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—Sí que es, tal vez un poco fuera de lo usual —reconoció el detective con cautela.

—La verdad es —dijo Hale— que todo eso sucedió hace mucho tiempo.

Hércules Poirot previó que iba a hastiarse un poco de oír siempre la misma frase. Dijo apaciblemente:

—Eso aumenta las dificultades, claro está.

—Resucitar el pasado... —musitó el otro—. Si siquiera se persiguiese un fin determinado...

—Se persigue un fin determinado.

—¿Cuál?

—Uno debe disfrutar buscando la verdad, nada más que por amor a ello. Eso me ocurre a mí. Y no debe olvidar a la joven.

Hale asintió con un movimiento de cabeza.

—Sí; comprendo el punto de vista de ella. Pero... usted me perdonará, monsieur Poirot..., usted es un hombre ingenioso. Podría inventar un cuento...

Replicó Poirot:

—No conoce usted a la jovencita.

—Vamos, vamos... ¡Un hombre de su experiencia!

Poirot se irguió.

—Es posible que sea,mon cheri, un embustero artístico y competente..., usted parece creerlo. Pero no es ése el concepto que yo tengo de la ética profesional. Tengo mis principios.

—Perdone, monsieur Poirot. No era mi intención herir su susceptibilidad. Pero todo ello sería en aras de una buena causa, como quien dice.

—Eso —aseguró Hércules— tendría mucho que discutirse.

Hale dijo lentamente:

—Es algo duro para una muchacha feliz e inocente que está a punto de casarse descubrir que su madre fue una asesina. Yo, en lugar de usted, le diría que, después de todo, resultaba que se había tratado de un suicidio. Dígale que Depleach no supo llevar el asunto. Asegúrele que no le cabe a usted la menor duda de que Crale se envenenó por su propia mano.

—Pero... ¡es que a mí me caben muchas dudas! No creo, ni por un instante, que Crale se suicidara. ¿Lo considera usted mismo razonablemente posible siquiera?

Hale sacudió la cabeza lentamente.

—¿Lo ve? —dijo Poirot—. No. Lo que yo necesito es la verdad... no una mentira plausible... o no muy plausible.

Hale se volvió y miró a Poirot. Su rostro cuadrado y de subido color enrojeció aún más y pareció incluso hacerse más cuadrado. Dijo:

—Habla usted de la verdad. Me gustaría dejar bien sentado que creemos haber descubierto la verdad en el caso Crale.

Poirot se apresuró a decir:

—Esa afirmación por parte suya representa mucho. Me consta que es usted un hombre honrado y capaz. Ahora, contésteme a esto: ¿no abrigó usted duda alguna en ningún momento acerca de la culpabilidad de la señora Crale?

La respuesta del superintendente no se hizo esperar. —En ningún momento, monsieur Poirot. Las circunstancias la señalaron desde el primer instante, y cuantos detalles fuimos desenterrando confirmaron la primera impresión.

—¿Puede usted darme un resumen de las pruebas aportadas contra ella?

—Sí. En cuanto recibí su carta me refresqué la memoria consultando archivos. —Cogió un librito de notas—. He anotado todos los puntos destacados aquí.

—Gracias, amigo mío; ardo en deseos de escucharle.

Hale carraspeó. Se dejó oír una leve entonación oficial en su voz:

Dijo:

—A las dos cuarenta y cinco de la tarde del dieciocho de septiembre, el inspector Conway recibió una llamada telefónica del doctor Andrés Faussett. El doctor Faussett declaró que el señor Amyas Crale, de Alderbury, había muerto de repente y que, como consecuencia de las circunstancias de dicha muerte, así como por la declaración que le había hecho un tal señor Blake, invitado alojado en la casa, consideraba que era asunto policíaco.

»El inspector Conway, acompañado de un sargento y del médico forense, se dirigió inmediatamente a Alderbury. El doctor Faussett se hallaba allí y le condujo adonde se encontraba el cadáver del señor Crale, que no había sido tocado.

»El señor Crale había estado pintando en un jardín pequeño, cercado, al que llamaban el jardín de la Batería porque daba al mar y tema unos cañones diminutos colocados en almenas. Se hallaba a cuatro minutos de camino de la casa. El señor Crale no se había acercado a la casa a comer, porque quería pintar ciertos efectos de luz sobre la piedra, y el sol hubiese estado mal situado más tarde para que pudiese hacerlo. Por consiguiente, se había quedado solo en el jardín de la Batería pintando. Se declaró que esto no constituía un suceso anormal. El señor Crale hacía muy poco caso de las horas de las comidas. A veces se le enviaba algún bocadillo; pero con mayor frecuencia prefería que no le molestasen. Las últimas personas que le vieron vivo fueron la señorita Elsa Greer (alojada en la casa) y el señor Meredith Blake (vecino cercano). Estos dos se dirigieron juntos a la casa y entraron a comer con los demás.

»Después de la comida se sirvió café en la terraza. La señora Crale terminó el café y luego dijo que iría a ver cómo andaba Amyas. La señorita Cecilia Williams, institutriz, se levantó y la acompañó. Buscaba un jersey propiedad de su discípula, la señorita Ángela Warren, hermana de la señora Crale, que se le había extraviado a esta última y creía posible que se hubiese dejado olvidado en la playa.

»Las dos marcharon juntas. El camino descendía, cruzando unos bosquecillos, hasta la puerta del jardín de la Batería; se podía entrar en el jardín o continuar por el mismo camino hasta la playa.

»La señorita Williams siguió por el camino y la señora Crale entró en el jardín. Casi inmediatamente, sin embargo, la señora Crale soltó un grito y la señorita Williams volvió precipitadamente. El señor Crale estaba recostado en un asiento, sin vida.

»A petición de la señora Crale, la señorita Williams abandonó el jardín y regresó apresuradamente a la casa para telefonear al médico. Por el camino, no obstante, se encontró con el señor Meredith Blake y le transfirió el encargo, volviendo ella al lado de la señora Crale, quien, en su opinión, necesitaba a alguien. El doctor Faussett se presentó en escena cosa de un cuarto de hora más tarde. Vio inmediatamente que el señor Crale llevaba algún tiempo muerto..., calculó que habría fallecido entre una y dos. No había nada que indicara la causa de la muerte. No se veía herida alguna y la postura del difunto era natural. No obstante, el doctor Faussett, que conocía muy bien el estado de salud del señor Crale y que sabía positivamente que no padecía enfermedad ni debilidad de ninguna clase, se inclinó a considerar grave la situación. Fue entonces cuando el señor Felipe Blake le hizo cierta declaración.

El superintendente Hale hizo una pausa, respiró profundamente y pasó enseguida, como quien dice, al capítulo segundo.

—Más tarde, el señor Blake repitió su declaración en presencia del inspector Conway. La declaración fue la siguiente: Había recibido aquella mañana un mensaje telefónico de su hermano

Meredith Blake (que vivía en Handcross Manor, a milla y media de distancia). El señor Meredith Blake era un aficionado a la química... o quizá resultaría más exacto llamarle herbolario. Al entrar en su laboratorio aquella mañana, Meredith Blake se había sobresaltado al notar que una botella que contenía una composición de cicuta, y que había estado completamente llena el día anterior, se hallaba casi vacía. Preocupado y alarmado, telefoneó a su hermano para pedirle consejo. El señor Felipe Blake había instado a su hermano a que acudiera a Alderbury inmediatamente para hablar del asunto. Él le salió al encuentro y entraron en la casa juntos. No habían llegado a decidir qué determinación debían tomar, habiendo dejado el asunto para volverlo a discutir después de comer.

«Como resultado de nuevas investigaciones, el inspector Conway averiguó los siguientes datos: La tarde anterior, cinco personas habían dado un paseo a pie desde Alderbury para ir a tomar el té en Handcross Manor. Eran éstas el señor y la señora Crale, la señorita Angela Warren, la señorita Elsa Greer y Felipe Blake. Durante el tiempo que pasaron allí, Meredith Blake dio toda una conferencia sobre su diversión favorita, y condujo al grupo a su laboratorio para que lo vieran. Allí hizo mención de varias drogas, entre ellas la conicina, principio activo de la cicuta. Había explicado sus propiedades, lamentando el hecho de que hubiese desaparecido ahora de la Farmacopea, y se jactó de haber comprobado que, en pequeñas dosis, era muy eficaz en casos de tos ferina y de asma. Más tarde había hablado de sus mortíferas propiedades, llegando incluso a leer a sus invitados un extracto de un autor griego en el que se describían sus efectos.