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Abandoné la mesa con una sensación de alivio apenas disimulado. Me sentía casi enferma por la excitación y el miedo, haciéndome muecas a mí misma en las relucientes sartenes de cobre. El postre consistía en una bandeja de fruta y algunas de las galletas de mi madre -las rotas, claro está; las buenas eran para vender mientras que las defectuosas eran para casa-. Me fijé en que mi madre examinaba suspicazmente los albaricoques que habíamos traído del mercado, dándoles la vuelta en la mano uno por uno, olisqueándolos incluso, como si alguno de ellos pudiese ser una naranja disfrazada. Tenía la mano en la sien, como si quisiese protegerse de un sol cegador. Tomó media galleta, la desmenuzó y la desechó en el plato.

– Reine, friega los platos. Creo que voy a ir a mi habitación a estirarme. Siento que se acerca uno de mis dolores de cabeza. -La voz de mi madre era impasible, sólo aquel tic suyo, el reiterado movimiento de los dedos por el rostro, las sienes, traicionaba su malestar-. Reine no te olvides de correr las cortinas. Las contraventanas. Boise asegúrate de que los platos están bien colocados. ¡Que no se te olvide! -Incluso en momentos así se preocupaba por mantener su estricto orden. Los platos, puestos en orden de tamaño y color, después de haberlos fregado uno por uno y secado con un paño almidonado; nada de dejarlos secar en el secaplatos, eso habría sido demasiado fácil; había que dejar los paños colgados para que luego se secaran en escrupulosas filas.

– Agua caliente para mis platos buenos, ¿me oyes? -ahora su voz sonaba inquieta, ansiosa por sus platos buenos-. Y sécalos bien, por las dos caras, que no se te ocurra colocar mis platos aún húmedos, ¿me oyes bien?

Asentí. Se volvió haciendo una mueca.

– Reine, asegúrate de que lo haga. -Tenía los ojos casi febriles. Miró al reloj con un peculiar movimiento de cabeza-. Y cerrad las puertas, los portalones también.

Por fin parecía dispuesta a marcharse. Volviéndose, deteniéndose, todavía renuente a dejarnos a nuestro libre albedrío, a nuestra libertad secreta. Hablándome en ese tono cortante y afectado con ansiedad amagada.

– ¡Ten cuidado con esos platos, Boise! ¡Recuerda, eso es todo lo que te digo!

Y se fue. La oí llenar de agua la pila del lavabo. Corrí las cortinas de la sala de estar, agachándome para sacar el bote de tabaco mientras lo hacía y luego, dirigiéndome al pasillo, dije en voz alta, lo bastante alta como para que ella pudiese oírme;

– Yo me encargo de las habitaciones.

La habitación de mi madre la primera. Cerré la contraventana y corrí la cortina, luego miré en derredor con rapidez. El agua seguía fluyendo en el baño y podía oír que mi madre estaba lavándose los dientes. Moviéndome con agilidad y sigilo retiré la funda a rayas de la almohada; luego, con la punta de la navaja hice una pequeña abertura en la costura e introduje la bolsita de muselina. La empujé hacia dentro todo lo que me fue posible con la empuñadura de la navaja para que no quedase ningún bulto que traicionara su presencia. Luego volví a poner la funda, con el corazón martilleándome con violencia, y alisé la cubierta con cuidado para evitar que se formaran arrugas. Mi madre siempre reparaba en cosas así.

Acabé justo a tiempo. Me crucé con ella en el pasillo, pero aunque me lanzó una mirada suspicaz no dijo nada. Parecía ausente y distraída, los ojos entrecerrados, el cabello castaño y canoso suelto. Podía oler el jabón en su piel y en la penumbra del pasillo parecía lady Macbeth -una historia que había escogido recientemente de otro de los libros de Cassis- frotándose las manos, llevándoselas a la cara, acariciándola, meciéndola, frotando otra vez, como si en vez de jugo de naranjas fuesen manchas de sangre las que no pudiera lavar.

Por un instante me asaltaron las dudas. Parecía tan vieja y tan cansada… En mi propia cabeza sentía punzantes latidos y me preguntaba cómo reaccionaría si me acercara a ella y la reclinara sobre su hombro. Noté un breve picor en los ojos. Al fin y al cabo ¿por qué estaba haciendo todo aquello? Luego pensé en la Gran Madre aguardando en las tinieblas, en su mirada delirante y siniestra, en el premio que ocultaba en el vientre.

– ¿Y bien? -La voz de mi madre era cortante y dura-. ¿Se puede saber qué estás mirando, idiota?

– Nada. -Los ojos volvieron a secárseme. Incluso mi dolor de cabeza se estaba desvaneciendo con la misma rapidez con la que había aparecido-. Nada en absoluto.

Oí cerrarse su puerta detrás de ella y regresé a la sala, donde mi hermano y mi hermana me aguardaban. Iba sonriendo por dentro.

Capítulo 8

– ¡Estás loca! -Era nuevamente Reinette, su acostumbrado grito de impotencia cuando todos los demás argumentos habían sido agotados. No es que resultara difícil agotarla; dejando a un lado las barras de labios y las estrellas de cine, su capacidad para argumentar era siempre limitada.

– Es un momento tan bueno como cualquier otro -le dije con firmeza-. Dormirá hasta bien entrada la mañana. Mientras dejemos hechas las tareas podemos ir a donde queramos. -La miré fijamente, con frialdad. Todavía estaba pendiente entre nosotras el asunto de la barra de labios y mis ojos se lo recordaron. Habían pasado dos semanas y yo no lo había olvidado. Cassis nos observó con curiosidad; estaba segura de que ella no se lo había contado.

– Se pondrá furiosa si se entera -dijo él con lentitud.

Me encogí de hombros.

– ¿Por qué habría de enterarse? Le diremos que nos fuimos al bosque a coger setas. Lo más probable es que aún no se haya levantado para cuando regresemos.

Cassis se detuvo a considerar la idea. Reinette le lanzó una mirada entre implorante y preocupada.

– Vamos Cassis -dijo. Luego, en voz queda-: Lo sabe. Lo descubrió -su voz se desvaneció-. Tuve que contárselo en parte -concluyó en tono lastimero.

– Oh. -Se quedó mirándome un instante y sentí que algo pasaba entre nosotros, algo cambiaba, era casi una mirada de admiración. Se encogió de hombros-. Bueno, y ¿a quién le importa? -Pero sus ojos permanecieron más vigilantes, más cautelosos.

– No fue culpa mía -se lamentó Reinette.

– No. Es lista, ¿verdad? -dijo Cassis a la ligera-. Habría acabado por descubrirlo tarde o temprano. -Aquel era un gran elogio que meses atrás me habría hecho flaquear a causa del orgullo, pero ahora me limité a mirarlo a los ojos-. Además -prosiguió en el mismo tono indiferente-, si está metida en esto no irá corriendo a mamá a chismorrearlo.

Apenas tenía nueve años y, aunque adulta para mi edad, era lo bastante infantil como para sentirme herida por el indiferente desprecio de esas palabras.

– ¡Yo no chismorreo!

Se encogió de hombros.

– Por mí puedes venir mientras te pagues lo tuyo -continuó manteniendo la compostura-. No veo por qué uno de nosotros tendría que pagar por ti. Te llevaré en la bicicleta. Eso es todo. Tú ya te despabilarás con lo demás. ¿De acuerdo?

Era una prueba. Adivinaba el desafío en su mirada. La sonrisa burlona, esa sonrisa no demasiado amable del hermano mayor que tan pronto compartía conmigo la última pastilla de chocolate como me pellizcaba el brazo hasta hacer que la sangre se me coagulara en manchas oscuras bajo la piel.

– Pero ella no recibe ninguna asignación -dijo Reinette en tono quejumbroso-. ¿De qué sirve…?

Cassis se encogió de hombros. Era un gesto típicamente terminante, un gesto masculino. He dicho. Esperó mi reacción con los brazos cruzados y media sonrisa en los labios.

– De acuerdo -dije intentando parecer tranquila-. Por mí vale.

– Muy bien -decidió él-. Entonces, iremos mañana.

Capítulo 9

Las tareas diarias empezaban por ahí. Cubos de agua que acarrear desde el pozo a la cocina para cocinar y lavarnos. No teníamos agua caliente -de hecho, tampoco teníamos agua potable salvo la que sacábamos con la bomba manual del pozo que quedaba a varios metros de la puerta de la cocina-. La electricidad tardó bastante en llegar a Les Laveuses y cuando las bombonas de gas empezaron a escasear tuvimos que cocinar en un hornillo de madera que había en la cocina. El horno estaba afuera; era un horno de carbón enorme y anticuado con la forma de un pan de azúcar. Junto a él estaba el pozo. Cada vez que necesitábamos agua, allí era donde teníamos que ir para cogerla: uno de nosotros bombeaba mientras el otro sostenía el cubo. Había una tapa de madera sobre el pozo, cerrada con candado desde mucho antes de mi nacimiento para evitar accidentes. Cuando madre no nos miraba nos lavábamos debajo de la bomba, mojándonos con agua fría. Cuando estaba cerca teníamos que usar las palanganas de agua calentada en cazos de cobre en la cocina y el arenoso jabón de brea que nos abrasaba la piel como si fuera piedra pómez, dejando una espuma grisácea en la superficie del agua.