pensaba.