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Me encogí de hombros.

– Supongo que no le ha pasado nada -le dije sensatamente-. Me refiero a que no mandarían al frente a un viejo como él sólo por tener una radio.

– No, naturalmente que no. -Su respuesta fue demasiado precipitada-. Además, para empezar él no debería tenerla.

Estuve de acuerdo en eso. Era contrario a las normas. Un profesor tenía que saberlo. Reine miró la barra de labios, la sostuvo en la mano suave y amorosamente.

– Entonces, ¿no vas a decirlo? -Me acarició dulcemente el brazo-. No lo harás, ¿verdad que no, Boise?

Me retiré frotándome automáticamente el brazo donde ella me había tocado. Nunca me gustó que me sobaran.

– ¿Veis Cassis y tú a menudo a esos alemanes? -pregunté.

– A veces -se encogió de hombros.

– ¿Les decís más cosas?

– No -fue demasiado pronta en la respuesta-. Sólo charlamos. Mira, Boise, no se lo vas a decir a nadie, ¿verdad?

Sonreí.

– Bueno, no lo haría. No, si haces algo por mí.

Me miró con los ojos entornados.

– ¿Qué quieres decir?

– Me gustaría ir alguna vez a Angers, contigo y con Cassis -dije astutamente-. Al cine, al café y todo eso. -Me detuve para ver el efecto que causaba y ella me miró ferozmente con sus ojos resplandecientes y afilados como cuchillos-. De lo contrario -continué en una falsa actitud beatífica-, podría decirle a madre que has estado hablando con la gente que mató a nuestro padre. Charlando con ellos y espiando para ellos. Enemigos de Francia. A ver qué dice de eso.

Reinette parecía agitada.

– Boise, lo prometiste.

Moví solemnemente la cabeza.

– Eso no vale. Es mi deber patriótico.

Debió sonar convincente pues Reinette se puso pálida. Con todo, aquellas palabras no significaban nada para mí. No sentía una verdadera hostilidad contra los alemanes. Ni siquiera cuando me decía a mí misma que habían matado a mi padre, que el hombre que lo hizo podía estar ahí, realmente ahí, en Angers. A una hora de bicicleta por la carretera, bebiendo Gros-Plant en algún que otro bar-tabac y fumando Gauloise… Veía con nitidez la imagen en mi mente y aun así carecía de fuerza. Quizá se debiera a que el rostro de mi padre ya se estaba desvaneciendo de mi recuerdo. Quizá por la misma razón que los niños nunca se meten en las peleas de los adultos y los adultos raramente comprenden la repentina hostilidad que estalla entre los niños sin ningún motivo aparente. En mi voz había afectación y una nota de reproche, pero lo que yo deseaba en realidad no tenía nada que ver con nuestro padre, Francia o la guerra. Quería que se me volviese a tener en cuenta, que se me tratase como a una adulta, una portadora de secretos. Y quería ir al cine, ver a Laurel y Hardy o a Bela Lugosi o Humphrey Bogart, sentarme en la oscuridad vacilante con Cassis a un lado y Reine-Claude al otro, quizá con una bolsa de patatas fritas en la mano o un palo de regaliz.

Reinette movió la cabeza.

– Estás loca -dijo al fin-. Sabes que madre jamás te dejará ir a la ciudad. Eres demasiado pequeña, Boise. Además.

– No iría sola. Tú o Cassis podríais llevarme en vuestra bicicleta -continué tozudamente. Ella llevaba la bicicleta de mi madre. Cassis la de mi padre, un extraño chisme de color negro con aspecto de caballete. Estaba demasiado lejos para ir andando y sin las bicicletas hubieran tenido que quedarse a dormir en el collège, como hacían muchos de los niños de los pueblos-. El trimestre casi ha terminado. Podríamos ir todos juntos a Angers. Ver una película. Dar una vuelta.

Mi hermana parecía empecinada.

– Ya lo verás, ella querrá que nos quedemos en casa y que trabajemos en la granja. ¿No te das cuenta? -dijo-, no quiere que nadie se divierta nunca.

– Con la de veces que ha estado oliendo a naranjas últimamente -le dije pragmática- no creo que importe. Podríamos escabullirnos. Tal y como está, ni siquiera se enteraría.

Fue fácil. Reinette siempre resultaba fácil de convencer. Su pasividad era adulta, su naturaleza maliciosa y dulce escondía una cierta apatía rayana en la indiferencia. Me miró frente a frente, lanzándome la última débil excusa como un puñado de arena.

– ¡Estás loca! -Por entonces todo lo que yo hacía era una locura para Reine. Era una locura bucear, balancearme sobre una pierna desde lo alto del puesto de vigilancia, contestar, comer higos verdes y manzanas acidas.

Moví la cabeza.

– Será fácil -le aseguré con firmeza-. Puedes confiar en mí.

Ya veis el inocente principio de todo. No era nuestra intención hacerle daño a nadie; no obstante, hay un lugar duro dentro de mí que recuerda implacable y con exacta perfección. Mi madre vio los peligros mucho antes de que nosotros lo hiciéramos. Yo era explosiva e inestable como la dinamita. Ella lo sabía y a su extraña manera intentó protegerme manteniéndome cerca de ella, aun cuando hubiera preferido lo contrario. Entendía más de lo que yo pensaba.

No es que me importara: tenía mi propio plan, un plan tan intrincado y cuidadosamente planeado como las trampas de los lucios en el río. En una ocasión pensé que Paul lo había adivinado, pero si lo hizo nunca mencionó una palabra al respecto.

Tempranos comienzos que me abocaban a las mentiras, los engaños y cosas peores.

Empezó en un puesto de fruta un sábado de mercado. Fue el cinco de julio, dos días después de mi noveno cumpleaños.

Empezó con una naranja.

Capítulo 6

Hasta entonces siempre se me había juzgado demasiado pequeña para ir a la ciudad los días de mercado. Mi madre solía llegar a Angers alrededor de las nueve y montaba su pequeño tenderete junto a la iglesia. Con frecuencia la acompañaban Cassis o Reinette. Yo me quedaba en la granja, supuestamente para hacer las tareas, aunque por lo general me pasaba todo el rato en el río, pescando, o en los bosques con Paul.

Pero aquel año fue diferente. Ya tenía edad suficiente para ser de alguna utilidad, me dijo con sus bruscas maneras. No podía seguir siendo eternamente la niña pequeña. Me miró, escudriñándome. Sus ojos tenían el color de las ortigas. Además, dijo en tono indiferente, sin dar la sensación de que me estaba concediendo un favor, quizá querría ir alguna vez a Angers más entrado el verano; al cine, tal vez, con mi hermano y mi hermana…

Supuse que aquello era cosa de Reinette. Nadie más podría haberla persuadido. Pero Reinette sabía cómo camelarla. Podía ser todo lo dura que quisiese, pero me parecía que su mirada se suavizaba cuando le hablaba a Reinette, como si debajo de su exterior malhumorado se conmoviese algo. Murmuré una frase torpe en respuesta.

– Además -prosiguió mi madre-, quizá necesites algo de responsabilidad. Para evitar que crezcas como una salvaje. Algo que te enseñe lo que es importante en la vida.

Asentí, intentando imitar la docilidad de Reinette.

No creo que consiguiera engañar a mi madre. Alzó la ceja satíricamente.

– Puedes ayudarme en el puesto -concluyó.

Y así fue como por primera vez acompañé a mi madre a la ciudad. Fuimos juntas en la tartana, con las mercancías embaladas en cajas y cubiertas con una tela alquitranada a nuestro lado. En una caja llevábamos pasteles y galletas, en otra quesos y huevos, y fruta en el resto. Fue a principio de la temporada y aunque la cosecha de fresas había sido buena había poca cosa más lista para vender. Completábamos nuestras ganancias vendiendo confituras endulzadas con la remolacha del otoño anterior antes de que la temporada empezase de verdad.

Angers bullía el día de mercado. Los carros se amontonaban en la calle principal, eje contra eje, bicicletas que acarreaban cestos de mimbre, una pequeña furgoneta descapotable cargada con lecheras, una mujer llevando sobre la cabeza una bandeja llena de barras de pan, tenderetes rebosantes de tomates de invernadero, berenjenas, calabacines, cebollas, patatas. En un puesto vendían lana u objetos de alfarería; en otro vino, leche, conservas, cuchillos, fruta, libros de segunda mano, pan, pescado, flores. Nos instalamos temprano. Junto a la iglesia había una fuente donde los caballos podían beber; también sombra. Mi trabajo consistía en envolver la comida y dársela a los clientes mientras mi madre cobraba. Su memoria y agilidad de cálculo eran extraordinarias. Podía memorizar toda la lista de precios sin necesidad de escribirla y jamás dudaba sobre el cambio. Los billetes en una parte, las monedas en la otra. Guardaba el dinero en los bolsillos de la bata y el excedente iba a parar a una vieja caja de galletas que tenía guardada debajo de la tela alquitranada. Todavía la recuerdo: de color rosado con una cenefa de rosas en el borde. Recuerdo el sonido de las monedas y billetes al chocar contra el metaclass="underline" mi madre no confiaba en los bancos. Guardaba nuestros ahorros debajo del suelo de la bodega, junto con sus botellas más valiosas.