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—Le fue administrada en una cerveza, ¿verdad?

—Sí. Carolina sacó la botella de la nevera y la llevó ella misma adonde estaba él pintando, en el jardín. La echó en un vaso, se la dio y vio cómo se la tomaba. Todo el mundo se fue a comer y le dejó... era frecuente en él no entrar a la hora de las comidas. Después, la institutriz y ella le encontraron muerto allí. Ella dijo que la cerveza que le dio no tenía nada. Nosotros alegamos que el pintor estaba tan preocupado y tan lleno de remordimiento, que introdujo él mismo el veneno en la cerveza. Una pura tontería... ¡él no era de esos hombres! Y las pruebas dactilares resultaron la prueba más condenatoria de todas.

—¿Hallaron las huellas dactilares de Carolina en la botella?

—No, señor... sólo encontraron las de él... y éstas eran bastante sospechosas. Ella se quedó a solas con el cadáver mientras la institutriz fue a llamar a un médico. Y lo que haría seguramente sería limpiar botella y vaso y apretar luego los dedos del muerto contra ellos. Quería hacer creer que no había tocado nada de aquello. Pero le salió el tiro por la culata. Rudolph, el fiscal, se divirtió mucho con eso... Demostró, concluyentemente, mediante pruebas hechas ante el propio tribunal, que un nombre no podía sujetar una botella con los dedos en esa posición. Ni que decir tiene, que nosotros hicimos todo lo posible para demostrar que sí se podía... que sus manos asumirían una posición un poco violenta al morir..., pero, con franqueza, nuestras pruebas no fueron muy convincentes.

Hércules Poirot dijo:

—La conicina debió ser introducida en la botella antes de que ella la sacara al jardín.

—No había conicina en la botella: sólo en el vaso.

—¡Hola! —exclamó el detective. Hizo una pausa. Su semblante cambió bruscamente de expresión.

—Escuche, señor Poirot, ¿a dónde quiere usted ir a parar?

Dijo Poirot:

—Si Carolina Crale era inocente, ¿cómo fue a parar la conicina a la cerveza? La defensa dijo, por entonces, que el propio Amyas Crale la había introducido. Pero usted me dice a mí que eso resultaba altamente improbable y, por mi parte, estoy de acuerdo con usted. No era un hombre de esa clase En tal caso, si Carolina Crale no lo hizo, alguna otra persona lo haría.

Depleach exclamó casi farfullando nervioso:

— ¡Qué rayos, hombre de Dios! ¡A un caballo muerto nada se adelanta fustigándole! Eso pasó a la historia hace años. Claro que lo hizo ella. Lo hubiera comprendido perfectamente de haberla visto usted por entonces. ¡Lo llevaba escrito en la cara! Hasta creo que el fallo fue un alivio para ella. No estaba asustada. No estaba ni pizca nerviosa. Sólo quería que llegara el juicio y terminar de una vez. Una mujer muy valerosa en realidad...

—Y sin embargo —dijo Poirot—, al morir dejó una carta para su hija en la que juraba solemnemente que no era culpable.

—Lo creo —respondió sir Montague—; usted y yo hubiéramos hecho lo mismo en su lugar.

—Su hija dijo que no era una de esas mujeres.

—La hija dice... ¡Bah! ¿Qué sabe ella? Mi querido Poirot, la hija era un simple crío cuando se celebró el juicio. ¿Cuántos años tenía? ¿Cuatro...? ¿Cinco...? Le cambiaron el nombre y la mandaron al extranjero con unos parientes. ¿Qué puede ella saber o recordar?

—Los niños conocen a la gente muy bien a veces.

—Es posible que sí. Pero no necesariamente en este caso. Es muy natural que la hija quiera creer que la madre no lo hizo. Déjela que lo crea. Eso no hace daño a nadie.

—Por desgracia, ella exige pruebas.

—¿Pruebas de que Carolina Crale no mató a su marido?

—Sí.

—Pues —aseguró Depleach— no las conseguirá.

—¿Cree usted que no?

El famoso abogado miró pensativo a su compañero.

—Siempre le he creído a usted un hombre honrado, Poirot. ¿Qué está haciendo? ¿Intentando ganar dinero explotando los afectos de una muchacha?

—Usted no conoce a la muchacha. Es una muchacha fuera de lo corriente. Una muchacha de carácter muy enérgico.

—Sí; puedo creer que la hija de Amyas Crale y Carolina sea todo eso. ¿Qué desea?

—La verdad.

—¡Hura...! Me temo que hallará la verdad bastante desagradable. Con sinceridad, Poirot, no creo que quepa la menor duda. Ella le mató.

—Usted me perdonará, amigo mío; pero he de convencerme de eso por mí mismo.

—Pues no sé qué más puedo hacer. Puede leerse lo que dijeron los periódicos en la época del juicio. Humphrey Rudolph hizo de fiscal. Él ha muerto; deje que piense, ¿quién le ayudó? El joven Fogg, creo. Sí, Fogg. Puede hablar con él. Y luego la gente que se hallaba allí por entonces. No supongo que les guste que se meta usted a resucitar cosas olvidadas; pero seguramente conseguirá de ella lo que quiere. Es usted muy persuasivo cuando le da la gana.

—Ah, sí... los interesados... Eso es muy importante. ¿Recordará usted, quizá, quiénes eran?

Depleach reflexionó.

—Deje que piense... Ha transcurrido mucho tiempo. Sólo eran cinco las personas que figuraron en el asunto en realidad... No cuento a la servidumbre. Ésta se componía de un par de viejos muy fieles que parecían muy asustados... No sabían nada de nada. Nadie podía sospechar de ellos.

—Pues verá... Uno era Felipe Blake. Era el amigo íntimo de Crale... Le había conocido toda la vida. Estaba parando en la casa por entonces. Él aún vive. Le veo de tanto en tanto, cuando voy a jugar al golf. Vive en Saint George's Hill. Corredor de Bolsa. Juega en el mercado de valores y le salen bien las cosas. Hombre próspero, sin duda alguna.

—Sí. Y, ¿quién más?

—El hermano mayor de Blake. Un hacendado rural... Hombre muy casero.

A Poirot le acudió una rima infantil a la memoria. La reprimió. No debía pensar siempre en las aleluyas infantiles. Parecía haberse convertido en obsesión suya últimamente. Y, sin embargo, la rima persistía.

Este cerdito fue al mercado... este cerdito se quedó en casa...[1].

Alejó aquel pensamiento de su cerebro y dijo:

—Se quedaba en casa, ¿eh?

—Es el hombre de quien le hablaba... el aficionado a drogas y yerbas... tiene algo de químico. Su distracción favorita. ¿Cómo se llamaba? Era un nombre algo literario... ¡Ya lo recuerdo! Meredith Blake. No sé si está vivo o muerto.

—Y, ¿quién viene a continuación?

—¿A continuación? Pues... hay la causante de todo el jaleo. La muchacha Elsa Greer.

—Este cerdito comió «rosbif» —murmuró Poirot.

Depleach le miró boquiabierto.

—Ya lo creo que comió rosbif —dijo—. Ha sido una mujer decidida. Ha tenido tres maridos desde entonces. Anda ya por el tribunal de divorcios como Pedro por su casa. Y cada vez que cambia de marido es para mejorar. Lady Dittisham... ése es su nombre ahora. Abra cualquier revista de sociedad y seguro que la encontrará.

—¿Y las otras dos?

—La institutriz. No recuerdo su nombre. Una mujer agradable y eficiente. Thompson... Jones... algo así. Y la cría. La hermanastra de Carolina. Quince años tendría. Ha hecho nombre. Excava y hace viajes de exploración a sitios raros. Warren... ése es su nombre. Angela Warren. Una joven algo alarmante en estos tiempos. La vi el otro día.

—Así, pues, ¿no es el cerdito que lloraba, uy, uy, uy...?

Sir Montague le miró de una forma muy rara. Dijo, con sequedad:

—Ha tenido por qué llorar, uy, uy, uy, en su vida. Está desfigurada. Tiene una cicatriz que le cruza un lado de la cara. La... Bueno, ya le contarán el caso con toda seguridad.

Poirot se puso en pie. Dijo:

—Le doy las gracias. Ha sido usted muy amable. Si la señora Crale no mató a su marido...

Depleach le interrumpió:

—Pero le mató, amigo mío, le mató. Créame.