Hice bien en llevar el pescado. Cassis estaba lavándose bajo la bomba cuando llegué, aunque Reinette había calentado un cuenco de agua y se estaba mojando delicadamente la cara con un paño enjabonado. Me lanzaron una mirada curiosa, luego el rostro de Cassis se relajó en una jovial expresión de sorna.
– Nunca te das por vencida ¿eh? -dijo, señalando con la cabeza húmeda al pescado del cubo-. ¿Qué llevas ahí?
Me encogí de hombros.
– Algunas cosas -respondí a la ligera. El monedero estaba en el bolsillo de mi guardapolvos y sonreí por dentro al notar su peso reconfortante-. Un lucio. Uno pequeño.
Cassis se echó a reír.
– Podrás coger los pequeños pero jamás conseguirás pescar a la Gran Madre -dijo-. Y aunque lo consiguieras ¿qué ibas a hacer con ella? Un lucio tan viejo no sería bueno para comer. Amargo como la hiel y lleno de espinas.
– La cogeré -afirmé con terquedad.
– ¡Oh! -Su tono era indiferente, incrédulo-. ¿Y entonces qué? Pedirás un deseo ¿no? Pedirás un millón de francos y un apartamento en la Rive Gauche.
Sin pronunciar una palabra negué con la cabeza.
– Yo desearía ser una estrella de cine -dijo Reine, secándose la cara-. Ver Hollywood y las luces, y Sunset Boulevard, y pasearme en una limusina y tener docenas de vestidos…
Cassis le dedicó una breve mirada de desprecio que me causó una tremenda alegría. Luego se volvió hacia mí.
– ¿Y bien? ¿Qué será, Boise? -Su sonrisa era descarada e irresistible-. ¿Qué vas a pedir? ¿Pieles? ¿Coches? ¿Una villa en Juan-les-Pins?
Volví a negar con la cabeza.
– Lo sabré cuando la capture -dije indiferente-. Y voy a conseguirlo. Ya lo verás.
Cassis me estudió brevemente, la sonrisa esfumándose del rostro. Luego emitió un gruñido de disgusto y volvió a sus abluciones.
– ¡Eres increíble, Boise! ¡Realmente increíble! -exclamó.
Luego nos apresuramos a acabar nuestras tareas diarias antes de que Madre se levantara.
Capítulo 11
Siempre hay mucho que hacer en una granja. Extraer agua de la bomba, dejarla en cubos de metal en la bodega para evitar que el sol la caliente, ordeñar las cabras, cubrir los baldes con paños de muselina y dejarlos en la lechería, luego sacar las cabras a pastar para que no acabaran por comerse todas las verduras del jardín, dar de comer a las gallinas y los patos, coger la cosecha diaria de fresas maduras, echar carbón en el horno aunque dudaba mucho de que madre fuese a utilizarlo hoy. Sacar a pastar al caballo, Bécassine, y ponerle agua fresca en el abrevadero… Todo ello, hecho con la máxima celeridad, nos llevó unas dos horas; cuando acabamos, el calor del sol se estaba haciendo más intenso, la humedad nocturna iba evaporándose de los caminos de tierra recocidos y el rocío se secaba en la hierba. Había llegado el momento de irnos.
Ni Reinette ni Cassis habían mencionado el tema del dinero. No había ninguna necesidad. Yo me pagaba lo mío, había dicho Cassis, asumiendo que eso sería imposible. Reine me miraba con extrañeza mientras estábamos cogiendo las últimas fresas, curiosa quizá por mi actitud confiada, y cuando miraba a Cassis a los ojos, lanzaba una risilla. Me fijé en que se había vestido con especial esmero aquella mañana -su falda plisada del colegio, los calcetines hasta los tobillos y los zapatos, un suéter encarnado de manga corta- y llevaba el pelo recogido en la nuca en una gruesa salchicha y asegurado con agujas. Despedía un olor extraño, una especie de olor empolvado y dulzón como a malvavisco y violetas, y se había pintado los labios con el carmín rojo. Me pregunté si había quedado con alguien. Un chico, quizá. Alguien que conocía del colegio. Ciertamente parecía más nerviosa de lo habitual, cogiendo la fruta con delicada rapidez como si fuese un conejo comiendo entre comadrejas. Mientras me movía por las hileras de fresales oí cómo le susurraba algo a Cassis y luego su risa nerviosa.
No importaba, pensé entre mí. Suponía que planeaban ir a algún sitio sin mí. Había convencido a Reine para que me llevara y no serían capaces de echarse atrás. Pero, por lo que ellos sabían, yo no tenía dinero. Eso significaba que podrían ir al cine sin mí, dejándome junto a la fuente para esperarlos o mandándome a algún recado imaginario mientras ellos iban a encontrarse con sus amigos… Digerí aquel pensamiento con amargura. Eso era lo que se suponía que iba a suceder. Tan seguros estaban de sí mismos que habían pasado por alto la única solución obvia a mi problema. Reine jamás habría ido nadando hasta la piedra del tesoro. Cassis seguía viéndome como la hermana pequeña, demasiado fascinada por el adorado hermano mayor para aventurarme a hacer algo sin su permiso. A veces me miraba y se sonreía satisfecho, con los ojos brillándole con sorna.
Partimos para Angers a las ocho; yo iba detrás de la enorme y destartalada bicicleta de Cassis, con los pies aprisionados peligrosamente bajo el manillar. La bicicleta de Reine era más pequeña y elegante, con el manillar alto y un sillín de cuero. En el manillar llevaba un cesto en el que había un termo con café de achicoria y tres paquetes idénticos con bocadillos. Reine se había anudado un pañuelo a la cabeza para proteger su coiffure y las puntas iban azotándole la nuca al pedalear. Nos detuvimos tres o cuatro veces durante el trayecto, para beber del termo que Reine llevaba en la bicicleta, arreglar una rueda desinflada y comer un pedazo de pan y queso a modo de desayuno. Al fin llegamos a las afueras de Angers, pasando al lado del collège -cerrado ahora por vacaciones y custodiado por un par de soldados alemanes apostados en la entrada- y bajamos por calles de casas estucadas hasta llegar al centro de la ciudad.
El cine, el Palais-Doré, estaba en la Plaza Mayor, cerca del lugar que ocupaba el mercado. Varias filas de tiendas pequeñas rodeaban la plaza; la mayor parte de ellas estaban abriendo, y un hombre fregaba el pavimento con un cubo de agua y una escoba. Empujamos las bicicletas, conduciéndolas hacia un callejón entre la barbería y la carnicería que aún tenía las persianas bajadas. El callejón apenas era lo suficiente ancho para pasar andando y el suelo estaba lleno de escombros y desperdicios; parecía bastante seguro que nadie tocaría nuestras bicicletas ahí. Una mujer en una terraza del café nos sonrió y lanzó un saludo; algunos clientes de domingo ya estaban en él, bebiendo tazas de achicoria y comiendo croissants o huevos duros. Un repartidor pasaba con la bicicleta haciendo sonar el timbre con aire de importancia; junto a la iglesia un quiosco vendía boletines de una página. Cassis miró a su alrededor y se dirigió al comercio. Vi que le daba algo al encargado y éste le entregaba a su vez a Cassis un fajo que rápidamente desapareció bajo el cinturón de su pantalón.
– ¿Qué era eso? -le pregunté curiosa.
Cassis se encogió de hombros. Noté que se sentía satisfecho consigo mismo, demasiado satisfecho como para ocultar la información sólo para molestarme. Bajó la voz en tono conspirador y me permitió echar un vistazo a los papeles enrollados que volvió a cubrir inmediatamente.